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Los ladrones al poder

Los prolegómenos de la justa electoral en Guatemala rebasan todo límite.

Si durante la campaña electoral que ha comenzado -incluso desde antes de dar el toque de salida- el pueblo tuviera una bola de cristal capaz de mostrar el futuro, probablemente exigiría que los comicios se declararan desiertos, como se hace con los concursos en los cuales ninguno de los competidores tiene nada bueno que ofrecer. Es lo mínimo que puede esperarse de una ciudadanía harta de los abusos pero que no logra hacerse escuchar, ya sea porque su voz es inaudible o porque, simplemente, ni siquiera se ha manifestado explícitamente sobre la amenaza que se cierne sobre su destino.

Ya no es vergonzoso. Es aberrante la manera como algunos funcionarios, mientras saquean al país, se dan maña para construir todo un entarimado -supuestamente legal- con el propósito de impedir la inscripción de candidatos idóneos para los cargos de elección popular. ¿El motivo detrás de esas maniobras escandalosas? Muy simple: es porque esas opciones constituyen una amenaza contra sus intentos de mantenerse libres de una más que merecida acción de la justicia por los delitos cometidos a la sombra del poder.

Quienes han jurado defender la Constitución y las leyes, justifican sus actos de corrupción bajo el argumento de ser víctimas de persecución política, aun cuando es más que evidente cómo, durante las sucesivas etapas de mandatos presidenciales y parlamentarios, han logrado acabar con la poca credibilidad de las instituciones, apañar los delitos de sus cómplices en otras instancias y, lo que es aún más grave, han usado todos los mecanismos a su alcance para perpetuar su dominio sobre los recursos del Estado. 

Las amenazas y atentados contra la libertad de prensa, por lo tanto, no son una mera casualidad, han surgido como respuesta a investigaciones y denuncias sobre los delitos cometidos por funcionarios públicos durante su gestión, así como las maniobras perpetradas a la sombra -dado que ni siquiera se cumple con el libre acceso a la información pública- con las cuales se pretende ocultar delitos cuyos castigos -de existir justicia- llevarían al Presidente, su gabinete y sus cómplices en las Cortes, directo a la cárcel.

Mientras el gobierno de Guatemala se blinda contra cualquier intento de retornar hacia un régimen democrático, como demuestra el esfuerzo de partidos de oposición para llevar a las elecciones a candidatos con un perfil acorde con las necesidades de cambio, el mandatario y sus huestes protegen a lo más granado de la podredumbre política: candidatos aliados con las organizaciones criminales (narcos, traficantes de personas, saqueadores del Estado y otras joyas de catálogo). Eso, porque ha sido tal el abuso de poder de las dos últimas administraciones, que solo transando con ese tipo de candidatos mantendrán la impunidad sobre sus actos.

Por eso y mucho más, su arma se ha centrado en el encarcelamiento o el exilio forzoso de quienes -desde la prensa o desde el sistema de justicia- representan voz de alerta, denuncias basadas en hechos comprobables o acciones decididas contra quienes han hecho de los actos de corrupción un remedo de gobierno. Guatemala merece una limpieza a fondo de las lacras que la conducen al desastre total. Los listados de candidatos a cargos de elección popular demuestran que el país ha alcanzado ya la más profunda degradación política. 

Guatemala se debate impotente ante la realidad de un sistema colapsado.

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Ni olvido, ni perdón…

El 8 de marzo de 2017 se perpetró uno de los crímenes de Estado más crueles contra un grupo de niñas privadas de derechos.

Para mí, el 8 de marzo no es un día de saludos y parabienes. Es un día para conmemorar una de las tragedias más crueles e impactantes ocurridas en nuestro continente: la condena a muerte de 56 niñas en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción, en Guatemala, perpetrada por el Estado guatemalteco bajo la presidencia de Jimmy Morales, quien dio directamente la orden de mantenerlas encerradas y de ese modo las condenó a una muerte atroz, quemadas vivas.

Ese día, el Congreso permaneció en silencio. También la Corte Suprema de Justicia, la Policía y el Ministerio Público. Todos cómplices de un acto incalificable. Las pantallas de televisión lo mostraron todo en detalle pero, hasta la fecha, los culpables han escapado a la acción de la justicia, comenzando por el ex mandatario.

Durante los días subsiguientes, los comentarios se dividían entre quienes experimentaban el horror por la tragedia y quienes, haciendo eco de los prejuicios atávicos de una sociedad dividida, culparon a las víctimas por su propio holocausto.

Esas niñas, como había denunciado la periodista Mariela Castañón en detallados reportajes en el diario La Hora, eran víctimas de abusos en una institución administrada por la Secretaría de Bienestar Social de la Presidencia de Guatemala, cuya misión es proteger a niños y adolescentes de una situación de maltrato y abandono.

En denuncias posteriores, se comprobó que las niñas eran violadas y sufrían castigos extremos, además de privación de alimentos y atención en salud y educación. También se denunció que ese centro se había transformado en un sitio de tráfico sexual, en donde las internas eran sometidas a la prostitución y el silencio.

Esto sucedió un 8 de marzo y no podemos olvidarlo. Ese día 41 niñas murieron calcinadas y apenas 15 sobrevivieron, si acaso se puede llamar supervivencia a la condena de vivir cubierta de quemaduras y con graves consecuencias físicas y psicológicas y quienes, como colofón al abuso sufrido, han recibido amenazas para impedir que hablen sobre los verdaderos hechos que las llevaron a protestar.

El 8 de marzo no es un día de felicitaciones ni mensajes edulcorados. Es una fecha para recordar cuánto camino falta para alcanzar la igualdad de derechos, para detener el abuso contra mujeres, adolescentes y niñas en un marco de sociedades patriarcales indiferentes a su situación de inequidad. El 8 de marzo es un día para avergonzarnos por nuestra sumisión ante un sistema patriarcal, retrógrado y perverso.

Es hora de asumir nuestra responsabilidad en este escenario de injusticia y luchar contra la falta de sensibilidad humana de quienes, desde el poder, permiten tragedias como esta.

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La huella de los cobardes

El acto más revolucionario que una persona puede realizar, es decir la verdad.

Ciegos de rabia e impotencia, el presidente de Guatemala y sus huestes instaladas en las instancias de poder, han abandonado el disimulo para lanzarse en picada -y con todo el arsenal jurídico en sus manos- contra la prensa de ese país. Ya no hay resquicios en donde esconder el miedo que les domina cada vez que aparece en los medios una denuncia por sus descarados actos de corrupción y abuso. Amparados por una cúpula empresarial incapaz de medir el alcance de sus delitos, persiguen y acosan a miembros de la prensa tal y como persiguen a jueces, magistrados y fiscales dignos y valientes, quienes a pesar de la intimidación y las amenazas han sido capaces de investigar a fondo sus delitos.

La instalación de una dictadura en Guatemala no es una teoría de conspiración. Es un hecho consumado. El mandatario, sus aliados en el Congreso, sus acólitos en el Ministerio Público y sus cómplices en las Cortes y en el Tribunal Supremo Electoral, han puesto un sello a las libertades ciudadanas y a los derechos civiles de una población paralizada e incapaz de reaccionar. En medio de ese panorama, no son muchos los valientes cuya lucidez les impulsa a actuar de frente y, entre ellos, mujeres y hombres dedicados a divulgar la verdad de los hechos por medio de sus diferentes plataformas de comunicación. 

En su intento por emular la furia dictatorial de su colega nicaragüense, el presidente guatemalteco se ha paseado por encima del texto constitucional, transformando al Estado en una cueva de ladrones en donde corre el dinero a manos llenas para asegurar el fortalecimiento de un pacto de corruptos que tiene al país yendo directo a convertirse en el ejemplo vivo de la quiebra moral de una nación. La manipulación de las leyes, la amenaza a quienes intentan decir la verdad y el soborno descarado de los congresistas y jueces no hablan de poder, sino de una cobardía tal como para llevarlos a lanzarse en picada -y sin medir las consecuencias- contra todo aquel valiente que les presente oposición. 

Toda la podredumbre de la administración pública -con su rastrera sumisión ante el crimen organizado que les acaricia los bolsillos con sus inmensas fortunas- tiene su réplica en las calles y los caminos de ese castigado país, en donde los matones se abren paso a balazos contra una población condenada al silencio. Los niveles de impunidad ante la criminalidad desatada a lo largo y ancho de Guatemala, responden a una especie de pacto cuya meta es colocar en la primera magistratura a quien se pliegue a continuar con la línea trazada y quien evite, por supuesto, cualquier intento de llevar a los culpables ante una justicia capaz de actuar con transparencia.

La persecución contra la prensa -incluido en ella el trabajo de opinión editorial realizado por columnistas de distintos sectores e ideologías- demuestra la debilidad de estas estructuras criminales ancladas en las instancias públicas, pero sobre todo el desprecio por el derecho de la población de ser informada -en detalle y con veracidad- sobre los actos de sus gobernantes. La violación de este derecho está claramente tipificada en las leyes y en la Constitución Política de la República, en cuyas páginas se garantiza aquello que hoy pisotean: la libertad de prensa. 

Restar derechos constitucionales es un tiro en el pie. Tarde o temprano, pagarán por ello.

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“El dictador mas cool del mundo mundial”

Una campaña “Goebbeliana” de enorme difusión y gran impacto, seduce a las masas.

Somos observadores de uno de los fenómenos propagandísticos mas impactantes de los últimos tiempos: el deslumbramiento colectivo ante una campaña propagandística hábil, cuyo propósito es convertir a un dictador emergente en uno de los líderes mas populares de la década; todo un ejemplo a seguir para los torpes gobernantes de nuestro hemisferio. Alabado por su embestida contra las maras en El Salvador, Bukele ha traspasado los límites de la legalidad para transformar a su personaje -el político milenial, joven y que no teme a nada- en un campeón mundial contra la delincuencia.

Algo que no han considerado quienes lo siguen y lo admiran, alucinados por su carisma, es el peligro de caer nuevamente bajo el influjo de la propaganda y cerrar los ojos ante las violaciones de derechos humanos y cooptación de la justicia cometidos durante su gobierno; olvidar el indispensable ejercicio de reflexión, para pasar por alto el significado de este estilo de dictadura renacido de los manuales de Joseph Goebbels -el responsable de la propaganda nazi que llevó a Hitler al poder absoluto- y escoger a gobernantes represivos y corruptos en su afán por reproducir el sistema.

De acuerdo con una acusación de la Fiscalía de Estados Unidos presentada ante una Corte Federal del Estado de Nueva York, Bukele habría negociado entre 2019 y 2021 con los líderes de la MS-13, una maniobra que involucraría a dos altos funcionarios del gobierno salvadoreño y en cuyos acuerdos se habría concedido beneficios a la organización criminal a cambio de una reducción de homicidios y de favorecer -dentro de su área de influencia- la elección del actual Presidente. 

En esta supuesta guerra contra las pandillas, de la cual los detalles se mantienen en estricto secreto y en cuyos entretelones parecen existir acuerdos bajo la mesa, se han utilizado profusamente las imágenes de los internos cubiertos de tatuajes, formando una imagen perfecta de rendición en los patios carcelarios. Estas imágenes han reforzado la idea de un gobierno eficaz, capaz de manejar la política interna de seguridad con mano de hierro mientras en el resto de América Latina y otros países del mundo, los espectadores de tales hazañas aplauden con entusiasmo.

