Entre ovejas te veas…

Nuestros gobiernos hablan de inmunidad de rebaño y nos envían al matadero.

Entre los términos científicos para explicar los diferentes aspectos de la pandemia que nos tiene encerrados y temerosos, se ha comenzado a difundir el concepto de inmunidad de rebaño (o inmunidad de grupo) como una posible solución para detener la expansión del contagio con el virus SARS-CoV-2, nombre técnico del coronavirus responsable de la pandemia. Es la estrategia de emergencia ante la imposibilidad de realizar una campaña masiva de vacunación, dado que esa vacuna aún está lejos en el horizonte, o por lo menos inalcanzable para miles de millones de seres humanos en el planeta.

La inmunidad de rebaño, de acuerdo con un artículo publicado por los doctores Esperanza Gómez-Lucía y José Antonio Ruiz-Santa-Quitería, ambos investigadores del departamento de Sanidad Animal de la Universidad Complutense de Madrid, “se da cuando un número suficiente de individuos están protegidos frente a una determinada infección y actúan como cortafuegos impidiendo que el agente alcance a los que no están protegidos.”. Es decir, para que la estrategia funcione sin la aplicación de una vacuna –lo cual sería ideal- deben haberse contagiado de la enfermedad suficientes personas. Para más claridad, la mayoría de la población. Esto tendría el efecto de desarrollar una barrera inmunológica capaz de proteger a los más vulnerables; sin embargo para que esto suceda también debe haber transcurrido un largo tiempo, sobre todo en países que han aplicado y mantenido severas medidas de restricción.

Otra de las condiciones indispensables para garantizar el éxito de esta aparente solución de carácter colectivo, es poseer una infraestructura sanitaria sólida y eficiente capaz de atender los numerosos casos que se van a producir a partir de la apertura de las restricciones impuestas desde el inicio de la pandemia. Es decir, cuando todo el mundo comience a recuperar la dinámica normal de escuelas abiertas, restaurantes, bares, cines, centros de trabajo y demás, los contagios se multiplicarán de manera exponencial bajo la consigna de la inmunidad de rebaño, llegando con especial dureza a los segmentos de población susceptibles a sufrir la enfermedad con todos sus devastadores efectos: niñez desnutrida (alrededor del 50 por ciento de la población infantil en algunos países centroamericanos), adultos mayores con enfermedades crónicas, personas carentes de seguridad social y de medios para costear la atención hospitalaria.

En países cuya infraestructura y servicio sanitario han sufrido los embates de sistemas políticos y económicos opuestos a satisfacer las necesidades de la población con el objetivo de privilegiar a sectores empresariales de enorme poder, se carece de los recursos mínimos para aplicar una estrategia de tan elevado riesgo para las mayorías. De acuerdo con el documento mencionado, en el caso del Covid19, la inmunidad de rebaño se alcanza cuando el 70 por ciento de la población está protegida y, como indican sus autores, “la inmunidad de grupo, para ser eficaz, necesita que haya un único hospedador (en este caso las personas), que la infección se transmita de persona a persona (sin intermediación de vectores) y que la transmisión o vacunación induzca una inmunidad sólida. En el caso de SARS-CoV-2 no hay suficientes datos como para entender aún la epidemiología de la infección, y además el grado de inmunidad adquirido tras la infección está por determinar.”

En países como los nuestros, con gobernantes opuestos a apoyarse en la ciencia, no se puede hablar de “inmunidad de rebaño” sino de algo mucho más real y específico: el “sálvese quien pueda” de los incapaces.

El “sálvese quien pueda”, la consigna de los corruptos.

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La mala palabra, la palabra prohibida

Aborto: Interrupción de un embarazo (Diccionario panhispánico del español jurídico).

La prevalencia de doctrinas religiosas en los países latinoamericanos, cuya influencia ha sido estampada hasta en textos constitucionales, constituye un obstáculo aparentemente infranqueable para uno de los problemas sociales y de salud pública de mayor impacto en países de población mayoritariamente pobre: el derecho a la interrupción de embarazos de alto riesgo o producto de violaciones. Así, las muertes evitables en niñas, adolescentes y mujeres por la práctica clandestina de este procedimiento, terminan siendo resultado de decisiones políticas destinadas a privar a los menos privilegiados de acceso a la educación y a servicios básicos, como la máxima expresión de un sistema patriarcal de dominación y control.

