Leones en el ruedo

Atrapados en un circo de dudas y promesas, no prevemos el desenlace.

Recuerdo cuando lo más emocionante de los espectáculos circenses era el episodio de los leones. Claro que en esos tiempos ni siquiera rozaba mi mente la crueldad de semejante acto y, por supuesto, tampoco intuía el peligro implícito en tal salvajismo. Hoy estamos más o menos en la misma situación, pero ante una fiera invisible y letal que nos acecha desde los rincones más inesperados. Es un virus mutante -como todos los virus- cuyo poder ha condicionado nuestra existencia de modo tan sutil y perverso que ni siquiera somos capaces de medir su potencia.

En el transcurso de las muchas décadas vividas hasta hoy, jamás imaginé que el miedo se instalaría con tanta facilidad en todas las comunidades humanas al mismo tiempo; y tampoco imaginé que fuéramos incapaces de sopesar el peligro implícito en un experimento sanitario como el que nos tiene condicionada la conducta. Observo el entorno y me sorprende nuestra capacidad de adaptación a las situaciones más extremas, hasta el punto de ni siquiera cuestionar la pertinencia de las normas bajo las cuales transcurre nuestro día a día.

Esto me obliga a dar una mirada alrededor para calcular el alcance del cambio. Sin embargo, resulta imposible cuantificar el impacto del nuevo escenario en los sectores de la niñez y la juventud, quienes de golpe y porrazo se han visto confinados, limitados en sus movimientos, enclaustrados en hogares muy pocas veces aptos para un encierro prolongado y, peor aún, privados del juego, la diversión y el aire libre. Las consecuencias de largo plazo son un enigma, pero sin duda serán una realidad capaz de afectar de manera profunda a las nuevas generaciones. 

Hoy observamos a los leones en el ruedo con la emoción del riesgo, creyendo a medias en la capacidad del domador para evitar que nos devoren, pero sin la seguridad de que ese domador sepa bien cómo hacerlo. Lo mismo sucede con el círculo cerrado de la ciencia: allí están las opiniones expertas sobre las variantes del virus, las discusiones a favor y en contra de las vacunas, las dudas razonables respecto de nuestra capacidad para incidir en todo ello y, por encima de todo, el temor a perder el control sobre nuestro derecho a elegir cuáles decisiones tomar.

Por sobre esa incertidumbre se han instalado, por conveniencia política, las estrategias de los círculos de poder; estrategias sobre las cuales no solo no se nos informa, sino simplemente se aplican con el propósito de controlar nuestros derechos y libertades poniéndoles un cepo aparentemente adecuado a la situación. De ahí que el entorno mediático -el cual siempre ha respondido a intereses hegemónicos- haga énfasis en la necesidad de la sumisión colectiva y la aceptación ciega de normas restrictivas, muchas veces rayanas en el abuso de autoridad. Pero siempre a favor de las élites en el poder.

No es de sorprender, por lo tanto, el incremento de la violencia contra niños, niñas, jóvenes y mujeres cuyo estatus es precario. También contra periodistas y líderes comunitarios. Esto, porque esos importantes sectores de la sociedad, a pesar de sus batallas, continúan sufriendo los ataques de un sistema represivo y deshumanizante. Por eso, desde las tribunas observamos con tanto temor a los leones en el ruedo. Porque el espacio conquistado gracias al despertar de sectores sociales comprometidos con el cambio ha disminuido por culpa de esa fiera invisible y oportunista cuyo ataque ha trastornado las reglas del juego y nos tiene atrapados contra las cuerdas.

La transformación de nuestro entorno ha sido tan progresiva y sutil como para habernos habituado, casi sin sentirlo. Esa adaptación es una de las características de nuestra especie y nos ha favorecido a lo largo de los tiempos; sin embargo, ante este escenario de incertidumbre y temor hemos entregado las armas y nos hemos sometido a las decisiones de otros, con muy escaso poder de participación y menos capacidad aún para calcular sus alcances, en toda su magnitud. El tiempo nos lo dirá.

