El derecho a la libertad

La necesidad constante de reconquistar derechos es el mayor desafío para las mujeres.

Nada está dicho. Incluso la participación política, uno de los derechos elementales en cualquier sociedad, representa un obstáculo para la mitad de la población del mundo, desde estructuras diseñadas con visión patriarcal y profundamente antidemocrática. Avanzado el siglo de la tecnología, la marginación de las mujeres sigue latente, fuera de toda lógica y en abierta contradicción con los supuestos avances de la Humanidad. Esta realidad queda plasmada en leyes restrictivas sobre uno de los aspectos más íntimos de un ser humano como es la salud sexual, pero sobre todo en una creciente influencia de doctrinas cuyos preceptos colocan a la mujer en una posición dependiente, subordinada y abiertamente inferior.

Quienes experimentan con mayor violencia el choque con la realidad impuesta a partir de este sistema son las niñas y adolescentes, enfrentadas desde su nacimiento a la discriminación y la violación de su integridad física, sexual y social. Privadas de la capacidad de defenderse contra la agresión en los diferentes escenarios de su entorno, desde muy pronto deben aceptar la desigualdad como norma de vida, aun cuando pertenezcan a un círculo privilegiado dentro de su comunidad. La misoginia y el machismo atraviesan de manera transversal a todos los estratos, en todas las culturas e incluso en países de gran desarrollo social, en donde se destacan los logros en equidad –algo que debería ser la norma- como conquistas excepcionales.

En esta fecha especial, cuando se hace énfasis en la absoluta urgencia de establecer parámetros desde los estamentos políticos y sociales para eliminar la violencia contra la mujer, nos encontramos con un escenario cada vez más restrictivo en temas como la educación en igualdad, el derecho a la interrupción de embarazos provocados por violación, el derecho a la equidad en salario, participación política, acceso al crédito, eliminación de toda forma de discriminación institucional y de cualquier otra índole y, de manera muy puntual, la protección de niñas, adolescentes y mujeres adultas contra esas limitaciones que hacen de la marginación una forma de vida.

Una de las campañas más arteras contra la libertad de las mujeres ha sido la descalificación del feminismo como un intento de transformar el concepto mismo en una afrenta contra los valores de la sociedad, como si la búsqueda de la igualdad entre mujeres y hombres constituyera una desviación moral. La férrea oposición de grupos conservadores contra los derechos de las mujeres a una vida libre de violencia se ha acentuado mientras se consolidan los gobiernos dictatoriales marcados por la influencia de las doctrinas pentecostales alrededor del mundo. La intención es clara: obstaculizar la participación de la mujer en instancias de poder y decisión, ya que desde su posición podría alterar de manera significativa el fiel de la balanza y con ello redistribuir las cuotas de influencia en asuntos de impacto político y social.

Las innumerables formas de violencia en contra de la mujer, un grueso y antiguo catálogo de agresiones e injusticia, tienen como finalidad mantener un statu quo de privilegios para un sector determinado de la sociedad. Es el mismo cuadro definido por el sistema económico, impuesto por las potencias occidentales en contra de sociedades aplastadas por las desigualdades. Por lo tanto, derribar esas estructuras no provocaría necesariamente un desequilibrio en la dirección contraria, sino un cambio capaz de beneficiar a la sociedad en su conjunto, eliminando los mecanismos que actualmente le impiden alcanzar la tan ansiada paz.

El mundo necesita otro código de conducta; uno inclusivo y justo.

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El truco de la negación

América Latina vive los efectos de una Guerra Fría que jamás terminó del todo.

Golpes de Estado, manifestaciones ciudadanas reprimidas con las feroces técnicas de contrainsurgencia (aprendidas algunas en la Escuela de las Américas y otras en centros de entrenamiento sembrados a lo ancho y largo de nuestro continente) así como estallidos de violencia cada vez más intensos, conforman el paisaje político actual en Latinoamérica. No parece ser casual el derrocamiento de un presidente de corte social en Bolivia –ya sucedió en Brasil con Dilma- ni la tozudez del mandatario chileno aferrado al poder a pesar del masivo repudio ciudadano. Todos los síntomas llevan a pensar que los aletazos en la Casa Blanca han levantado una especie de tsunami en su patio trasero, ya que a Estados Unidos no le hace ninguna gracia un retorno de los gobiernos nacionalistas y lo está demostrando con la misma falta de sutileza que lo ha caracterizado a lo largo de su historia.