Al “dictador más cool del mundo mundial” como se autodefine Bukele, no le ha temblado la mano para transformar, mediante la imposición de medidas legislativas que le benefician, el sistema de pesos y contrapesos institucional con lo cual se asegura la posibilidad de la reelección -que antes de su administración era prohibida- y el debilitamiento de cualquier frente de oposición a sus intentos por establecer una dictadura con miras a perpetuarse. Las esperanzas de sus admiradores fuera de las fronteras salvadoreñas, que han caído bajo el influjo de una de las campañas de imagen política más efectivas en términos de popularidad -con su ingrediente de ceguera colectiva- es reproducir el ejemplo para sus respectivos países, abrumados por la delincuencia y la corrupción. 

Lo que presenciamos hoy es un regreso -muchos más sofisticado- a las prácticas de los años 70 y 80, los tiempos más oscuros de América Latina con su secuela de asesinatos de líderes populares y de ciudadanos enfrentados en situación de inferioridad a las huestes de los dictadores de turno. Las dictaduras solo han dejado un saldo de muerte y retrocesos institucionales que todavía constituyen el mayor obstáculo para el desarrollo de nuestras naciones.

La seducción del culto a la personalidad no debe obviar el necesario ejercicio del análisis.

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La frontera de las ambigüedades

El delito de acoso sexual es una de las agresiones mas solapadas y perversas.

En estos días, se debate en España la modificación de la Ley de Garantía Integral de Libertad Sexual, conocida como la ley de “solo sí es sí”, considerada uno de los instrumentos legales más avanzados en la materia. Esta ley surgió como consecuencia del caso de “la manada”, cuando 5 hombres violaron a una joven de 18 años en un portal durante las fiestas de San Sebastián en Pamplona. La modificación de la ley de acoso, impulsada por el gobierno español, implica establecer el consentimiento pleno antes de cualquier encuentro sexual. Esto significa que la agresión no está necesariamente rodeada de violencia, ya que la víctima puede encontrarse en un estado de pánico, intimidación o inhibida de defenderse por cualquier otra causa.

Sin embargo, la nueva ley ha abierto una salida para que algunos agresores se beneficien con una reducción de penas, cuyas condenas mayores la nueva legislación reduce a un máximo de 4 años de prisión. Este escenario ha puesto nuevamente en la balanza un tema sensible y es la situación de riesgo inherente a la condición femenina, por ello para tipificar el delito de acoso sexual primero hay que analizar el fondo de los estereotipos que marcan la conducta de hombres y mujeres dentro de una sociedad patriarcal. Las leyes, aunque constituyen un importante avance en el establecimiento de normas de respeto entre individuos, no van al fondo del problema.

El acoso sexual es consecuencia directa de patrones culturales consolidados a través de los siglos, incluso impresos en códigos y leyes sexualmente discriminatorias en un marco de relaciones patriarcales, predominante en casi todas las naciones del mundo. Para combatir esta deformación institucional, aceptada hasta ahora como un elemento inherente a las relaciones entre los sexos, es indispensable comprender que no existen mecanismos transparentes ni herramientas que garanticen una aplicación justa de la ley.

Por lo tanto, para la gente común, es una extraña medida coercitiva que limita los derechos de las personas, exageración legalista que pretende imponer normas de conducta que sólo competen a los involucrados dentro del ámbito de su vida privada. Es decir, una medida considerada por efecto de estereotipos y tradiciones machistas, absurda y represiva. Esto, porque de acuerdo con las costumbres ancestrales, es permitido invadir el terreno íntimo de una persona que está en calidad subordinada, ya sea por razón de su sexo o de su posición en la estructura social.

El hostigamiento sexual, por razones de carácter cultural se refiere primordialmente a la mujer, porque ella ha sido la gran perdedora en la batalla de los sexos. De ahí proviene la fijación de los roles masculino y femenino como el dominante y el dominado, el fuerte y el débil, el activo y el pasivo. Y entonces, la sociedad acepta estas reglas del juego que le indica claramente su lugar en el orden social.

Para hacer de una ley contra el acoso sexual un elemento eficiente, se debe atacar a fondo el origen de las ambigüedades conceptuales, porque pocas violaciones a esta ley se dan ante testigos. Ello se presta a confusiones que pueden resultar aún más humillantes para las víctimas y las coloca frente a su victimario -palabra contra palabra-  en un duelo degradante que no propicia un desenlace justo ni garantiza un avance de la sociedad contra el prejuicio y la ignorancia.

El papel de los sexos en el contexto de sociedades patriarcales, está definido por los hombres.

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Seis loritos y una Tierra redonda

El esfuerzo por revertir el desastre ambiental debe ser prioridad universal.

Los incendios devastadores que acabaron con grandes extensiones de bosques en el sur de Chile han elevado voces y lamentos; la extensión de la tragedia ha tenido el poder de despertar conciencias adormiladas, pero nada pudo evitar la inmensa pérdida de vida en ese hermoso territorio. Los incendios forestales han arrasado con los bosques naturales en muchos puntos del planeta durante siglos. Algunos, como una reacción natural de reciclaje de la flora local, pero otros provocados por la explotación irracional de los recursos naturales y la falta de una política definida de defensa de estos recursos, la cual debe ser implementada con seriedad por todos los gobiernos. 

Es que también hay otras prioridades, dicen: El hambre y la guerra; las enfermedades y las migraciones; y, entre tanta miseria, el involucramiento en la defensa del medio ambiente aparece, a simple vista, como un asunto secundario; como algo que puede esperar; como una actividad para personas que no tienen algo mejor en qué ocupar su vida.

Sin embargo, la tierra es redonda -o, por lo menos, así parece vista desde la luna- y todo lo que en ella sucede está íntimamente ligado. La relación del ser humano con su entorno natural fue, en las culturas antiguas, fuente permanente de sabiduría, un inacabable tratado de medicina, una rica veta de conocimientos que ayudaron a las comunidades a crecer y desarrollarse en paz y armonía. Las crisis que vivimos en la actualidad son una ruptura de esa armonía con la naturaleza. Se podría afirmar que el ser humano ha desafiado, con su inveterada arrogancia, las leyes del universo y ha roto la fuente de su propio sustento.

El tema de la degradación ambiental en que estamos sumergiéndonos  a una velocidad creciente, no es un asunto secundario entre los temas de mayor impacto dentro de la política internacional. Todo lo contrario, representa un llamado de atención sobre el peligro de acabar con los pocos recursos de supervivencia con que cuenta la humanidad, la cual aumenta incesantemente en número, pero cuya calidad de vida decrece en una proporción desmedida. 

Recuerdo cuando hace ya muchos años, pasó frente a mi casa un niño ofreciendo loros. Me acerqué a ver qué traía en el saco de yute, cuyo movimiento delataba que algo, desde su interior, trataba de escapar. Cuando lo abrió pude ver seis pichones arrancados de su nido, que ya tenían emergiendo de entre las pelusas grises de su primera cobertura, unas hermosas plumas multicolores. El dolor que sentí ante la realidad de la depredación, no fue menor que la impotencia al constatar la ausencia de conciencia. Aunque le expliqué al niño -lo mejor que pude- que ese comercio estaba prohibido y por qué era así, su expresión terminó de convencerme de que todo esfuerzo sería en vano ante la rotunda lógica de su despedida: ¨si no los agarrábamos nosotros, se hubieran muerto porque un señor se había llevado a su mamá¨.

Después de conversar con una amiga sobre el episodio y compartir una larga conversación con respecto a la urgencia de contar con una policía ecológica que impida este comercio infame, pensé que en realidad lo que hace falta es sensibilidad y educación. Las medidas represivas no llegarán muy lejos si las personas están desprovistas de conciencia sobre la importancia de proteger a las especies que hacen posible la vida en nuestro planeta. 

Recordé, también, las expresiones de asombro cuando aparecieron las primeras notas de prensa sobre el hallazgo de supuestos vestigios de vida en Marte, vestigios mucho más primitivos y remotos que un simple loro recién nacido que ya tiene un complejo sistema de comunicación con su entorno, y pensé en lo estúpida que puede llegar a ser la humanidad con su pretendida superioridad tecnológica.

Finalmente, ese loro recién nacido -en realidad, seis de ellos- me hicieron más consciente de la importancia de la vida que todas las sofisticadas exploraciones espaciales juntas. Gracias a su irremisible desgracia, pude ver con claridad meridiana la torpeza de nuestros gobernantes, la apatía con que hemos dejado que se destruya lo nuestro, y la absurda ceguera que nos impide ver cuánta relación hay entre la actitud que mantenemos respecto a la naturaleza y la que tenemos respecto a nuestra condición humana. Pude darme cuenta de que ni siquiera sabemos cuán cerca estamos de quedarnos, nosotros también, sin nido. 

Todo lo que sucede en nuestro planeta, tarde o temprano nos tocará de cerca.

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Un paraíso perdido

El Sur de Chile en llamas es la evidencia de como el sistema neoliberal destruye y arrasa.

Incapaces de detener el latrocinio de los bosques nativos y, muy por el contrario, convertidos en cómplices de su destrucción, los sucesivos gobiernos de Chile han apañado y consentido la invasión de los grandes terratenientes y sus maniobras contra uno de los más prístinos entornos naturales de nuestro continente. En estos primeros días de febrero, mas de 250 focos de incendios -presuntamente provocados- envuelven en llamas enormes extensiones en las regiones de Maule, Ñuble, Bio Bio y la Araucanía, dejando a su paso desolación y muerte.

La pregunta es: ¿A quiénes beneficia tanta destrucción? Para comenzar a entender el origen de la tragedia, es preciso remontarse a los tiempos de la dictadura, cuando el gobierno de Pinochet decidió “incentivar la economía” por medio de un decreto, cuyo objetivo era impulsar la industria papelera destinando enormes extensiones a los cultivos de eucalipto y pino. La iniciativa consistía en bonificar a los terratenientes con el 75 por ciento de los costos de esas plantaciones durante un plazo de 10 años. Así fue como inició la desaparición paulatina de las especies nativas con su fauna asociada, pero también la sequía y la acidificación de los suelos, en donde ya no queda señal de nutrientes y en donde no se puede cultivar nada más.

Sin embargo, es importante señalar que los principales encargados de llevar a cabo el plan del gobierno eran también parte interesada de las empresas beneficiadas. Al vencer el plazo otorgado por la dictadura, los presidentes de la Concertación decidieron extenderlo; entre ellos, Frei, Piñera y Bachelet, esta última quien consideró importante mantenerlo por su “contribución a la lucha contra los gases de invernadero”. Es decir, gobiernos cuyos principios social demócratas fueron ignorados por presiones de los grandes consorcios empresariales.

Lo que queda hoy en ese Sur magnífico poblado de Olivillo, Tepa, Ulmo, Arrayán, Alerce, Coigüe, Raulí, en cuyas ramas habitaban abundantes colonias de aves y mamíferos propios de la región, es un páramo carbonizado; aldeas quemadas hasta los cimientos; personas desaparecidas y otras muertas; la imagen misma de la desolación, evidencia de hasta dónde puede llegar la ceguera de las autoridades y la codicia de sus grupos de poder.