En los países de nuestro continente, se estima que unos 25 millones de mujeres carecen de acceso a métodos anticonceptivos; pero la cifra se queda corta al sumar a quienes, a pesar de tenerlos, no los utilizan por razones religiosas, por desconocimiento o por imposición de los hombres en su círculo inmediato: pareja, padre, hermano o alguna autoridad de su comunidad. También se conoce la tremenda prevalencia de violencia en el ámbito familiar, violaciones sexuales, incesto y trata de personas, a cuyas víctimas el sistema deja a merced de sus agresores. Esta amenaza se cierne sobre las mujeres, la niñez y la juventud, sometidas desde el inicio de su vida a un sistema de estricto control masculino que les priva de su derecho a una vida sin violencia y acceso a las oportunidades en igualdad de condiciones.

Para ilustrar la dimensión del drama humano enfrentado por este sector, baste constatar que las cifras de embarazos en niñas y adolescentes, de entre 10 y 14 años, en un solo país y durante los primeros cuatro meses de 2020, ascienden a cerca de mil 500; estas, reportadas por el Observatorio de los Derechos de la Niñez en Guatemala, Ciprodeni. Sin embargo, Guatemala –al igual como muchos otros países de América Latina-, carece de un sistema confiable de estadísticas y registro, ya sea por la ausencia de instituciones del Estado en una buena parte de su territorio, ya sea porque muchos casos son ocultados por la familia de las víctimas, por lo cual los datos presentados podrían ser solo una muestra parcial de esta tragedia.

Estas niñas agredidas y violadas son, por decisión política, sometidas a la tortura de llevar su embarazo a término y, adicionalmente, exponerse a perder la vida y, de sobrevivir, a perder las mínimas oportunidades que el sistema les podría brindar. Es decir, quedan sujetas a un régimen de absoluta privación de todo aquello que presta valor a su existencia. La interrupción del embarazo para estas pequeñas víctimas de un sistema aberrante de poder patriarcal, debería ser una prioridad en el sistema de salud y también derribar de una vez por todas los absurdos prejuicios que rodean a esta práctica sanitaria. Del mismo modo, poner el procedimiento al alcance de quienes lo necesiten ya sean niñas, adolescentes o adultas, tal y como se brinda en hospitales privados a mujeres de círculos sociales privilegiados que lo requieren y lo reciben en un ambiente sanitario adecuado.  

La negativa de esos mismos sectores de privilegio a poner al alcance de las familias la educación sexual y los métodos para planificar los embarazos, evitando así tanta muerte innecesaria no responde, por lo tanto, a una postura ética sino a una política de control y prevalencia de un sistema arcaico de dominación social, instrumentalizado por medio de doctrinas religiosas y restricción del acceso a la educación para las grandes mayorías. 

Las restricciones sanitarias castigan con especial dureza a la niñez.

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El elusivo sueño de la paz

La integridad del sistema de justicia, única garantía para alcanzar la paz y el desarrollo.

Los ataques contra las Cortes, en Guatemala, constituyen una forma de suicidio, institucional y colectivo. Guatemala es un ejemplo de esta dura realidad; un país en donde se firmaron los Acuerdos de Paz y antes de secar la tinta ya se habían amarrado los compromisos para neutralizar sus efectos. Un país cuyas estructuras políticas, militares y empresariales han sido protagonistas de las peores atrocidades contra la ciudadanía –y muy especialmente contra los pueblos originarios- y en donde cualquier intento por imponer normas, administrar justicia y reparar los errores históricos que han llevado a ese país a la ruina, está condenado a ser combatido desde el Estado y sus aliados, hasta la total anulación.

El ejemplo de algunos líderes mundiales como Nelson Mandela, Martin Luther King o Mahatma Gandhi nos dejó grandes enseñanzas. Una de ellas es que la búsqueda de la justicia y la paz no está exenta de violencia. Perseguidos y encarcelados por pregonar ideas contrarias al sistema establecido, su fuerza moral los sostuvo durante años de persecuciones y campañas de desprestigio por parte de los círculos de poder. Dos de ellos –Gandhi y Luther King- fueron asesinados en un inútil y tardío afán de callarlos. De esa capacidad de resistencia, de esa solidez intelectual y humana surgió el mensaje de estos pensadores, cuya esencia transformó de manera radical la manera de ver al mundo y dejó para la posteridad el mensaje de que el respeto de los derechos humanos de las grandes mayorías es el único camino posible hacia la paz y el desarrollo.