La incertidumbre se ha convertido en otro ingrediente normal de nuestro día.

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Batallas internas

Mucho se discute sobre temas políticos, pero falta una visión más humana.

Uno de los sentimientos más dolorosos y dañinos es la impotencia ante la injusticia. Lo hemos vivido desde la más temprana infancia, cada vez que recibimos un castigo por una acción que nunca cometimos. A veces, lo que parece un simple detalle destinado a ser olvidado entre tantas otras experiencias, queda grabado como un dolor latente y un peligroso germen de rencor, sentimientos capaces de contaminar las relaciones interpersonales, pero también nuestra visión de la autoridad y de la sociedad a la cual pertenecemos. 

A medida que vamos creciendo y acumulando conocimientos, de manera instintiva creamos un pequeño universo personal desde el cual definimos nuestro modo de comunicarnos con los demás. Este núcleo íntimo, desde el cual se consolida una amplia gama de formas de relacionarnos con el mundo que nos rodea, ya ha sido marcado por las experiencias vividas desde que nos arrojaron al mundo. La importancia de la primera infancia, por lo tanto, no solo es decisiva en el desarrollo de la personalidad y la autoestima; también deja su impronta en nuestro presente y nuestro futuro, de manera indeleble.

Desde esta perspectiva, resulta mucho más real y humana la visión de lo que sucede con nuestros pueblos y, con especial énfasis, en todo aquello que determina la conducta y actitud de las nuevas generaciones, nacidas en un contexto de egoísmo, injusticia, hambre y carencias vitales. Generaciones perdidas -como se las define sin mayor empatía- sobre cuya situación somos, si no culpables directos, sí cómplices por nuestra forma de aceptar su condición de marginados y evitar involucrarnos en la exigencia de un cambio radical en las políticas vigentes.

Los sistemas de gobernanza, fundados desde siempre sobre la búsqueda del poder absoluto y la preeminencia de la riqueza material por sobre el bienestar de los pueblos, nos han transformado en recursos materiales de distinto valor y, de este modo, se nos define por categorías en escalas descendentes. Este orden social condiciona nuestra visión del mundo pero, más grave aún, nuestra visión sobre los demás y profundiza no solo el divorcio entre estratos sociales, también nuestra incapacidad de empatizar con quienes han sido relegados a la base menos beneficiada de nuestras comunidades humanas.

Aquello capaz de dividirnos en categorías -una valiosa herramienta para el neoliberalismo- no es más que un recurso anti democrático para consolidar la fuerza política y económica de quienes detentan el poder. Este mecanismo destructor de nuestro tejido social, sin embargo, es avalado sin reservas por una gran mayoría de habitantes de nuestro continente. Esto, porque también los sistemas de información -en cuenta, los medios de comunicación masiva en manos de las élites- enfatizan en las dudosas bondades de un sistema que nos arrasa. Nunca más acertado el lema “divide e impera” utilizado por Julio César, el emperador romano, como base de su política para hacer de su reinado una fortaleza indestructible.

Quienes poseen una visión completa y profunda de este gran conflicto que nos plantea el mundo en el cual intentamos vivir, están sumidos en una batalla interna entre la urgencia de una verdadera revolución -capaz de transformar la estructura de poder desde sus bases- y el temor a la violencia que esta podría provocar desde los ámbitos de privilegio, los cuales se encuentran sólidamente asentados en el sistema actual. En medio de esta dicotomía quedan esas nuevas generaciones privadas de recursos materiales e intelectuales, criadas en un entorno de violencia doméstica y social y, por tanto, sometidas a las decisiones de quienes se benefician de sus carencias. 

Transformar este escenario de injusticias es una tarea urgente que plantea enormes desafíos. Entre ellos, la necesidad de proporcionar a los mas jóvenes algún atisbo de esperanza sobre su futuro, una tarea vital para enderezar el rumbo de nuestras jóvenes democracias, aunque se oponga a ello nuestra atávica indiferencia: un serio problema a resolver.

