Un golpe mal calculado

La ciudadanía enfrenta otro de esos momentos históricos que marcan el rumbo.

Las cualidades de un gobernante se pueden medir desde el momento inicial de su asunción al poder. En esa situación de privilegio se sientan las bases de la relación entre gobernantes y gobernados, por lo cual resulta indispensable leer las señales que delatan la trayectoria futura. En el caso de Guatemala, la sombra de personajes oscuros tras el presidente y su renuencia a transparentar sus acciones ha provocado serias dudas sobre quienes están al mando. En el transcurso de los meses, esas dudas se fueron volviendo realidad a través de decisiones opuestas a las expectativas ciudadanas y el incumplimiento de promesas de campaña.

Poco capacitado para gobernar –nunca fue político y, de hecho, nunca esperó llegar a serlo- el actual mandatario parece haber dejado el mando en manos de otros, cuyas intenciones e intereses los llevan a romper la iniciativa más trascendental emprendida en el país para erradicar, de una vez por todas, el cáncer de la corrupción que atraviesa y contamina la economía, la gestión política y la vida misma de los guatemaltecos.

Durante su visita intempestiva a la sede de la ONU en Nueva York para pedir la remoción del Comisionado Iván Velásquez Gómez de su cargo como jefe de la Cicig, el Presidente no mostró su autoridad sino más bien cayó en el bochorno de exhibir sus temores frente a la comunidad internacional, haciendo ese fútil intento para evitar que su partido político y él mismo sean investigados por delitos de financiamiento electoral ilícito. La reacción del Ejecutivo hace pensar en un dicho popular que reza “a explicación no pedida, culpabilidad manifiesta”.

Al actuar con arrogancia, el mandatario confirma su falta de pulso político y comete no uno de sus usuales errores, sino uno de proporciones catastróficas al plantar la duda sobre su apego a la ley y sus intenciones futuras, dejando en evidencia que sus amigos en la sombra no se detienen en escrúpulos para buscar fortalecer el poder y la impunidad a toda costa, sacrificando los pocos avances que el país ha experimentado en su consolidación de la democracia y el estado de Derecho. Da la impresión de que el mandatario no ha calculado bien los alcances de este golpe certero a su credibilidad. A partir de ahora el escenario es otro y podría ser él quien termine siendo el más afectado por la resaca de esta ola política.

El sábado la ciudadanía se manifestó con un fuerte espíritu cívico. Sin violencia pero conscientes de la necesidad de patentizar su repudio por las acciones del Ejecutivo contra la institucionalidad encarnada en las investigaciones realizadas por la Cicig y el Ministerio Público, muchos ciudadanos se plantaron frente a la Casa Presidencial para expresar su protesta. La respuesta fue un comunicado en el cual el Presidente exige a Iván Velásquez que abandone el país de inmediato luego de haberlo declarado non grato. Es decir, condena al silencio y a la oscuridad todo intento de transparentar y someter ante la justicia los actos delictivos y a quienes los han cometido amparados por el poder. Lo cual no solo despierta dudas sobre su participación en esos hechos sino reduce su autoridad para dirigir los destinos de un país en profunda crisis moral.

Los malos consejeros son tan peligrosos como un mal aconsejado. Es oportuno recordarle al Presidente que fue electo bajo un sistema electoral tan deficiente como clientelar y como expresión de rechazo contra otros postulantes aparentemente peores. Es decir, su supuesto triunfo se inscribe dentro de un esquema político débil, diseñado únicamente para servir de amparo a la corrupción.

El país necesita con urgencia los talentos de un auténtico estadista. El sistema y sus leyes electorales deben cambiar.

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El incesto, un delito oculto

Será imposible calcular la dimensión del delito de incesto al menos que se denuncie.

Esta es una de las razones del porqué el incesto es uno de los crímenes más impunes y difíciles de erradicar. Sucede en la intimidad del hogar, un ambiente exento de vigilancia externa gracias a un condicionamiento social que lo considera el ámbito amoroso, seguro y educativo por excelencia. Este prejuicio es un castigo adicional para sus víctimas, condenadas al silencio absoluto por miedo y vergüenza. Hablar de incesto, por lo tanto, resulta extremadamente difícil aun cuando los delitos sexuales ya comienzan a ser debatidos en foros públicos y círculos familiares, aun cuando los perpetradores de esta clase de violencia deben enfrentar la acción de la justicia y la exposición pública de su conducta.

Si todas las víctimas de incesto hablaran, el coro sería ensordecedor. Quienes se han atrevido a exponer públicamente su tragedia resultan ser una minoría insignificante en comparación con quienes la ocultan. Las experiencias compartidas hablan de una patología social y no de actos aislados, como se suele –o se desea- creer. Niñas, niños y adolescentes son presa fácil de un depredador que los tiene a su alcance día y noche, en la soledad de un hogar supuestamente seguro. Cuando el hecho es revelado por la víctima, se estrella contra el conflicto de familiares más preocupados por el alcance social de la vergüenza que por el derecho del menor a ser protegido de su victimario.