La resistencia pacífica fue, coincidentemente, una de las estrategias utilizadas por estos tres personajes de la historia del siglo veinte. De ella emanó la certeza de que sin perseverancia, sin una conciencia clara del porqué de la lucha y sin la convicción de cuál es el camino correcto para transformar las condiciones de vida, no hay esperanza de cambio. Pero además, constituyó todo un ejemplo para las generaciones del futuro respecto de la importancia de buscar la paz a través de la verdad como única manera de lograr la reconciliación. En ese camino hacia el entendimiento, todos los senderos pasan por la justicia. Por ello un sistema diseñado para favorecer a unos pocos en desmedro del resto de la población, se interpondrá de manera inevitable en la búsqueda de la paz.

Para restablecer el imperio de la justicia, el conocimiento es básico. La búsqueda de la verdad en países agobiados por la violencia pasada y presente, con una historia de conflicto bélico y un gran porcentaje de sus habitantes viviendo bajo la línea de la pobreza, implica un proceso de catarsis, revelación y recuperación de la identidad alterada por décadas de silencio y represión.

Sin embargo, la consecución de estos objetivos chocará frontalmente con la resistencia feroz de quienes sostienen en sus manos las riendas del poder político y económico, al considerar como una amenaza la participación de la población en procesos de cambio incluyentes, capaces de abrir las estructuras de poder para garantizar una auténtica democracia. El riesgo de esa democratización de las instituciones que conforman la base del sistema, con las Cortes a la cabeza, los lleva a cerrar filas contra cualquier intento de cambio y, de paso, a crear mecanismos destinados a deslegitimar esos esfuerzos.

Solo la justicia garantiza la posibilidad de efectuar procesos radicales y profundos de transformación social. Significa la plena aceptación de los derechos de los otros, la reivindicación de su sitio en la sociedad, el respeto a las diferencias y el combate a la injusticia. No hay otro modo de alcanzarlos más que con acciones contundentes para exigir y defender su integridad.

Solo un sistema sólido de justicia puede conducirnos hacia la paz.

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El detalle que faltaba

Acabar con todo resto de institucionalidad, el objetivo final de las mafias.

El tema de la cooptación de las Cortes del sistema de justicia en Guatemala no es objeto de gran atención por parte de la ciudadanía de ese país. De hecho, en estos meses, cuando la población se encuentra sumergida en el mundo surrealista de una amenaza viral de dimensiones planetarias con la perspectiva de perder el empleo, ver reducidos sus ingresos y temerosa del contagio, pocos son los temas que alcanzan a penetrar en su pensamiento y adquirir cierta preponderancia. Por ello, lo que se negocia actualmente en el Congreso de Guatemala con relación a la elección de las Cortes y los intentos de cooptar, neutralizar y finalmente eliminar a la Corte de Constitucionalidad -cuyo desempeño aún se mantiene dentro de los parámetros del orden legal- son hechos que fácilmente escapan a la atención de la ciudadanía, lo cual aun siendo comprensible, es altamente peligroso.

Guatemala ha sufrido una violencia extrema –física y psicológica- de larga duración; el conflicto armado marcó con sello indeleble a más de una generación y creó una atmósfera espesa de miedo y desconfianza cuya presencia incide, aún después de tantos años de intentos de democracia, en la actitud apática y poco proclive a la participación política dentro de la sociedad civil. Los abusos de poder y los vínculos entre los cárteles del narcotráfico y las esferas empresariales, políticas y castrenses, han dado como resultado la consolidación de las mafias en las instituciones del Estado, con especial énfasis en el aparato de justicia, del cual dependen las garantías de impunidad para quienes cometen toda clase de delitos bajo la salvaguarda del poder.

Una de las razones por las cuales existe esa apatía en relación con el desempeño de las instituciones del Estado es, precisamente, el absurdamente elevado índice de impunidad en el sistema de administración de justicia, en donde quienes se animan a denunciar delitos en su contra suelen ser objeto de represalias y de pérdidas económicas producto de un desempeño pobre del aparato de justicia. Este ha sido históricamente marcado por el soborno, las presiones desde centros de poder y de las mafias en la elección de jueces y magistrados. Ante este escenario, la población está indefensa y sobre todo impotente frente a un aparato poderoso cuyos entresijos le resultan incomprensibles. Una de las causas de esta falta de comprensión respecto de uno de los pilares del sistema democrático ha sido el bloqueo sistemático de los grupos de poder hacia la educación de calidad –una de las herramientas fundamentales para el empoderamiento ciudadano- y las restricciones al derecho de acceso a la información.