El futuro reside en una juventud privada de conocimientos y de autoestima.

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#No nos callarán

Ningún sistema democrático se sostiene sin una real libertad de expresión.

Pocas acciones despiertan mayor temor en los círculos políticos y económicos como el ejercicio de un periodismo crítico, independiente, ético y sin compromiso alguno con esos sectores. De ahí que las reacciones viscerales de ciertos gobiernos hundidos en la corrupción, hayan escalado hasta transformar el desempeño periodístico en un severo riesgo de persecución, acoso y, en muchos casos, la muerte de quienes se hayan atrevido a traspasar la línea de lo tolerado por las mafias en el poder.

Existe una sutil diferencia entre la libertad de expresión y la libertad de prensa. Ello, debido a que la primera se refiere a un derecho individual reconocido en todo el mundo por medio de tratados y convenciones; y la segunda -es decir, la libertad de prensa- incluye en su concepto el derecho soberano de los pueblos a ser informados con veracidad y amplitud sobre todo acto, decisión y compromiso de quienes poseen el timón de la vida institucional y jurídica de sus naciones y sobre los acontecimientos de interés social y cultural.

Por lo tanto, los ataques perpetrados por los sectores más poderosos en nuestros países contra esas libertades, ya consagradas en sus respectivos textos constitucionales, es una violación y un delito cometido en contra de la base misma del sistema democrático que han jurado respetar. Durante las recientes décadas se ha observado, asimismo, cómo la mayoría de medios masivos de comunicación -en su calidad de empresas y totalmente ajenos a su espíritu periodístico- se han plegado a los planes de los sectores más poderosos y actúan como un ente político y un reproductor de consignas y falsedades hacia los más amplios sectores de la sociedad.

De esta cuenta, el periodismo independiente y digno se ha ido recluyendo en plataformas cada vez mas reducidas y ello gracias a fuentes de financiamiento débiles y precarias. El resultado de esta estrategia para silenciar a la prensa ética es uno de los grandes logros de los gobiernos y sectores empresariales aliados en un pacto de corrupción y silencio. 

Sin embargo, la reacción de quienes intentan salvaguardar la integridad del ejercicio periodístico, aun cuando choca contra enormes intereses corporativos y opacos pactos políticos, demuestra una vez más que no será fácil callar a la prensa, porque de ella depende no solo la frágil democracia, sino también la seguridad ciudadana frente a los actos intimidatorios de los cuerpos armados del Estado y los actos delictivos de sus autoridades.

Un estudio de la Unesco reveló la gran preocupación de esa agencia por el riesgo implícito en el ejercicio de la profesión, refiriéndose específicamente a América Latina como la región en donde se producen más asesinatos de periodistas. Así también lo manifestó el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres, al expresar: “Cuando se ataca a un periodista, toda la sociedad paga el precio. Si no protegemos a los periodistas, nuestra capacidad para mantenernos informados y adoptar decisiones fundamentadas se ve gravemente obstaculizada.  Cuando los periodistas no pueden hacer su trabajo en condiciones de seguridad, perdemos una importante defensa contra la pandemia de información errónea y desinformación que se ha extendido por Internet”. A ello se debe añadir que la impunidad en los asesinatos de periodistas es de 9 de cada 10 casos y la persecución suele ampliarse hacia su círculo familiar.

Estas declaraciones del Secretario General no impiden el ataque concertado entre sectores de poder sobre quienes han decidido mantenerse firmes en su afán de investigar, difundir y arrojar luz sobre los actos de interés público, los mismos que entes poderosos insisten en mantener en las sombras. Por ello, son los ciudadanos, en su calidad de víctimas de este ataque contra su libertad de acceso a la información, quienes deben mantenerse alerta y exigir el cese del hostigamiento contra los profesionales que arriesgan su seguridad y su vida por mantenerlos debidamente informados.

Lo más peligroso para la estabilidad democrática es el silencio de la prensa.