Uno de los estereotipos frecuentes alrededor de este delito, es la creencia de que lo comete alguien desequilibrado por el alcohol o de conducta violenta. En la realidad, el depredador sexual puede ser una persona amable, respetable y cariñosa, por lo cual su víctima –especialmente si es muy joven- sufre una gran incertidumbre, por creer que la violación es también un acto de amor. Esto convierte al incesto en uno de los delitos más perversos y destructivos contra un ser humano indefenso.

Las consecuencias del incesto alcanzan y atraviesan a generaciones completas. Al ser cometido por personas del círculo familiar, cuenta de manera casi automática con un pacto de silencio cuyas repercusiones son devastadoras para las víctimas, pero también para quienes conocen el drama y lo callan. En este escenario amparado por un sistema patriarcal dominante, se colocan sobre la balanza la respetabilidad de la familia y la integridad del o la menor afectado, resultando por lo general más livianos los derechos de las víctimas en este juego de apariencias.

Quienes son presa de un padre, un hermano o un tío agresor muchas veces callan por miedo a la incredulidad de quienes deben protegerlos, agravándose todavía más el profundo daño psicológico y la sensación de indefensión, sentimientos cuyo efecto durará todo el resto de su vida manifestándose en patologías como baja autoestima y relaciones de codependencia. La sociedad tampoco ayuda al imputar toda la culpa a quienes padecen esta situación aparentemente irremediable en el seno de su hogar.

¿Cuál es la salida, entonces, a un fenómeno de tales dimensiones? Educación, vigilancia, justicia y sobre todo asumir que la denuncia de una niña, un niño o un adolescente es verdadera. La reacción automática de rechazo ante una verdad cruda como el incesto es un golpe adicional contra la integridad de un ser humano incapaz de defenderse e incluso de comprender aquello que le afecta. Quitar los obstáculos a la expresión libre es un paso vital en la lucha contra el secretismo de los delitos sexuales, no importando su naturaleza. La protección de la niñez no es un asunto negociable.

El silencio es el peor castigo para una víctima de delitos sexuales, no importando quien sea el agresor.

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El recurso fácil de la tiranía

La concentración del poder es una enfermedad que solo se cura con justicia y democracia.

Una auténtica democracia tiene un sistema de pesos y contrapesos gracias al cual se produce un equilibrio saludable entre la voluntad del pueblo soberano y la de sus representantes en los estamentos del Estado, del gobierno y de las organizaciones del sector civil; un sistema en el cual no existen polos de poder absoluto contra cuyos excesos la ciudadanía sea impotente por no contar con los mecanismos para intervenir. Ese ideal de democracia parece no existir. De hecho, actualmente se vive un anti sistema impuesto por los países dominantes, caracterizado por extrema codicia, abuso y privilegios destinados a convertir a un pequeño círculo de políticos y empresarios en auténticos emperadores.

El mundo actual, por lo tanto, es un campo abierto a disposición de esos centros de poder absoluto desde donde emanan los parámetros que definen el presente y el futuro de los pueblos. A partir de esta forma de colonización política y económica se da paso a una forma de colonización ideológica tan perversa, como para abolir todo concepto de nación entre ciudadanos deslumbrados por el consumismo y las promesas de un “american way of life” instalado como su ideal de vida. La perspectiva de una vida más fácil no es gratuita; implica la renuncia a ciertos valores como la independencia, la identidad, la preservación de la cultura y la visión de nación como pilar básico para un desarrollo integral.

A este complejo escenario se suma, entonces, el peligro de tener a un hombre poco instruido, de innegable tendencia racista, xenófobo y, para colmo, irreflexivo, a cargo del gobierno más poderoso del planeta, de cuya fuerza gravitacional está cautivo nuestro continente. Las decisiones emanadas desde la Casa Blanca –la mayoría de las cuales responden a intereses específicos de esa nación- pesan como leyes en prácticamente todos los países dependientes de su enorme poder, al punto de deberle todas y cada una de las operaciones y estrategias que han desequilibrado nuestra institucionalidad y han impedido la construcción de democracias sólidas e independientes a lo largo y ancho de América Latina.

Esta preeminencia del poder del imperio estadounidense sobre nuestros pueblos reviste la mayor gravedad ante el nuevo cariz que ha tomado la administración de la Casa Blanca, reflejado en un resurgimiento de los movimientos extremistas –Ku Klux Klan, entre otros- amparados por el discurso de odio emanado por su máximo líder. El permiso que el presidente Trump tácitamente otorga a estos fascistas al no condenar de manera explícita sus actos de violencia constituye un aval a sus desmanes y repercute en un serio riesgo para los ciudadanos e inmigrantes latinos y de otras culturas y etnias que habitan en ese país.