Haciendo gala de su complicidad con el sistema que ampara estos abusos, la prensa chilena se mantiene firme en su postura de silencio y manipulación, con la intención de adjudicar al gobierno actual la culpa sobre la tragedia que viven esas regiones. El poder de las familias más acaudaladas de Chile, aquellas que fundaron sus grandes consorcios sobre las ruinas de una democracia que no les era propicia, ha sido el motor para impedir, entre otros hechos, un cambio en la Constitución de ese país propuesto con el objetivo de retomar los valores de un sistema capaz de trabajar en beneficio de las grandes mayorías.

Chile no solo pierde sus bosques milenarios al enriquecer a un puñado de empresarios incapaces de comprender el alcance de sus actos; también el continente pierde un paraíso de biodiversidad irrecuperable, la incalculable variedad de su fauna y la belleza de su entorno. El sur de Chile, ese paisaje lejano e inspirador, no podrá recuperar su integridad en las próximas centurias, a menos que la depredación se detenga hoy.

Si los gobernantes se someten ante el dinero y la prensa calla, el pueblo debe hablar.

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El enemigo interno

La sociedad conoce bien las consecuencias de no ejercer la ciudadanía; a pesar de ello, cede el control a sus enemigos. 

No es casual el descubrimiento de las redes del crimen metidas hasta el tuétano de las estructuras institucionales del Estado. No es solamente la policía; el cáncer viene desde el Ejército y su control absoluto sobre puertos y fronteras, armamento y aparatos de inteligencia. Tampoco es sólo el Ejército, ahí están agazapados detrás los grandes capitales que le otorgaron su pleno respaldo en la minuciosa obra de limpieza social y política que acabó con el liderazgo político durante la Guerra Fría. 

Por lo tanto, es mucho lo que se debe escarbar en el pasado para encontrar una respuesta coherente que explique la situación de la Guatemala de hoy, con su inconcebible manera de voltear la cara a la realidad de la corrupción; ese modo de justificar la pasividad social con el miedo a las antiguas formas de represión, ese carácter evasivo de las clases sociales para excluirse de toda decisión que trascienda su capacidad de involucramiento. 

El enemigo sigue ahí. Se encuentra en el enrevesado argumento con el cual pretendemos victimizarnos en lugar de actuar. Si somos el objetivo de grupos desestabilizadores o de organizaciones criminales, es porque nos colocamos a tiro y los dejamos actuar sin la menor resistencia. Si la prensa publica un escándalo tras otro, lo comentamos por lo bajo, cerramos a piedra y lodo las puertas para no sentir el impulso de protestar y preferimos concentrar nuestra atención en el que vendrá mañana en las primeras planas.

¿Cuál es la gran diferencia entre un 75 o un 99.75 por ciento de ineficacia del sistema de justicia? ¿Acaso tenemos que conformarnos con algo un poco menos malo o levemente menos vergonzoso? Guatemala tiene los indicadores más inexplicables en América Latina, si se toma en cuenta su prodigiosa capacidad de enriquecer ilimitadamente a quienes gobiernan, una administración tras otra.

Entonces no hay excusa para tener centros de salud carentes de todo, aún de servicio de agua potable. No se explica que los policías compren sus propias municiones con el miserable salario que reciben. No es lógico que niñas y niños en edad escolar sufran la vejación de recibir clases a la intemperie sentados sobre pedazos de block. Menos explicable aún es el despilfarro de funcionarios y diputados, alcaldes y gobernadores, quienes actúan convencidos de su autoridad para hacer de los fondos públicos su alcancía privada.

Si para todo esto existe una solución razonable, es el ejercicio de la ciudadanía. Único  instrumento válido para detener el abuso, exigir el cumplimiento de las leyes, arrojar a los corruptos fuera de los despachos ministeriales y de las curules del parlamento, este hermoso concepto es la clave misma del concepto de Nación.

(Escribí este artículo hace 13 años. Nada ha cambiado desde entonces.)

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Los motivos de la infamia

En el Perú, Dina Boluarte no es más que una marioneta de quienes han usurpado el poder.

Impresionan la crueldad, la estulticia y el cinismo de Dina Boluarte, la mujer que, respaldada por la clase económicamente dominante del Perú, ha abierto la compuerta de la violencia extrema en contra del pueblo peruano. Ya son más de cincuenta los manifestantes asesinados a sangre fría por las fuerzas armadas, cuyos elementos pertenecen a la misma clase marginada y empobrecida que reprimen. Los discursos de Boluarte, cargados de odio y mentiras, representan la debilidad común a las oligarquías latinoamericanas, cuya respuesta a las demandas de justicia y equidad son siempre las balas.

En Perú se repite el esquema del doble rasero impuesto por Estados Unidos a todo nuestro continente: sus discursos por la democracia y la libertad naufragan en cuanto el fiel de la balanza se inclina hacia la elección de gobiernos progresistas, cuyas propuestas se alejen de los intereses del imperio y sus multinacionales. El destino de los países del tercer mundo está condicionado por ese parámetro neoliberal que les impide superarse, porque la superación y la independencia significan una reducción de los privilegios de quienes dominan el planeta. El mejor ejemplo de ello es el circo del Foro Económico Mundial en Davos, en donde se codea lo mas excelso de la aristocracia económica rifándose con mucho estilo el porvenir de los pueblos mientras se reparten, entre ellos, la riqueza ajena.

La guerra declarada en el Perú no escapa a ese esquema. Boluarte, la gran traidora, es solo una pieza del rompecabezas y su patético papel se define por acatar ciegamente los dictados de la cúpula económica de su país. Lo mismo sucede en otras naciones latinoamericanas, en donde el olor a colonialismo satura cualquier iniciativa por imponer un modelo más humano, rescatar el beneficio por la explotación de sus riquezas naturales y respetar la autonomía de sus pueblos originarios. El gran enemigo es, en definitiva, el sistema instalado por obra y gracia de un imperio que también, por su parte, está lleno de fisuras.

Los muertos por la violencia en las calles de las ciudades peruanas constituyen una evidencia de la debilidad del gobierno y del descrédito de sus autoridades. La ciudadanía exige mejores condiciones de vida y eso, tanto en el Perú como en todos nuestros países, es una demanda cuyas consecuencias van desde la represión más extrema hasta la instalación de una dictadura, tal como sucede en estos momentos en el país andino. Los instrumentos para consolidar a esos gobiernos represivos extienden sus tentáculos con una eficacia sorprendente, creando una cúpula de silencio alrededor de las atrocidades cometidas por los dictadores, en este caso por los excesos cometidos por las fuerzas armadas bajo las órdenes de Dina Boluarte. De esa guisa, se instala el silencio cómplice de organismos internacionales supuestamente creados para defender la democracia, la paz y la justicia, elevando los motivos de la infamia como justificación válida para las atrocidades. 

En medio de este escenario de violencia, la prensa calla; apaga sus cámaras, vuelve su atención hacia los temas de una agenda mediática impuesta por los países poderosos y deja sus valores de lado para responder a intereses ajenos a su verdadera misión. Lo que suceda en el país sudamericano se cubre de un filtro neutro para no opacar otras campañas mediáticas de interés geopolítico y económico de los países poderosos. 

Las demandas de los pueblos son una bofetada imperdonable para las clases dominantes.

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Dueños de la vida

Entre los seres vivos existe una frontera moral que delimita los derechos de unos sobre otros.

La idea de que la vida nos pertenece viene de muy atrás, procedente de una ideología primitiva y fanáticamente centrada en el hombre como dueño absoluto de todo cuanto le rodea. Por eso, termina por no ser tan evidente el deformado sentido de propiedad que marca nuestra educación, iniciado desde la infancia con el pollito de la piñata descuartizado porque el niño quería ver cómo funcionaba. Al fin y al cabo, sólo es un pollito descuartizado que se tira a la basura y la única consecuencia es que mamá diga “no mas pollitos de piñata”….

Así, de la misma manera arbitraria e incomprensible, nos pertenece la vida del árbol que estorba la vista desde el balcón y por esa razón cayó bajo el filo del hacha, transformando en leña verde e inservible a ese pujante almendro lleno de retoños. “Es mi jardín y es mi árbol. Y lo corto cuando quiero”. Con los animales sucede otro tanto. Como es la moda tener perritos finos o gatos de exhibición, tengamos uno. No importa lo que hagamos con él, mientras nos pertenezca.

Y entonces, ahí va un ser vivo que pertenece a otros seres vivos que poseen el poder suficiente para hacer de su pequeña vida un infierno o un paraíso. Sin embargo, la vida, ese concepto que ha movilizado las neuronas de filósofos, artistas, científicos y teólogos en todas las épocas, continúa siendo un misterio; un arcano que se nos escabulle y nos deja siempre perplejos ante su milagro.

Quizás de este trastornado sentido de propiedad ha derivado también la costumbre de menospreciar la vida de las criaturas llamadas inferiores por cuestiones de fuerza física, poder económico, posición social o diferencia étnica. Y ahí entran niños, ancianos, mujeres y otras comunidades humanas. ¿De qué protocolo machista deriva el estereotipo de que los seres física o socialmente más débiles son inferiores? Volviendo al pollito de la piñata… ¿cómo podemos aceptar que un ser vivo sea entregado a otro ser vivo para que practique sus juegos de poder y dominación?

No es necesario ir muy lejos para extraer de esta posición de prepotencia muchas de las peores acciones bélicas de todos los tiempos, y prácticamente todos los sistemas de esclavitud que aún predominan en países que pretenden erigirse como modelos de democracia. La vida de los demás no nos pertenece. Si queremos ser depositarios de ella, como en el caso de los animales domésticos, o pretendemos disfrutar de su belleza, como sería el caso del mundo natural, no estaría demás comenzar a pensar en que al poseerlos adquirimos el compromiso de respetar su integridad y proveer los recursos más adecuados de subsistencia.

El caso de la familia es similar. No es “mi familia, y con ella hago lo que se me da la gana”. Es un grupo de seres en situación de convivencia o de vínculo legal, pero quienes no forman parte del patrimonio del mas fuerte, como se estila creer en muchas de nuestras sociedades.

Esta actitud eminentemente masculina y, por lo tanto, patriarcal, es uno de los factores más decisivos en el debilitamiento moral de la comunidad humana. El poder absoluto sobre la vida ajena es la vía más rápida hacia la pérdida de valores y la consolidación de un materialismo que justifica el horror de las guerras de exterminio, justifica las acciones bélicas fundamentadas en el racismo y nos hace creer que los más fuertes cometen los peores crímenes  para protegernos, a los más débiles, de nosotros mismos.

El concepto de propiedad privada tiene límites, no incluye la vida de otros seres.

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Una dosis de realismo mágico

Anclada frente a la incertidumbre, las dudas y el escepticismo, busco la fantasía.

Inmersos en un tráfago del cual no podemos evadirnos y del cual, de algún modo, somos rehenes voluntarios, vivimos bajo una sucesión de información cierta o falsa que nos ha transformado paulatinamente en víctimas de nuestra necesidad de saber. Para quienes hemos participado en la batalla de las ideas y, por un prurito de honestidad, nos vemos enfrentados a la duda, la mentira y las trampas del sistema, abandonar el escenario parece ser la respuesta mas acertada. Las bambalinas resultan cada día más atractivas y, de algún modo, aun cuando sea una manera poco elegante de escapar, llega un momento en el cual consideramos seriamente la retirada.