Pero no todo es culpa del imperio. El Departamento de Estado ha contado con la complicidad abierta y sin disimulos en todas las naciones al Sur de su frontera. Unas más y otras menos, dependiendo de la fortaleza de sus instituciones, todas han experimentado un fenómeno similar de intervencionismo. Por supuesto, es preciso reconocer la habilidad con la cual han amarrado los intereses corporativos de sus grandes consorcios con las élites económicas locales, gracias al patrocinio generoso brindado a los círculos políticos corruptos. Contra ese entramado de influencias y leyes casuísticas –muchas de ellas diseñadas para blindar espacios de impunidad y concesión de privilegios- no hay sociedad capaz de hacer valer sus derechos sin pagar por ello un alto precio en vidas humanas y en retroceso de sus conquistas sociales.

Aun cuando parezca ser un asunto de las capas más pobres, el fenómeno toca de manera transversal a toda la sociedad incluso a aquellos sectores más o menos acomodados que, al tener algo que perder con un cambio de sistema, se aferran al actual refugiándose en una burbuja de negación que les ha servido de parapeto utilizando para ello los viejos argumentos de la Guerra Fría: criminalización de los manifestantes, así como la adjudicación de la rebelión al ubicuo fantasma del comunismo internacional y a gobiernos extranjeros, la mayoría de ellos más ocupados en sobrevivir a la agresión gringa que en meterse en los problemas de otros. Sin embargo quienes han perdido mucho conforman una inmensa mayoría y eso se hace sentir en las calles. La brutal represión de los cuerpos de seguridad del continente no logra cerrar el boquete abierto por la indignación popular y hoy es más evidente que nunca la participación de los sectores de mujeres, niñez y juventud, los más afectados por la desigualdad y la privación de derechos.

América Latina ha vivido en un péndulo constante entre dictaduras –abiertas o solapadas- con primaveras democráticas aplastadas, tarde o temprano, por presiones externas cuyo origen es eminentemente elitista –dinero y control geopolítico; es así como las grandes corporaciones y los centros de liderazgo mundial no dudan en poner todo su poder en juego a través de los gobiernos imperialistas, entre los cuales también se incluyen europeos y asiáticos, y caer sobre las riquezas de aquellos debilitados por siglos de explotación. En semejante escenario, los resultados de las protestas ciudadanas, aun siendo masivas y legítimas, continúa como una de las pruebas extremas de resistencia humana y social. Quienes persisten en negar la dimensión del conflicto suelen jugar, como siempre, contra sus propios intereses y el porvenir de sus descendientes.

La protesta social toca de manera transversal a toda la sociedad.

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El búnker de Piñera

Encerrado en su ceguera y su odio hacia el pueblo, Piñera lo pierde todo.

Acuerpado por dos instituciones armadas y entrenadas para reprimir a la población –Ejército y Carabineros- el aún presidente de Chile pretende ignorar las justas demandas de la ciudadanía y blindar un sistema neoliberal colapsado, del cual se benefició personalmente durante décadas amasando una fortuna incalculable gracias a los mecanismos instaurados por el régimen de la dictadura. Tan tramposo y superficial como irresponsable, Piñera tiene hoy al país al borde de la peor catástrofe política de su historia, reprimiendo de manera sangrienta a millones de chilenos quienes han puesto su autoridad al borde de la picota.

Las demandas de la ciudadanía no pueden ser más claras: convocar a una asamblea constituyente para redactar una Constitución acorde con las expectativas ciudadanas de justicia social, igualdad, protección de la riqueza nacional y el establecimiento de mecanismos capaces de consolidar una democracia actualmente tambaleante. Es decir, todo aquello con el potencial de garantizar el bienestar general sin los reductos de privilegio imperantes en todo el aparato gubernamental gracias a las trampas legales instaladas por la dictadura en el texto actual. Pero el presidente más cuestionado desde que Chile es Chile –con un 9 por ciento de aprobación- se ampara detrás de su biombo de papel y juega a dictador sin tener siquiera las agallas de dar la cara a quienes exigen respuestas.

El mundo observa con estupor cómo las más impresionantes manifestaciones ciudadanas –arriba de millón y medio de personas en las calles durante la semana pasada- son agredidas de manera irracional por Carabineros, quienes compiten por coronarse como la fuerza policial más sanguinaria del continente. Asesinatos a mansalva, violaciones y abusos sexuales de niñas y adolescentes, miles de heridos por balas y perdigones y algo aún más siniestro, como cientos de manifestantes ciegos por pérdida de ojos, es la cauda de una ola de violencia inaudita contra la población desarmada.

Por supuesto, no faltan quienes responden a la propaganda oficial y defienden la postura de Piñera apoyando su discurso contra el vandalismo, intentando ignorar el enorme cúmulo de evidencias en vídeos y fotografías en donde se demuestra la intervención de fuerzas del orden en muchos de estos actos. Chile es ahora un caldero a punto de estallar y mientras en las calles la juventud acompañada de una impresionante representación ciudadana exige su renuncia, Piñera se toma fotos en los patios del palacio y lanza su más reciente excusa para evadir su responsabilidad: una supuesta intervención de países extranjeros en las protestas.