Este año hemos presenciado el resurgir de una tiranía reeditada y fortalecida por un pensamiento xenófobo y racista. A ello se suman las amenazas de invadir Venezuela, un país soberano, las cuales no son ajenas a esta nueva tendencia imperialista carente de visión política. Sin importar si el resto de países latinoamericanos está o no de acuerdo con el gobierno venezolano, todos –sin excepción alguna- deberían pronunciarse de manera clara y tajante para rechazar cualquier intento de invasión. Por respeto a la dignidad de los pueblos del continente y a los valores de las democracias, sólidas o no, que tanta sangre y dolor le han costado a los pueblos americanos, es imperativo recuperar esa dignidad que hoy suele estar opacada por la corrupción, la codicia y la falta de visión de nuestros líderes.

América Latina debe cuidarse de las decisiones de un gobernante tan volátil como Trump.

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Los pequeños emigrantes

Solos o en grupo, se internan en el peligroso y desconocido territorio de las fronteras.

¿Qué los impulsa a emprender una aventura semejante? Estudios sobre el tema abundan en proporción inversa a las soluciones, dejando la puerta abierta para que miles de niñas, niños y adolescentes intenten o, peor aún, logren traspasar los límites de su aldea, caserío, ciudad y país en búsqueda de algo mejor, de un futuro más promisorio que el ofrecido en su propia tierra. Son los niños emigrantes, aquellos privados de toda posibilidad de desarrollo en uno de los países más ricos del continente.

Sacrificar a la niñez en aras de la corrupción ha sido una de las políticas recurrentes durante todos los gobiernos de la era democrática de Guatemala. Es importante mencionar esto último porque durante las dictaduras los dados estaban echados, pero las promesas a partir del renacer democrático se centraron de tal modo en los derechos de la niñez, como para haber construido una de las plataformas nutricionales, educativas, recreacionales y sociales perfectas para el desarrollo integral y óptimo de las nuevas generaciones. Por supuesto, nada de eso ha sucedido. Desde el minuto siguiente a la toma de posesión de un nuevo gobierno, el olvido de la niñez ha sido el tono oscuro de todas las administraciones.

Institutos clausurados, escuelas abandonadas, maestros mal pagados y peor capacitados ha sido la marca país durante generaciones. Una universidad estatal que un día fue símbolo de alta calidad académica cayó bajo el mismo círculo de corrupción, con obvias consecuencias. La desnutrición crónica infantil se disparó hasta cubrir con su sombra a enormes sectores de la población menor de 12 años y la carencia de políticas públicas destinadas a reparar esos agujeros negros brillan por su ausencia. El sistema de salud pública, también cautivo de grupos criminales, sobrevive en condiciones paupérrimas por falta de un presupuesto que se deslizó hacia los bolsillos de unos pocos.

Entonces, ¿cómo es posible criminalizar a la niñez emigrante como si para ellos emigrar fuera una travesura llevada al extremo? Porque esas niñas, niños y adolescentes, quienes cruzan las fronteras en condiciones horrendas de riesgo e indefensión son tratados como delincuentes en todos los puntos del trayecto. Explotados, violados, hambrientos y desprotegidos por las autoridades –las mismas que los agreden- carecen de toda garantía de supervivencia cuando por el contrario, deberían ser objeto de la mayor protección.

La prioridad ahora es evitar esa emigración de niñez abandonada. Para lograrlo, la sociedad y el gobierno en pleno tienen la obligación absoluta de corregir los errores que han llevado a Guatemala a convertirse en uno de los países con menor calidad de vida del mundo por causa de la violencia, la corrupción y la desidia de quienes detentan el poder en los sectores de decisión política y económica. La vergüenza de ser una de las naciones “productoras” de emigración infantil ya debería haber hecho reaccionar a la ciudadanía. Pero esta se ampara en la ignorancia de la verdadera dimensión de la tragedia para no actuar, dejando el destino de sus descendientes en manos de los menos calificados.

La niñez y la juventud son los únicos recursos posibles de reciclaje de un país, son el nuevo inventario de talentos, constituyen un tesoro potencial de productividad y desarrollo cuyo desperdicio demuestra cuán poco interesa a las generaciones actuales el futuro de su patria. El tiempo de rescatarlos ya ha vencido y ahora es una tarea de la mayor urgencia actuar con conciencia, empatía y responsabilidad. No es un asunto de caridad, es un tema de derechos humanos.

Los habitantes más abandonados son quienes tomarán las riendas del país, es preciso rescatarlos.

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@carvasar

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