En mi caso, y pese a que no voy a desistir aún, ya son más de tres largas décadas de vaciar mi mente cada semana en un diálogo con mi conciencia. Esa historia de mi paso por las páginas de los medios ha sido, quizás, lo más estable de mi trayectoria y he disfrutado de esta catarsis cada vez que pongo punto final a una página. Sin embargo, no todo ha sido gratuito: el esfuerzo de componer, en un texto breve, todo un capítulo capaz de expresar mi pensamiento, ha sido un ejercicio cuya mezcla de frustración, dolor y esperanza lleva una impronta de enorme responsabilidad, a la vez de una gran cuota de entrega personal. 

Nunca como hoy nos habíamos enfrentado a un mundo tan desconcertante. Con un entorno global que nos demuestra cada día su capacidad para movernos el piso y dejarnos ante un gran montón de dudas sabemos, porque no hay otra opción, que hemos de reaccionar y encontrar una respuesta, pero sin la menor idea de cómo empezar a buscarla.  Ese es nuestro escenario hoy, coincidiendo con un nuevo dígito en el calendario -pura casualidad, porque estos falsos inicios son tan falsos como los buenos propósitos- y nos vemos en la necesidad de aceptarlo porque son los parámetros de una nueva forma de existencia. 

Los acontecimientos que hoy nos impactan han sido, sin embargo, temas de literatura desde hace siglos. Las guerras por el poder económico, el engaño de los líderes, la manipulación de la verdad y el sacrificio de los más débiles en beneficio de los más poderosos nunca había estado más a la vista como en este nuevo realismo mágico, que nos tiene obnubilados e incapaces de encontrar una salida. Nos han ido quitando -gracias a un sistema neocolonial disfrazado de desarrollo- las pocas herramientas con las cuales contábamos para enfrentar los abusos de poder. Entre ellas, la educación y la salud.  

Quizás por esa razón me he volcado en la lectura de libros -un tesoro que cada día aprecio con mayor gratitud- y me alejo paulatinamente de las fuentes de información, de aquellas en las cuales ya no creo y también de las que me merecen dudas. ¿Escepticismo o evasión? Todo es posible, pero a estas alturas de mi aventura ya no importa caer en esas irresponsabilidades, sino encontrar un rincón de paz en los tesoros de la mente humana, que al decir de Borges, son infinitos. 

Mi consejo, si acaso les sirve de algo, es hallar ese espacio íntimo y aislado para escapar de una realidad que ni comprendemos, ni nos permite ejercer el derecho de cambiarla. Quizás en ese absorber los pensamientos de otros lleguemos a aprehender la inmensidad del daño ocasionado a nuestro pequeño mundo por haber sido incapaces de convivir en armonía. Por habernos creído superiores. Por haber abandonado todos los ideales.

Busca ese espacio íntimo para disfrutar de una lectura que te conecte contigo mismo.

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La ilusión del cambio

Fugaz como todo aquello que carece de raíces profundas, la idea del cambio sólo sobrevive hasta el primer golpe de realidad.

No cabe duda de que la línea ininterrumpida del tiempo -almanaques más, almanaques menos- nos lleva indefectiblemente a pagar por los errores, a perseguir sueños fatuos y a persistir en las acciones erradas.  Y así, comenzamos una agenda de hojas vírgenes cuyas líneas impresas se irán poblando de citas nuevas demasiado parecidas a las de la agenda anterior y uno que otro proyecto previsiblemente similar a ese no realizado durante los 12 meses pasados.

Afuera, en la calle, dejando aparte la basura de los cohetes que alteraron el silencio nocturno, la misma violencia acecha a los ciudadanos confiados, porque el crimen no descansa ni depende de un cambio de dígito que se desvanezca su ominosa y abrumadora presencia.

La lección del día es que la magia no existe ni se dan los milagros de una manera tan básica y pedestre como el hecho de pasar de diciembre de un año a enero del siguiente.  Todo lo contrario, es preciso mantenerse alerta y analizar los errores cometidos:  el entusiasmo infantil por los augurios de un cambio de gobierno, el silencio cobarde ante los abusos de los legisladores, esa especie de adormecimiento cívico inducido por muchas décadas de represión, pero también el egoísmo de quienes tienen algo y no desean arriesgar su precaria estabilidad por aquellos que nada poseen.

El tsunami bélico que ha llenado de ruinas y cadáveres las pantallas de los televisores, aunado a la tragedia de los emigrantes -víctimas de las guerras, del hambre y la violencia es sus territorios- debería haber despertado un poco la conciencia colectiva, al demostrar con su rotunda realidad que frente a las grandes tribulaciones es importante la solidaridad humana. La violencia desatada contra la población civil en naciones cuyo único pecado es la inmensa riqueza de su subsuelo o su estratégica posición geográfica, nos ha dado una idea bastante aproximada de los alcances de la ambición de aquellos países que se han enriquecido como resultado de su poder de agresión.

Todo cuanto nos ha golpeado durante 2022 nos seguirá azotando en el nuevo año: la pérdida de certeza jurídica en nuestros países tercermundistas; el aumento de la pobreza extrema y los abusos de los gobernantes; la indiferencia de la comunidad internacional ante la violencia contra los pueblos indefensos.

Lo importante, entonces, es involucrarse y despejar las brumas de una parranda alegre y trasnochada sin mayor relevancia, cuyo estruendo solo camufló, por algunas horas, la tristeza de quienes perdieron su empleo o de aquellos que no tenían nada que celebrar. El sol sigue su eterno camino arrastrando a un planeta mal administrado, poblado por unos seres incapaces de convivir en paz y empeñados en destruir su entorno. Los esfuerzos aislados por convertir los avances de las ciencias en mayor bienestar para los pueblos, chocan de frente contra el inmenso poder de grupos consolidados de empresas dedicadas a manipular y transformar los descubrimientos en más dinero para sus accionistas. 

Si hubiera cambio al ritmo de los días, que sea para involucrar a la población en lo que sucede con su futuro y el de sus hijos y contribuya a despertarla del letargo acomodaticio en donde ha permanecido mientras sus bienes se esfuman en bancos extranjeros, sin esperanza de retorno.  Que el protocolo del calendario funcione como conjuro para despertarla del sueño en que la ha sumido la corrupción, la amenaza y el miedo a enfrentar la realidad.

El Sol sigue su ruta arrastrando a este planeta maltratado y peor administrado.

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El tiempo suspendido

Diciembre, un salto en el calendario capaz de dejar en suspenso lo importante. 

Cada fin de año se produce la misma dinámica colectiva, de edulcoradas celebraciones navideñas con su fuerte componente de consumismo. Sin embargo, esa necesidad de huir, de suspender la realidad para sumergirse en la fantasía de un espacio-tiempo durante el cual se imponga una tregua, es para muchos un requisito indispensable que les permite continuar enfrentando unos desafíos que los superan. Con la fuerza de las tradiciones mas arraigadas y alimentado por un sistema de consumo masivo capaz de condicionar la economía familiar, diciembre se presenta cada año como un acuerdo social y psicológico cargado de esperanza, pero también como un mecanismo para evadir la fuerza de las circunstancias. 

Durante un mes se tiene la idea de fin de ciclo; en él se instala una sensación de nuevo inicio según nuevos propósitos con la búsqueda de diferentes resultados, pero en realidad solo es la continuidad de un flujo temporal en el cual permanecen los mismos problemas y desafíos, similares carencias y profundas desigualdades. La tregua, sin embargo, suele contener un factor de optimismo capaz de orientar las expectativas hacia la búsqueda de un cambio. En los países latinoamericanos, en donde las raíces de sus tradiciones religiosas se entrelazan con una fuerte herencia colonial de estructuras verticales, racismo y marginación, los anhelos de paz y concordia tan abundantes durante las fiestas solo rascan la superficie de las sociedades.

Mas de la mitad de los pueblos de nuestro continente sobreviven a duras penas entre la pérdida de derechos, el hambre y un sistema económico cuya premisa es el aprovechamiento de las necesidades de las mayorías para enriquecimiento de unos pocos, protegido en sus abusos por gobiernos corruptos pero sobre todo incapaces de gestionar la administración de políticas públicas eficaces y correctas. Los buenos deseos decembrinos quedan obsoletos como aquellas tarjetas navideñas tiradas al basurero en cuanto despunta enero. Los indicadores de desarrollo -o deberíamos decir “de subdesarrollo”- siguen señalando con cruda exactitud la ausencia de Estado en la mayoría de nuestros países, tal y como se le describe en ese texto fantasioso llamado texto constitucional.

Conscientes de las ventajas de aprovechar este tiempo suspendido para desviar la atención de la ciudadanía y ocultar sus maniobras, quienes gobiernan y quienes inciden desde las sombras en la gestión pública amarran tratos, ocultan evidencias y engañan con estrategias de imagen. En la realidad, el deslumbramiento colectivo de las fiestas de fin de año -con su carga emotiva de ofertas de paz y prosperidad- adormece y le pone filtro al color del paisaje sin transformar ni un ápice el verdadero escenario. El golpe de realidad llega sin anestesia en cuanto comienza el año con su carga de deudas, desempleo y el inevitable enfrentamiento con un sistema depredador sólido e inamovible.

La esperanza del cambio hacia un sistema más equilibrado de poderes y oportunidades no se convertirá en realidad de la mano de un simple salto de fecha. Será posible, si acaso, con la firme determinación de actuar para provocarlo, de generar una dinámica social capaz de pasar hacia el nuevo año con la suficiente lucidez y resolución que haga realidad ese cambio, y con la disposición de trabajar duro para lograrlo.

El cambio solo se producirá si existe la suficiente voluntad para provocarlo.

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La cabeza en la arena

Una información tendenciosa y manipulada es una violación de los derechos humanos. 

Cuando una persona decide no enterarse de las cosas que suceden a su alrededor, es como si éstas no existieran. Y las sociedades, a veces, actúan como las personas, por eso el periodismo es una de las profesiones más polémicas en cualquier sociedad: Porque tiene la vocación de descubrir secretos, de divulgar equivocaciones, de enfatizar precisamente en aquellos temas que algunos prefieren rehuir. El periodismo es un recurso poderoso para romper las barreras que limitan la libertad del ser humano, pero como todo instrumento de poder, puede también ser capaz de actuar en contra de esa libertad.

En todas las épocas de la historia han existido los temas prohibidos; así también, los encargados de realizar la función de informar se han visto involucrados en el juego tradicional de intereses encontrados. Para entender lo inevitable del proceso, es necesario remitirse a la estructura básica de la sociedad, que divide a sus integrantes en pequeños grupos de poder y grandes grupos subordinados. 

Un esquema simplista de esta situación nos hace concluir en que para controlar a una comunidad basta con dosificar la información y manipularla a conveniencia de los grupos dirigentes, ya que es precisamente en ella donde reside la clave del máximo poder. Este solo hecho determina que cualquier tema crítico o capaz de provocar tensión social debe ser controlado como parte del juego social y político por constituir un vehículo idóneo para acallar la conciencia de unos y adormecer la rebeldía de los otros.

La evolución de los medios de comunicación, sin embargo, ha hecho que cada día sea más difícil tanto ocultar la información como ignorarla. Pero simultáneamente se ha propiciado la creación de focos de interés alternativos para distraer a la sociedad. Esto ha incidido en el desarrollo acelerado de los recursos tecnológicos apropiados para concentrar el poder en círculos cada vez más pequeños y gracias a este acto de prestidigitación, la sociedad se ha vuelto progresivamente más y más individualista y menos involucrada con los problemas que la afectan. 