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Guatemala: El Estor en extinción

El país enfrenta una batalla similar a las de otras naciones africanas.

Cuando las potencias ponen sus ojos, sus capitales y su influencia en las riquezas de naciones más débiles y dependientes, es el momento cuando estas naciones dejan de serlo para transformarse en colonias proveedoras y engrosar el patrimonio de otros. Ese colonialismo crudo y sin disimulos, al cual nuestros pueblos resisten desde sus débiles posiciones, arrasa con todo; incluso, con el concepto mismo de soberanía. Los ejemplos de la explotación de increíbles tesoros naturales en el gran continente africano -con la consecuente destrucción de sus sistemas políticos- deberían abrir los ojos de sociedades mejor provistas de recursos.

Pero eso no sucede. El sistema político-económico al cual se ha condenado a nuestro continente y cuya cauda ha sido la eliminación de líderes, la imposición de dictaduras de extrema derecha (obvias o disimuladas) y la miseria para las grandes mayorías, ha sido perfeccionado a tal extremo que sus consecuencias pasan inadvertidas tras los manidos argumentos de la “inversión extranjera” como la gran panacea para alcanzar el desarrollo. Esta falacia se repite en todos los discursos, cubriendo la extensión completa del abanico político. 

El escenario de El Estor, en Guatemala, es uno de los ejemplos más representativos de este escenario de explotación cruda y sin paliativos. Se militariza la zona de explotación minera, se establece un estado de sitio, se criminaliza toda acción comunitaria, se reprime a la prensa y se dedica el apoyo incondicional de la fuerza pública a la tarea de “limpiar el terreno” para evitarle inconvenientes a las compañías suiza y rusa que se han adueñado de él, con la plena colaboración de los 3 poderes del Estado. 

Las imágenes de la explotación y saqueo de las “tierras raras” de El Estor son pavorosas. Pero esto no es nuevo ni desconocido en otras regiones de ese país, caracterizado por sus increíbles paisajes y sus enormes recursos naturales. Guatemala ha sido secuestrada por su cúpula empresarial con la complicidad de una casta política tan podrida como aquellas que condenaron al África a ser ejemplo de miseria, muerte y aniquilación de su patrimonio. La búsqueda de minerales valiosos representa una condena a muerte para uno de los países más bellos del continente. Pero eso no es todo: esa colonización, por parte de las grandes corporaciones, no deja nada para los dueños de la riqueza; solo deja la prostitución de sus entes políticos y a una sociedad enmudecida, temerosa y sometida a la violencia cotidiana.

En las redes sociales se ha podido observar a la Policía Nacional Civil -una fuerza represiva que no aporta seguridad a la ciudadanía, por ser otro de los entes más corruptos- trotando como perros amaestrados a la par de las enormes góndolas de la compañía minera, mientras en el resto del país las pandillas y las organizaciones criminales operan a su antojo. El desempeño de las autoridades, empezando por el más débil, inmoral y corrupto de los presidentes de la región, está centrado en el saqueo de lo poco que va quedando en Guatemala, después de una larga cadena de administraciones caracterizadas por su comportamiento delictivo. 

Los pobladores de El Estor -que, por cierto, es uno de los más bellos parajes de esa nación centroamericana- viven en un ambiente de represión y temor por el solo hecho de oponerse a la destrucción de su entorno, al robo descarado de sus recursos y a la represión injusta impuesta por el gobierno. Amparada por una sentencia de la Corte de Constitucionalidad, la cual en 2020 ha declarado suspendidas las operaciones de la minera, la comunidad de El Estor exige, en su pleno derecho, el retiro de la compañía minera y el cese de los operativos represivos impuestos por el gobierno de manera inconstitucional. Es importante señalar que el operativo de esas compañías descansa, al parecer, sobre un convenio ilegal e ilegítimo, cuyo único propósito es engrosar los bienes mal habidos del mandatario y su pandilla.

Lo único que dejarán las operaciones mineras es destrucción, más miseria y menos agua.

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