Estas limitaciones a la formación ciudadana y a la información han sido cruciales para mantener a la población ajena a las maniobras de sus legisladores quienes, además, han sido electos de acuerdo con una ley diseñada ad hoc para impedir la participación plena de la ciudadanía y, por lo tanto, aun cuando su presencia en la asamblea sea legal, en el fondo es ilegítima. Todo esto se traduce en una dinámica de círculos concéntricos por medio de la cual los grupos cuyos nexos y acuerdos han logrado capturar todos los hilos del poder, pretenden consolidar el secuestro total de las más importantes instituciones del Estado y así neutralizar, de modo definitivo, todo intento de reforzar la incipiente democracia actual. Por si faltaba algún detalle en este cuadro escabroso sobre la elección de las Cortes, es importante añadir que algunos de los personajes más influyentes en ese proceso se encuentran actualmente guardando prisión preventiva por gravísimos actos de corrupción.

La cooptación del sistema de justicia es el primer paso hacia la dictadura.

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La pandemia que nos define

Las relaciones de poder se consolidan en medio de un ambiente fuera de control.

De manera paralela a los efectos del Covid-19, una de las consecuencias del confinamiento obligado es el incremento de actos de violencia contra niños, niñas y mujeres. Sin embargo, las agresiones perpetradas desde el machismo y la misoginia constituyen una conducta normalizada a partir de una educación con sesgo sexista y un sistema que ampara a los agresores por una visión deformada de la justicia; por lo tanto –aunque esta pandemia ha empeorado la situación- esas conductas han existido desde siempre. Los ejemplos abundan, pero ni así logran llegar a la conciencia de la sociedad, dado que esta todavía considera la violencia machista como “un asunto privado” y da vuelta la cara para no saber.

En esta lucha sin cuartel, emprendida por quienes comprenden a cabalidad cuál es el alcance de los estereotipos insertos en la conciencia colectiva, las iniciativas por un cambio de paradigmas se estrellan contra la indiferencia de una sociedad convencida de que el reparto del poder es un tema cerrado. De modo instintivo adjudican la autoridad en quienes han concentrado el control sobre diferentes aspectos de la vida económica, política y social, sin pararse a pensar en la desigualdad implícita en ese sistema que margina los derechos de más de la mitad de la ciudadanía.

Los esfuerzos por transformar las bases sobre las cuales se erige todo un estilo de vida, no suelen ser bienvenidos cuando amenazan con echar abajo todo un conjunto de estereotipos, normas y formas de relación entre sexos. Tampoco es fácil alcanzar logros sobre la necesidad de fortalecer los sistemas de justicia, en cuyos ámbitos se suele sellar el destino de las víctimas de violaciones, agresiones y asesinatos, dándose por hecho la existencia de una causal que exime al victimario y también una culpa que justifica la agresión contra la víctima. Los niveles de impunidad en crímenes de feminicidio, por lo tanto, reafirman la indefensión de las mujeres al no ser castigados.

Para comenzar a transformar las relaciones humanas, primero es preciso derribar un sólido entarimado de valores y normas definidas desde una masculinidad mal entendida, la cual privilegia el poder por sobre la equidad. Impreso en códigos y doctrinas religiosas desde siempre y en todo el mundo, se impuso una jerarquía ilegítima, cuyo principal propósito ha sido mantener la jurisdicción sobre la condición femenina de reproductora de la especie y, para ello, restarle toda posibilidad de independencia y ejercicio de su plena libertad. Así, incluso en las sociedades más desarrolladas del planeta, para eliminar restricciones sobre el derecho de la mujer sobre asuntos relacionados con su cuerpo y con su vida, los resultados de esas batallas tienen apenas medio siglo.

La situación de vulnerabilidad de niños, niñas y mujeres en el contexto de la actual pandemia, por lo tanto, reside en las limitaciones impuestas por los códigos establecidos para la conformación de la familia y su repartición de poderes. Millones de mujeres, privadas del derecho de gozar de iguales derechos que su pareja tanto en el aspecto económico como por los sesgos legales del contrato matrimonial o de convivencia, están sujetas a tolerar una relación de violencia que en muchos casos acaba con la muerte.

En este escenario de pandemia sobre pandemia, el papel de las instituciones –incluida la prensa- debe ser asumir la responsabilidad de velar por la seguridad de niños, niñas y mujeres, aboliendo de paso los paradigmas del injusto y mal concebido sistema patriarcal.

Las instituciones deben velar por la seguridad de los más vulnerables.

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