De esta forma, mientras el público cree que recibe lo que considera un universo abierto a todas las corrientes de pensamiento y provisto de todos los medios para obtener la información, por otro lado se encuentra sujeto a la manipulación que ejercen sobre ese mismo pensamiento pequeños grupos capaces de controlar los sofisticados mecanismos del manejo de opinión.

Lo más terrorífico de este panorama es la forma en que se va condicionando la importancia de los temas según la conveniencia de algunos sectores; asuntos que revisten la mayor gravedad para el futuro de una sociedad, como el feminicidio, la discriminación por sexo o la falta de conocimiento sobre salud reproductiva que afecta a niñas, adolescentes y mujeres adultas, carecen de un tratamiento serio como resultado de políticas equivocadas de información. La responsabilidad de este silencio no apunta a la debilidad de comunidades temerosas e ignorantes; el peso de la falta, realmente, recae sobre sus líderes. 

Cifras espeluznantes impresas en documentos de circulación oficial pero restringida, delinean un panorama medieval de muerte y desolación. Las consecuencias de la falta de información y la montaña de prejuicios que amenaza la vida de millones de seres humanos hacen de ese silencio un acto tan criminal como aquel que pretende ocultar la realidad de millares de niñas y adolescentes quienes, debido al abandono, se convierten en víctimas propiciatorias de un patriarcado cargado de violencia, prejuicios e ignorancia. 

No se puede ignorar que nuestro actual comportamiento pasivo tendrá un impacto directo sobre una situación que tarde o temprano acabará afectándonos a todos. La solución de la mayor parte de los grandes males de la sociedad está ligada a un proceso educativo que propicie la apertura de canales de comunicación para acabar con la ignorancia y dejar de enterrar la cabeza en la arena para no saber. Es precisamente el universo mediático el responsable de romper la barrera de la intransigencia y el miedo que se han impuesto, cual consigna general, en amplias regiones del mundo; y a partir de ahí, cumplir con el papel informativo/educativo que le corresponde por naturaleza.

Para acabar con el hambre y el subdesarrollo es preciso acabar con la ignorancia.

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Derechos humanos, democracia y otras yerbas…

Nos tomaron por ingenuos y nos vendieron caro el cuento de la democracia. 

Esta semana volvemos a experimentar las fallas de un sistema impuesto por gobiernos poderosos, aliados de corporaciones multinacionales, cuyas cabezas se ocultan en los entresijos de un marco aparentemente legal de aplicación forzosa. Ya lo hemos visto antes, durante la dura historia de golpes de Estado patrocinados por la Casa Blanca y sus servicios de inteligencia, pero seguimos soñando con que esos ataques arteros del pasado son, valga la redundancia, cosa del pasado. 

Las imágenes de Pedro Castillo y de su familia saliendo del palacio de gobierno traen a la memoria las de Jacobo Árbenz, en Guatemala. En ellas, queda plasmado el odio de las castas criollas, cuyo desprecio ancestral hacia cualquier intento de rebeldía política con acento en la búsqueda del cambio, se traduce de inmediato en un plan de emergencia para detener con un golpe certero las posibilidades de una transformación social, económica y política capaz de aproximarse a los anhelos del pueblo.

Digamos que Pedro Castillo tenía los días contados; era evidente. Su formación de maestro no le dio acceso al aprendizaje de los trucos utilizados durante décadas por los políticos de la oligarquía y eso le puso fecha de caducidad. Si a eso se añade la influencia decisiva del Departamento de Estado para revertir -país por país- el giro continental hacia la izquierda, el paquete estaba listo, atado y con dedicatoria. También en Chile ha comenzado a presionar la maquinaria centrando sus tiros en el texto constitucional y, sin duda, maquinando estrategias para incidir en todo el marco político del nuevo gobierno. Bolivia ya pasó por la experiencia y también Venezuela, con sus cuentas  embargadas. Ahora falta que dirijan sus tiros a Brasil. 

Lo más ilustrativo del cinismo con el cual se mueve Estados Unidos en nuestro continente, con la OEA como su lacayo, es su hipócrita discurso por los derechos humanos y la democracia, valores que viola reiteradamente cada vez que le conviene a su política y a sus aliados corporativos. El caso mas ilustrativo de esa doble cara se manifiesta en sus relaciones con Guatemala: un narco Estado cuyos dirigentes han destruido, pieza por pieza, todo el marco institucional arrasando de paso con su sistema de justicia; pero al estar el control en manos de una oligarquía ignorante, obsoleta y de corte colonialista -lo que al sistema neoliberal le viene de perlas- mira para otro lado. 

Nos vendieron la preeminencia de los derechos humanos, la democracia y la autodeterminación como una aspiración legítima, pero en cuanto actuamos por conquistarlos viene el golpe de puño para recordarnos cuál es nuestra verdadera realidad. Vale decir, el engaño descarado y la píldora política gorda que nos hemos tragado en largos períodos de nuestra historia. Lo que no le toleraron a Castillo en Perú, se lo aplaudieron a Zelenski en Ucrania, demostrando que todo depende de qué color es el protagonista. 

No podemos seguir ignorando la sombra funesta del imperio con sus aliados locales, capaces de utilizar el universo mediático para divulgar sus mentiras y convencernos del cuento de la libertad democrática de los pueblos. La realidad nos enseña, a golpes de Estado y bloqueos económicos, cómo los intereses de un puñado de naciones poderosas dependen de nuestro subdesarrollo y nuestra enorme capacidad para caer en las trampas del sistema, una y otra, y otra vez.

La libre determinación de los pueblos no es mas que un deseo insatisfecho.

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La burbuja cultural

Nuevas generaciones desconectadas de su entorno e inmersas en la tendencia global.

Sin llegar a profundizar demasiado en las consecuencias que puede tener la imitación de valores, la adopción de estilos culturales ajenos o la pérdida de contacto con las propias raíces, se podría dibujar un esbozo de lo que sucederá con nuestras sociedades futuras. Inmersas en un consumismo que no les pertenece y guiadas a ciegas por la necesidad de fundirse en la masificación, nuestras generaciones recién estrenadas y crujientes dentro de sus trajes de fibra sintética, comienzan a mostrar la verdadera cara de la globalización cultural.

Indiferentes ante la realidad social que la rodea, una porción peligrosamente alta de la juventud de los países en desarrollo prefiere responder a los estímulos alienantes de aquellas sociedades de la abundancia y la plastificación del yo, que satisfacen los deseos y las inquietudes más básicas de los nuevos trepadores sociales. El “way of life” de los años cincuenta ha renacido, vigoroso y triunfante, pero completamente desprovisto de aquel encanto ingenuo que le dio origen y, obviamente, carente por completo de las razones que lo sustentaron en su momento de gloria. Es decir, transformado en un telón hollywoodense que ofrece a cada sueño una respuesta a la medida.

De esta cuenta, los estratos sociales privilegiados de nuestros países han producido una juventud que vive en un contexto accidental, prestado y ajeno… Un contexto al que se sienten ligados por la naturaleza pero no por la cultura. Y entonces transforman su entorno en una pequeña y modesta réplica de lo que creen es su verdadero hogar, aquel al que no pertenecen ni por naturaleza, ni por cultura, pero el cual continúa siendo, a pesar de todo, su único modelo válido.

Esta pérdida progresiva de sentido de la realidad y la actitud poco caritativa de nuestros jóvenes arribistas y extranjerizantes, ni siquiera está sustentada en la posibilidad cierta de acceder a los círculos de una sociedad ideal. No sólo porque esa sociedad no existe, sino porque tampoco los aceptaría, si así fuera. Esta forma de migración ideológica que se está produciendo en forma un tanto violenta, afecta sensiblemente el perfil cultural de nuestros países, y no deja de ocasionar un impacto negativo en los esfuerzos de algunos sectores por recuperar su identidad nacional.

Es más que evidente la imposibilidad de generarse una identidad cultural sólida y trascendente a partir de la ruptura con las propias raíces. Nada puede ser tan desgastante como luchar contra un enemigo interno que no se identifica con facilidad porque se cuela a través de los medios de comunicación, de la adopción de costumbres extrañas, del desprecio por lo propio y de la exagerada discriminación étnica que resurge como derivación natural del rechazo a lo que constituye la esencia del origen.

La superficialidad de este nuevo marco de valores está claramente definida porque ninguno de sus principios responde a una necesidad real, a un análisis profundo de sus razones ni a una tendencia generalizada de buscar vías accesibles hacia el progreso. Todo lo contrario. Una de sus características más notables es la falta absoluta de consistencia, revelada a través de poses que no cuentan con un respaldo intelectual que permita sugerir una postura filosófica. Sus seguidores más fieles son personas que viven, generalmente, dentro de un círculo de creación y satisfacción inmediata de necesidades que pertenecen a otra realidad, pero el cual les permite mimetizarse en un sueño dorado del que no conocen las reglas.

Esta juventud no alcanza a ver la responsabilidad que le toca en el desarrollo de su propio mundo, porque insisten en situarse en un éter descrito en inglés, rechazando el contacto con todo elemento que le impida evadir la realidad de sus circunstancias. Cae en el sopor de sus falsos ideales, esforzándose por descalificar los rasgos particulares de su entorno. Mientras eso sucede en las alturas de los privilegios económicos, otros jóvenes conscientes luchan por recuperar la identidad perdida e intentan, sin mucho éxito, restaurar los ideales que dieron vida a una cultura rica en tradiciones. La misma que actúa como espejo de la pobreza y de las limitaciones de una población que desconoce las supuestas ventajas de la globalización.

Los pueblos en desarrollo pierden sus raíces culturales por medio de la imitación.

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Ocho mil millones…

La población mundial aumenta al ritmo veloz de las desigualdades. 

Como en un sistema de vasos comunicantes, el incremento de seres humanos sobre la faz de la Tierra no se refleja en prosperidad, sino en capacidades reducidas de supervivencia, en bajas tasas de crecimiento económico de los países no industrializados, mayores riesgos de provocar el colapso de los recursos naturales y unos indicadores de desarrollo en franco retroceso para las naciones del hemisferio Sur. En este escenario, difícil de medir y comprender en toda su dimensión, los habitantes más afectados por este fenómeno resultan ser los más vulnerables.

El hecho de alcanzar esa cifra simbólica obliga a reflexionar sobre la situación tan desigual en la que vive el segmento infantil de las sociedades. Con especial fuerza durante los últimos años por los efectos de la pandemia, niñas, niños y adolescentes se han visto recluidos en espacios limitados, alejados de su entorno social y muchos de ellos sometidos a la violencia doméstica y al rezago escolar; han experimentado los efectos más devastadores para su desarrollo físico y psicológico, en una etapa crucial de su vida. Ante la realidad de un sistema político y económico que los excluye de las oportunidades por su incapacidad para incidir en las decisiones que afectan su presente y su futuro, este segmento social ha quedado relegado en el goce de sus derechos fundamentales de manera indefinida.

En países como los nuestros -el gran continente americano lleno de riquezas- es mas que evidente la pérdida de acceso de la niñez a las oportunidades de educación, alimentación y atención en salud. Los recursos destinados a paliar -entre otras urgencias- la desnutrición crónica en los primeros años de vida, no representan un tema prioritario en naciones gobernadas bajo la regla de la concentración de la riqueza, la captura de los recursos nacionales en manos privadas y la explotación de la fuerza de trabajo bajo las consignas del neoliberalismo más descarnado. Estos factores no solo causan una grave marginación de las políticas públicas y las iniciativas de desarrollo social, sino impactan en el futuro de los países y obstruye sus posibilidades de avanzar.  