Si su actitud no hubiera sido ya una afrenta para chilenas y chilenos agobiados por la injusticia del sistema, esta última declaración bastaría para quitarle ese último 9 por ciento de aprobación. Adjudicar a otros gobiernos –evidente la alusión a Cuba y Venezuela- la responsabilidad por la mayor movilización ciudadana que ha vivido Chile en su historia, no solo es un reconocimiento al poder de esos Estados; también revela la pobreza moral de un hombre incapaz de reconocer sus errores, incapaz de aceptar la derrota y, por encima de todo, carente del más elemental sentido humanitario. Apertrechado en su búnker de privilegios mal habidos y rodeado de empresarios beneficiados por el sistema neoliberal que se cae a pedazos, este ya deslegitimado mandatario sigue empeñado en defender un estatus caduco mientras el pueblo, desde las calles, le demuestra que no necesita de ayuda exterior para expresarle su rechazo y exigirle un último acto honorable: reconocer su derrota y renunciar.

La ciudadanía chilena exige a su presidente un último acto de honor.

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El crimen imperfecto

La estrategia de terror impulsada por Piñera solo añade más carbón a la hoguera.

Cuando un pueblo pierde el  miedo es cuando los gobernantes –demócratas o no- deben empezar a reflexionar sobre las causas e iniciar un proceso de cambio. Todo lo contrario hacen los dictadores: refuerzan sus dispositivos de represión, siembran el terror entre los manifestantes, asesinan, torturan y violan como modo de dejar bien establecido su poder y, finalmente, terminan por transformarse en aquello que eran desde un principio detrás de la máscara de la democracia y la institucionalidad. Esto ha sucedido con el régimen neoliberal de Chile, un sistema impuesto desde el corazón del imperio y el cual ha dejado en la miseria a millones de seres humanos alrededor del mundo.

La juventud chilena, con una trasgresión transformada en símbolo –la evasión del pago del Metro de Santiago- rompió los diques de una sociedad que se ha visto arrinconada tras decenios de abuso y marginación, empobrecimiento de sus capas medias, pauperismo en sus segmentos más pobres y el enriquecimiento ilícito –aunque legalizado- de un mínimo porcentaje de privilegiados que observan desde sus trincheras económicas cómo se hunde el país. Esa juventud, que no vivió la dictadura en carne propia, comprendió bien que la subordinación a un sistema depredador e injusto no es la vía para acceder a un futuro de bienestar y desarrollo.

Lo sucedido desde entonces, ya es historia y ha provocado una avalancha de reacciones a nivel mundial: millones de personas se congregan en inmensas manifestaciones exigiendo, por fin, el cambio necesario. Entre otras demandas, además de la renuncia del presidente y sus ministros, exige una nueva constitución para derogar los lineamientos impuestos por la dictadura, y cambios sustanciales en la administración pública, entre otros: los servicios de salud; el sistema de pensiones; el acceso al agua; al mar; la nacionalización de recursos nacionales que hoy alimentan fortunas privadas; la educación pública y, por encima de todo, la erradicación de toda clase de violencia ejercida desde el Estado contra la población.

Los muertos y heridos como consecuencia de la represión militar y de carabineros habla claro sobre el miedo del gobernante y sus huestes económicas. Temen perder los privilegios mal habidos y demuestran tal pánico a la fuerza popular que han traspasado todos los límites, convirtiendo al país en un campo de batalla en donde predominan el abuso y la violencia estatal. La presión hacia los medios de comunicación afines al régimen es solo una de sus tácticas más perversas, también han intentado satanizar las protestas iniciando una serie de ataques planificados por sus cuerpos uniformados, con el propósito de instalar una imagen de terrorismo; han acusado a otros países de haberse infiltrado provocando el conflicto, han criminalizado a la juventud y han implementado toda clase de mecanismos fascistas, como las violaciones sexuales, la tortura y los ataques armados directos contra manifestantes desarmados y pacíficos.

El Estado chileno bajo el mando del presidente Piñera está cometiendo un crimen, pero un crimen imperfecto. La máscara les ha quedado pequeña y hoy, gracias a quienes han documentado los detalles de los ataques de carabineros y militares y también a las declaraciones de algunos funcionarios que han comenzado a revelar detalles sobre las ilegalidades cometidas por las autoridades, ya la pobre reputación del gobierno de Chile se revela de cuerpo entero. Chile ha dejado de ser ejemplo para el mundo; hoy se conoce en detalle y a todo color de qué males padece el sistema dorado de su neoliberalismo.

Los muertos y heridos marcarán el colapso definitivo de un sistema injusto.

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