El haber alcanzado la cifra de 8 mil millones de seres humanos, cuyas necesidades superan de lejos la posibilidad de satisfacerlas, solo tiende a alimentar las desigualdades y exacerbar los odios, permitiendo la consolidación de movimientos fascistas y retrocediendo a los peores momentos de la Historia, con supuestos planes para reducir la población quitando de en medio a los más necesitados: migrantes; pueblos originarios marginados del desarrollo y desplazados de sus territorios; y, de paso, a quienes no poseen los recursos ni la capacidad para defender sus derechos.

El único recurso posible para establecer un cierto equilibrio entre los sistemas imperantes y las oportunidades de desarrollo con orientación hacia el respeto por los derechos humanos, es una alineación de prioridades con acento en la redistribución justa de la riqueza, la imposición de medidas radicales para reducir el impacto ambiental y un consenso entre los poderes corporativos -cuyo dominio es incluso superior a los poderes de los Estados- con el propósito de contribuir a detener la crisis climática. Todos ellos, objetivos que ya han sido ampliamente discutidos, plasmados en documentos firmados y ratificados, pero jamás cumplidos.

El cambio climático, sumado al aumento demográfico, es una amenaza inminente.

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El efecto placebo

Los fenómenos colectivos tienden a crear la ilusión de una realidad paralela. 

Con el ruido mediático elevado a la máxima potencia para concentrar la atención en el mundial de Qatar, los verdaderos problemas que afligen a la mayor parte de los 8 billones de seres humanos que poblamos -para bien o para mal- este planeta, quedan disimulados tras una fachada de entusiasmo por un espectáculo cuyas sombras oscuras se diluyen en cuanto suena el primer arranque. De cómo ese pequeño emirato, gobernado con mano de hierro por la familia Al Thani, consiguió la sede del campeonato mundial de fútbol, ya se han escrito miles de páginas, en donde están consignados no solo los procedimientos opacos en el proceso, sino también las violaciones de los derechos humanos de miles de migrantes explotados en la construcción de la lujosa infraestructura.

El entusiasmo de los aficionados al fútbol, el cual captura el foco de millones de fanáticos y también atrapa la atención de los medios internacionales, ha dejado entre bastidores un tema crucial relacionado con esa región: las conclusiones del COP28, celebrado en Sharm El Sheij en este mes de noviembre. De acuerdo con Simon Stiell, Secretario Ejecutivo de ONU Cambio Climático, “Este resultado nos hace avanzar, es un resultado histórico que beneficia a los más vulnerables de todo el mundo. Hemos determinado el camino a seguir en una conversación que ha durado décadas sobre la financiación de las pérdidas y los daños, deliberando sobre cómo abordar los impactos en las comunidades cuyas vidas y medios de subsistencia han sido arruinados por los peores impactos del cambio climático”.

Aun cuando esas palabras suenan como una promesa, la realidad es que la ONU no solo carece de poder para enfrentar las presiones del mundo corporativo, cuyo poder es incluso superior al de los Estados que la conforman, sino depende financieramente de países súper industrializados que son, en concreto, los mayores emisores de CO2 del mundo y cuyo sistema productivo se vería seriamente afectado con la gigantesca inversión requerida para adaptar sus métodos con el propósito de reducir su huella de carbono. A este obstáculo se añade una cultura de consumismo extremo e innecesario -convertida en señal de progreso- en esos mismos países desarrollados y aquellos emergentes que buscan imitar el estereotipo.

Con dar una mirada a la prensa internacional en todas sus plataformas, basta para apreciar el enorme impacto que ese efecto placebo -el Mundial de Qatar- logra sobre millones de seres humanos capaces de sumergirse en la fantasía y olvidar todo aquello que ha puesto su supervivencia en riesgo. En ese sentido, no solo está la amenaza de una conflagración global, producto de la guerra de intereses geopolítico-corporativos, sino también la falsedad de las promesas vacías de los gobiernos en relación a sus políticas con respecto al cambio climático.

Mientras grandes segmentos de la población mundial carece de medios de subsistencia y se hunde en la pobreza y el hambre, se observa con discutible admiración la concentración obscena de poder de unos pocos privilegiados quienes, con una ínfima porción de sus fortunas, tendrían el poder de aplacar la miseria de quienes lo han perdido todo en este sistema depredador. La fantasía mundialista, sin embargo, no durará lo suficiente y el inevitable choque con la realidad del cambio climático, la profundización de la pobreza y el desafío de la supervivencia, terminará por prevalecer.

El despertar es inevitable y nos obliga a mantener la lucidez en un mundo desquiciado.

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Lo que no nos importa

El mundo es ancho y ajeno, según Ciro Alegría. Pero resultó más ajeno que ancho. 

Uno de los efectos más puntuales de los avances tecnológicos en comunicaciones, ha sido la manera como se nos manipula desde las instancias mediáticas, con el objetivo de crear en nuestro entorno una aséptica distancia emocional respecto de acciones agresivas de los Estados. Esta especie de concierto bien afinado, dirigido a grandes audiencias, pone un especial énfasis en dar carácter de inevitabilidad a la tragedia de comunidades humanas completamente indefensas, como aquellas encerradas en un entorno bélico o quienes migran para salvar su vida. Esta táctica induce al espectador a asumir esa realidad, plasmada en imágenes, como si esta perteneciera a un mundo remoto y ajeno.

Con una habilidad maquiavélica, el torrente informativo -y, sobre todo, desinformativo- va creando un universo paralelo, en donde la concentración de la riqueza y de poder en manos de entidades inalcanzables se asume como un logro y no como una aberración del sistema que nos rige. En esa misma tónica, el retroceso en cuestión de derechos civiles y protección de los sectores más vulnerables -mujeres, niñez, adultos mayores, pueblos originarios, personas en condiciones de discapacidad- se consolida por medio de medidas arbitrarias y abiertamente discriminatorias.

En una década ya avanzada del nuevo siglo, destaca la manera ofensiva y abiertamente patriarcal como se mantiene el cerco contra el derecho de las mujeres de administrar su vida reproductiva de acuerdo con su propio criterio, o el silencio en torno a las prácticas misóginas de Estados que las condenan a un estatus de indignidad y marginación. Para normalizar este trato echan mano a leyes contrarias a los acuerdos y convenciones internacionales de carácter obligatorio, como aquellos dirigidos a proteger los derechos humanos y combatir la discriminación. Algo similar sucede en relación a la niñez, a la cual se la continúa tratando como a un subproducto y no como a un sector de primerísima importancia.

El efecto de la manipulación mediática se traduce también en una abstracción de la realidad de los otros. Es decir, una perfecta anestesia para la conciencia cuando el golpe lo recibe otro pueblo, en una latitud aparentemente lejana. Ese devenir del “no nos importa” no solo incide en una mayor vulnerabilidad hacia acciones similares que nos afecten, sino en una pérdida de contacto con ese concepto de Humanidad, al cual sin embargo solemos recurrir cuando somos quienes recibimos los golpes.

El sistema imperante en nuestro hemisferio -neoliberal, capitalista, orientado a la concentración de la riqueza en pocas manos y a la pérdida de derechos individuales- tiene como característica específica la imposición de un modo de vida capaz de impedir o entorpecer toda acción colectiva, manteniendo a la ciudadanía enfocada en la supervivencia gracias a la incertidumbre con relación a su trabajo, a sus derechos, a sus posibilidades de progreso. El interés primordial de quienes poseen el control de la información y los medios para divulgarla, por ende, está centrado en el silencio y el conformismo, lo cual representa la base misma del sistema y garantiza su solidez. Eso les permite un espacio privilegiado para continuar con sus planes de expansión económico-corporativa, incidencia en la política global gracias a una hábil manipulación financiera y, desde esa plataforma, la decisión unilateral sobre las vidas ajenas.

Acostumbrarse a vivir en un mundo incierto es una forma de supervivencia. 

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Un disparo a la conciencia

La democracia, los derechos y las libertades acaban cuando la prensa engaña. 

Una de las mas graves amenazas para la democracia son los atentados contra la libertad de expresión. Signo inequívoco de la corrupción del sistema, la intimidación y los actos de violencia contra periodistas y otros comunicadores revelan las intenciones nada nobles de sectores cuyo objetivo es mantener a la población en la ignorancia, y a la disidencia en el silencio. De acuerdo con datos proporcionados por Unesco, al menos 827 periodistas fueron asesinados en la última década.

Los medios de comunicación con vocación de independencia editorial son las primeras víctimas de los intentos de sabotaje, por erigirse como abanderados en la denuncia y la protesta. Aun cuando existen leyes específicas para garantizar la libre emisión del pensamiento, cualquier fisura en el estado de Derecho constituye un peligro de colapso de este y otros derechos civiles a manos de grupos interesados en echar una red de contención a la prensa.

En Latinoamérica esto no es novedad; durante su historia -antigua y reciente- muchos han sido los intentos de acallar a la prensa y también muchas las batallas ganadas por este sector. Sin embargo arrecian los intentos de intimidación, al punto de hacerse obvios para sociedades que usualmente se mantienen ajenas a este tipo de conflictos. Lo más preocupante es la impunidad que ha rodeado a los ataques contra periodistas, situada en alrededor de 80 por ciento, la cual denota el enorme poder que ampara a los agresores.

Uno de los aspectos mas críticos de esta guerra contra la prensa a nivel mundial, es la vulnerabilidad de los periodistas y corresponsales que trabajan en condiciones de riesgo por su labor de investigación y denuncia de los abusos cometidos a la sombra de los poderes político y corporativo-empresarial. Estos colegas desempeñan una labor fundamental en el ejercicio de la profesión sin más escudo que su carnet de prensa y encomendándose a todos los santos para no sufrir represalias por sus investigaciones, muchas veces relacionadas con el crimen organizado o temas ambientales que ponen el dedo sobre empresas poderosas y políticos corruptos.

Los intentos de silenciar a la prensa constituyen un disparo a la conciencia de la ciudadanía, dado que la condena a la ignorancia y le veda el derecho al acceso a una información completa, veraz y responsable, uno de los pilares fundamentales de los sistemas democráticos. Pero la situación es real y también lo son las amenazas para acallarla, lo cual hace temer que el periodismo independiente se encuentre en peligro de extinción mientras sus representantes continúen siendo asesinados, hostigados e impedidos de ejercer su oficio con plena libertad. Enfrentados a una situación de extremo peligro y con el desafío adicional de proteger a su familia y mantenerse vivos, estos profesionales no podrán cumplir su tarea a menos que las autoridades asuman la responsabilidad de hacer valer las leyes que protegen el ejercicio periodístico.

Lo experimentado por los comunicadores es una situación que podría calificarse como un secuestro de los derechos y libertades ciudadanas. Si la prensa no puede funcionar, tampoco lo harán las instituciones fundamentales de los Estados y eso se verá replicado en todas y cada una de las instancias que los conforman. Este escenario precario para el periodismo es uno de los temas mas sensibles de la última década. 

Ser periodista o intentar ejercer como tal, se considera hoy una actividad de alto riego.

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Una carta, una historia

La comunicación epistolar es un recuerdo del pasado, una práctica obsoleta.

En un afán por escapar de un presente lleno de incertidumbre y contradicciones, prefiero echar la mirada a los pasados siglos para rescatar de esas brumas de la memoria uno de los objetos más preciados: la carta. Heredera de los antiguos manuscritos, en donde se plasmaba con exquisito estilo la Historia de la Humanidad, la carta -ese trozo de papel cargado de significado- sobrevivió a las guerras, los avances de la industria, las crisis existenciales y los obstáculos geográficos que retardaban su trayectoria, hasta que la derrotó el siglo actual. Alrededor del mundo, los sistemas de distribución del correo representaron una de las instituciones mas sólidas y de mayor credibilidad, por la importancia depositada en esa práctica.

El uso de la carta, un invaluable archivo documental a lo largo de la historia, se ha extinguido. La eficacia de los sistemas instantáneos desarrollados mediante un avance tecnológico vertiginoso, han acabado con la necesidad y, por ende, con las perspectivas de supervivencia de un modo de relación que toca las fronteras del arte. Las generaciones educadas en la escritura manual han desaparecido, para ser sustituidas por usuarios de computadoras y teléfonos inteligentes desde los cuales se precia mas la rapidez que el contenido, perdiéndose irremisiblemente  todo el valor implícito en un documento personal e íntimo.

La carta, entre otros de sus valores, tenía la enorme cualidad de plasmar una forma de autobiografía resultando así mucho más reveladora e íntima, al reflejar en sus líneas el fluir del pensamiento de manera espontánea, sin los filtros impuestos por la obsesiva revisión literaria. Por esa misma razón, sus mejores ejemplares han llegado a poseer más intensidad que la novela y más fuerza que el ensayo, por su cualidad de hacer menos concesiones al despilfarro verbal. Para comprobarlo, nada mejor que escarbar entre las colecciones epistolares de los grandes filósofos. artistas y científicos.

Los objetivos y el modo de escribirlas pueden llegar a abarcar infinidad de posibilidades: lo literario (como en el caso de Proust) puede convertirse en el objetivo primordial, por encima del mensaje en sí, demostrando que un escritor difícilmente puede dejar de serlo aun cuando esté transmitiendo sus sentimientos más íntimos en un trozo de papel supuesto a ser destruido. Sin embargo, también existe la dificultad intrínseca en el hecho de utilizar el método epistolar; y es la imposibilidad de mantener una conversación amena, profunda, ligera, imprevisible y afectuosa, todo a un tiempo, haciendo abstracción del hecho de que entre una y otra intervenciones pueden transcurrir semanas o meses.

Al perderse la carta, se ha perdido la expresión manuscrita absolutamente individual, transformando al texto en una pieza mecánica, diseñada y moldeada de manera artificial. Ya no existen más los renglones torcidos, las señas individuales ni la posibilidad de cometer errores, los cuales se corrigen de modo automático. Tampoco está el hecho de abrir el sobre y disfrutar del momento de revelar su contenido. La auténtica carta era una pieza irrepetible, escrita de un tirón con un estilo coloquial semejante al lenguaje hablado. Es decir, un lenguaje único capaz de transmitir pensamientos, sentimientos y actitudes, con la connotación íntima del tú a tú. Esta práctica extinta para las mayorías, quizás permanezca latente para un rescate reservado al uso exclusivo de unos pocos nostálgicos.

Recibir el correo era la expectativa de obtener una respuesta, un mensaje esperado.

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Cada cosa en su lugar

Es imprescindible saber distinguir la diferencia entre periodismo y propaganda.

El modo como la función informativa se ha ido transformando en un brazo estratégico del poder económico global ha ido evolucionando hasta hacerse parte del paisaje. Lo que en alguna época fue un ejercicio de riesgo, de confrontación y una herramienta útil para la sociedad, hoy parece haber tomado el partido opuesto al manipular y ocultar verdades que, de ser del dominio público, serían capaces de poner de cabeza a los más poderosos. Llama la atención, sin embargo, el cinismo con el que se pone de manifiesto el desprecio de las grandes cadenas informativas hacia las tragedias humanitarias que asolan al planeta, y cómo sus contenidos son aceptados como verdades absolutas.

Hacer un espectáculo de la desgracia ajena es, al parecer, una táctica capaz de aportar ventaja en términos de audiencia y, por consiguiente, un sustancioso incremento en la pauta publicitaria. Lo que Kapuscinski, el gran reportero polaco, consideraba la norma fundamental en el ejercicio periodístico: “Buscar la verdad entre la gente común, olvidarse de los elevados círculos del poder cuando es preciso encontrar respuestas. Describir los detalles, porque a veces en ellos se encuentra la clave de todo. Huir de la vanidad y de la sobre dimensión del ego como de la peste misma, porque ahí se comienza a perder la objetividad y el sentido de las cosas. Y viajar solo, para que la visión de alguien más no distorsione la percepción pura y directa del reportero.” hoy se considera una desventaja competitiva.

Kapuscinski viajó por el mundo y no en calidad de turista, en hoteles de alta gama. Caminó por las rutas casi olvidadas en donde se encontraba patente la miseria humana. Y nos relató sus hallazgos con el acento puesto -incondicionalmente- en la cercanía con los seres más humildes, los pueblos más necesitados. Sus profundos análisis podrían cubrir todo el contenido de un doctorado en ética y sus enseñanzas serían capaces de revertir el sentido mismo de una profesión que, de honorable, ha pasado en algunos casos a ser el equivalente mediático del sicariato.

Como fuerte opositor a todo tipo de conflicto armado –en su carrera vio muchos y, sobre todo, sus efectos- este periodista galardonado con el premio Príncipe de Asturias afirmó alguna vez que “la primera víctima de la guerra es la verdad”. Al observar el panorama actual y poniendo cada cosa en su lugar, es importante señalar que el despliegue abrumador de espectáculos bélicos y su retórica deshumanizante, reflejan la tendencia de un periodismo diseñado para y por la hegemonía de los países más poderosos, garantizando así la sumisión y el debilitamiento progresivo de las naciones consideradas “dependientes”.

Los auténticos profesionales del periodismo, quienes ven reducir su terreno por presiones de poderes fácticos, influencia de las grandes corporaciones, chantajes y amenazas de empresarios y políticos y, por sobre todo, de estamentos jurídicos estrechamente vinculados a organizaciones criminales y ejércitos corruptos, son perseguidos. Las presiones incesantes para acallar la verdad y ocultar crímenes de Estado no son cosa únicamente de países tercermundistas; lo vemos en las grandes cadenas internacionales, apañando decisiones espurias de las grandes potencias y convirtiendo sus agresiones en un ejemplo de virtudes democráticas. El periodismo, hoy, cruza por la mayor crisis de credibilidad en toda su historia.

Kapuscinski ejerció un modelo de periodismo que hoy se encuentra en vías de extinción.

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El caballito de madera

Escrito el 18 de diciembre de 1994. (Inédito, Antes de la invasión de los aparatos inteligentes).

El maravilloso balancín de madera en forma de caballito, sobreviviente durante siglos y transformado en el símbolo de la niñez protegida, no logró sobrepasar la frontera del siglo veinte.

Los avances de la tecnología también tienen sus bemoles. Presentan a veces ese lado oscuro, barato y populachero propio de los objetos de consumo masivo, que deriva de la necesidad de extender su campo de influencia hasta los rincones mas escondidos de la sociedad del mundo civilizado.

Los juguetes, por ejemplo, muestran esa característica en forma sumamente ilustrativa. En especial, cuando intentan comunicar los secretos de la ciencia en un lenguaje adaptado a la total ignorancia que sobre esos niveles de conocimiento manifiesta un público lego, ávido de sorpresas.

Las antiguas muñecas-mascota que servían de compañía a las niñas y les permitían construir un mundo fantástico alrededor de seres inanimados de trapo, plástico, cerámica o madera y que tenían la gran virtud de conformar una familia obediente y subordinada, se han ido transformando en mujeres adultas, sofisticadas y llenas de complicaciones; bellezas convencionales que cumplen perfectamente el requisito de representar el consumismo en su más pura expresión.

Rodeadas de mansiones de varios niveles, automóviles de lujo, estolas de piel, joyas, canchas de tenis y hasta novio, las muñecas-fetiche de hoy poco a poco van transformando el simple juego en una costosa carrera de obstáculos y en una competencia feroz, que sirve -¡vaya ventaja!- como entrenamiento para la futura vida en sociedad.

Cuando la muñeca no se transforma en una chica de portada de revista, entonces se vuelve una nenita tonta que repite incansablemente frases en inglés a través de una grabación, o -como acaba de aparecer en el mercado- en una niña que comunica a través del teléfono una serie de ideas insulsas.

Las muñecas actuales no son más aquellas figuras silenciosas y aguantadoras de malos tratos. Ahora son ellas quienes dictan las normas y plantean problemas específicos como el racismo, la sexualidad, los problemas de salud o la falta de cariño. En realidad, se erigen en réplicas convenientes de la mamá, que termina delegando en ellas una parte de su tarea formativa.

Lo que se está perdiendo en el ínterin, es la cualidad lúdica de esos objetos tan preciados por los niños. La incorporación de tecnología en la fabricación de juguetes ha provocado una lamentable atrofia de la facultad infantil de desarrollar una creatividad sin límites, ya que cada vez requiere de mayores estímulos. La diversión pura, la capacidad de abstraerse del entorno y penetrar de lleno en un mundo íntegramente creado por y para su propio placer, se ha contaminado con un absurdo universo de elementos inventados por adultos para alcanzar objetivos mercadológicos muy precisos, en los cuales no están incluidas las ilusiones infantiles.

El sexismo, que en las últimas décadas ha sido duramente combatido por los grupos feministas en lo que se refiere a la industria del juguete y que supuestamente había ganado algunas batallas a nivel mundial, en nuestros países se encuentra en franca retirada.

Los estereotipos se manifiestan y se ratifican en las estanterías de las tiendas, donde lo único que falta son letreros que indiquen: “niños” y “niñas”. Y el mensaje para cada uno se adecúa a los valores vigentes de la sociedad tercermundista con su connotación de anhelos frustrados y arribismo.

Los objetos para jugar -ya que es contradictorio llamarlos juguetes- satisfacen una amplia gama de pasiones humanas y no dejan mayor espacio para el ejercicio de su labor fundamental, que es tan simple como facilitar el desarrollo adecuado de la personalidad del niño o la niña a través del juego, permitiéndole compartir experiencias y adquirir nuevas habilidades.

Esta incapacidad de los adultos para resistirse a entrar en este juego, se profundiza en la medida que los enfrenta a sus propias limitaciones. La adquisición de regalos para sus hijos pasa por una serie de etapas de evaluación, que podrían describirse en términos generales como: posibilidades económicas (o cuánto podrán gastar en cada uno); equilibrio en el tamaño y valor de los regalos entre todos los hijos, para que nadie se sienta relegado; si las finanzas lo permiten, comprar todo lo que los padres hubieran querido que les regalaran cuando eran pequeños; si no lo permiten, entonces elegir las versiones baratas de los juguetes caros que tendrán los vecinos.

En ninguna parte aparece el análisis de lo que es mejor para los niños, o lo que les podría hacer más felices con un mínimo riesgo de deformar su esquema de valores. En resumen, se efectúa una operación calculada entre la satisfacción emocional y social de los padres y las exigencias de la comunidad infantil, ya completamente manipulada por la publicidad.

El maravilloso balancín de madera en forma de caballito, sobreviviente durante siglos y transformado en el símbolo de la niñez protegida, no logró sobrepasar la frontera del siglo veinte. Fue vencido y descuartizado en una batalla desigual, por una barbie desabrida y tiesa, por un nintendo enajenante y solitario, por unos estridentes carritos motorizados que imitan lo peor de la realidad y por toda una montaña de objetos que sustituyeron la imaginación por un par de baterías alcalinas.

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El desarrollo del subdesarrollo

Ante la incertidumbre y amenazas globales, solo queda observar su evolución.

Mientras el mundo desarrollado se hunde en un pantano de enfrentamientos provocados por la ambición y la búsqueda de hegemonía, los países menos menos privilegiados deben arreglárselas solos para sobrevivir. Las instancias de alcance global, creadas para garantizar un cierto equilibrio entre naciones -entre ellas la ONU y sus agencias- no solo han perdido espacio; también el poco respeto que todavía conservaban de cara a la opinión pública. Hoy, el desprestigio les ha alcanzado de lleno por su pasividad ante los abusos de las potencias.

Aun cuando la mayoría de seres humanos carece de medios para comprender la magnitud del descalabro mundial, el hecho es que todo el sistema bajo el cual se rige el mundo está colapsando de modo acelerado. La economía, basada en la explotación y el uso irracional de los recursos naturales, ha cavado un enorme foso acabando con el precario equilibrio del planeta y lanzándonos hacia una devastación nunca antes vista. 

La inconcebible ola de saqueo de las riquezas de los países en desarrollo y los efectos acelerados del cambio climático, marcan un proceso destructivo y genocida sin parangón en la historia de la Humanidad. Todo ello, acompañado de políticas ambiciosas que utilizan la extorsión contra gobiernos débiles. Estas naciones, progresivamente dependientes de la ayuda de organismos financieros internacionales -cuyo objetivo es aumentar la debilidad del tercer mundo- van cayendo en una situación que les impide tener acceso a un desarrollo pleno y sostenible. 

La teoría del “desarrollo del subdesarrollo”, elaborada por André Gunder Frank hace ya más de 50 años, explica que “la mayoría de los estudios del desarrollo y del subdesarrollo adolecen de no tomar en cuenta las relaciones económicas y otras entre las metrópolis y sus colonias económicas a lo largo de la historia de la expansión mundial y del desarrollo del sistema mercantilista y capitalista. Por consiguiente, la mayoría de nuestras teorías fracasan en explicar la estructura y desarrollo del sistema capitalista como un todo y en tener en cuenta su generación simultánea de subdesarrollo en algunos lugares y desarrollo económico en otros.”

Es decir, se supone una similitud entre el pasado de los países desarrollados y la actual situación de los no desarrollados, como si solo fuera cuestión de tiempo alcanzar los mismos niveles. Esa visión, en el estado actual de las relaciones entre unos y otros, lleva a una perspectiva peligrosamente engañosa. En la actualidad, frente a una situación de enorme tensión entre las máximas potencias y naciones aliadas, toda teoría del desarrollo cae ante una realidad que tiene al mundo al borde del abismo, arrastrando consigo a nuestros países dependientes y vulnerables.

En este frente cargado de violencia y ambición geopolítica, el costo cae, de hecho, sobre los pueblos abandonados a su suerte; sobre los incesantes desfiles de migrantes cuya precariedad es obra de la voracidad e indiferencia de los países desarrollados; sobre los desplazados de su territorio por la ambición de la industria extractiva y sobre grandes conglomerados privados de agua y alimento. El inconcebible repunte del nazismo en Europa constituye, de modo directo, un signo de estos nuevos tiempos en donde la vida humana es un mero obstáculo, capaz de entorpecer sus planes de crear un mundo distópico, blanco, unificado, obediente.

La situación mundial nos compete a todos al condicionar nuestra vida, sin excepción.

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La estrategia del miedo

El temor a lo desconocido es la columna sobre la cual se asientan los fanatismos.

Los enormes avances de la tecnología nos han traído cosas buenas y otras, no tanto. La dificultad para tener acceso a los detalles del funcionamiento y los entresijos de la informática y otras ciencias, han puesto una distancia insalvable entre los creadores y los usuarios de estas nuevas áreas del conocimiento. De un modo sutil, la información sobre los eventos que marcan el destino de millones de seres humanos se nos entrega en pequeñas dosis, convenientemente elaborada con el propósito de mantener el control sobre su impacto en la sociedad. Nos encontramos, por tanto, sujetos a un flujo de comunicación sobre el cual carecemos de certeza, pero diseñado para simular la verdad.

El periodismo, una profesión de servicio público cuya misión es dar a conocer información veraz y oportuna sobre los acontecimientos y decisiones que afectan a la sociedad, se ha transformado en otro campo de batalla entre los grandes núcleos de poder político y económico y los comunicadores éticos e independientes. Los medios de prensa, en general, están en manos de grandes grupos empresariales y su finalidad es incidir en la ruta política, manipulando la información a conveniencia de sus inversionistas. La verdad, por lo tanto, queda relegada por considerarse un elemento inconveniente dentro de la fórmula.

La persecución contra quienes investigan y revelan sucesos, decisiones y otros actos de interés cometidos al margen de la ley y que atentan contra el bien público, se ha convertido en uno de los frentes de guerra; estos frentes son sostenidos y alimentados por gobiernos y cúpulas de poder económico, con la finalidad de neutralizar todo acto de rebeldía popular. De este modo, se ha universalizado una especie de Guerra Fría de última generación desde donde se manipula, transforma y divulga información con una fuerte carga ideológica; una estrategia del miedo capaz de dividir y paralizar toda acción ciudadana tendente al cambio de sistema.

La estrategia del miedo ha sido, durante el transcurso de la Historia, una herramienta utilizada por toda cúpula de poder con el propósito de convencer a los pueblos de mantener una postura obediente, no deliberante, sumisa ante quienes marcan la ruta y dispuesta a defender ideales impuestos para proteger privilegios e intereses particulares. En esta guerra solapada, los medios de comunicación masiva constituyen el arma perfecta en ese afán por conseguir el objetivo de dominar el escenario. La lucha desigual, emprendida por algunos medios independientes y periodistas éticos, es una fuente de malestar para quienes deciden nuestro futuro y, por ello, las amenazas y obstáculos a los cuales se enfrentan estos profesionales han llegado al extremo de obligarlos a refugiarse en un exilio forzoso, ante el riesgo de perder la vida.

Cada día se amplía la distancia entre la misión de la prensa -como una actividad de servicio público para proporcionar a la ciudadanía una visión correcta y veraz de los acontecimientos de su interés- y lo que efectivamente se recibe desde las cadenas noticiosas y los medios aliados con el oficialismo. Esta ruptura con la misión de la función periodística tiene un impacto tal en las sociedades, al punto de convertir las guerras en un espectáculo, al hambre en un destino inevitable, a las migraciones humanas en una desgracia ajena. En otras palabras, nos han inmunizado contra la sensibilidad y la vergüenza.

La información pública es una herramienta de poder, en manos de otros.

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El día de los marginados…

A la niñez se le dedica un día al año, como gesto simbólico y también oportunidad política.

En la mayoría de países, el Día del Niño se celebra en distinta fecha. La marcada como oficial corresponde a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, emitida por la ONU en 1954. Esta coincide con los aniversarios del Día Universal del Niño, la adopción de la Declaración Universal de los Derechos del Niño (1959) y la aprobación de la Convención de los Derechos del Niño (1989). Todos ellos, documentos de la mayor trascendencia, firmados y ratificados por todos los países del mundo.

Pero ¿qué sucede con esos derechos en el escenario real? 4 millones de recién nacidos en el mundo mueren durante su primer mes de vida. 148 millones de menores de cinco años en las regiones en desarrollo -en donde se encuentra nuestro continente- tienen un peso insuficiente para su edad. 1.020 millones de seres humanos pasan hambre todos los días. 1.400 millones de personas carecen de acceso al agua potable, una situación que empeora cada día por el cambio climático y las migraciones forzadas.

Organizaciones creadas específicamente para observar y contribuir al mejoramiento de la situación de la niñez, coinciden en señalar cómo esta afecta a millones de niñas, niños y adolescentes, condenándolos a un escenario de pobreza extrema, violencia, explotación y abuso. Sumado a ello, los países tercermundistas consideran a la niñez y adolescencia un sub producto social, dada su condición de vulnerabilidad y por no poseer la menor incidencia en las decisiones políticas. Debido a ello, se encuentran sujetas a decisiones que no les favorecen y sufren la carga adicional de la marginación en el diseño y aplicación de políticas públicas.

Ante la devastación provocada por los fenómenos climáticos, los efectos de las guerras, la injusticia de las migraciones forzadas, la polarización de la riqueza y la corrupción de los gobiernos, las mayores víctimas se concentran entre la población infantil y juvenil. Para las potencias económicas y los centros mundiales de poder político y económico, estas masas de niñas y niños hambrientos y plagados de enfermedades evitables son bajas colaterales. Ante esta realidad, celebraciones como la señalada anteriormente no solo resultan de un simbolismo vacío, sino además son un recordatorio obligado de la absoluta falta de observancia de las Declaraciones dedicadas a proteger a quienes son su principal objetivo.

Uno de los más graves efectos del abandono en el cual se desarrollan las nuevas generaciones es el aumento sostenido de problemas de desnutrición, autoestima, crisis de identidad y depresión. Esto, que ya era parte de la situación de pobreza en la cual se encuentra la inmensa mayoría de niños, niñas y jóvenes, ha experimentado un fuerte incremento a partir de la pandemia. De acuerdo con el informe Estado Mundial de la Infancia 2021, elaborado por Unicef, “El suicidio es la cuarta causa principal de muerte entre los adolescentes de 15 a 19 años. Cada año, casi 46.000 niños de entre 10 y 19 años se quitan la vida: es decir, un niño cada 11 minutos.” 

Los discursos demagógicos y gestos condescendientes de los líderes políticos en sus promesas de campaña constituyen, ante este crudo panorama de la infancia, un ejemplo de la aberrante pérdida de sentido de la realidad que les condiciona en cuanto acceden al poder. La obligación de la ciudadanía es insistir en el respeto por los derechos de este sector, tan importante como marginado. De él depende el futuro y esas no son palabras vacías.

Cuando un niño se quita la vida, algo muere también en cada uno de nosotros.

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Que no me digan…

A diario desaparecen víctimas de una violencia feminicida, hecha cultura…

El asesinato de María Belén Bernal, en Ecuador, me retrajo directamente a aquellos días cargados de dolor e impotencia luego de la desaparición de Cristina Siekavizza, en Guatemala. Dos casos muy parecidos: dos mujeres cuyos pedidos de auxilio fueron ignorados por quienes consideraron que la situación se encuadraba como un “conflicto de pareja” y en cuya desaparición hubo complicidad de las autoridades. Casos emblemáticos ambos, cuyos ecos derribaron las compuertas y despertaron la indignación de la opinión pública, tal y como sucede en Irán por el asesinato de Mahsa Amini, torturada hasta morir en manos de la policía. 

Aun con olas de protestas y campañas destinadas a elevar la presión sobre las autoridades, queda patente cómo el sistema se protege a sí mismo, utilizando el tiempo y los medios a su favor para eludir la responsabilidad. 

Eso permite corroborar, una vez mas, que la indignación no basta si no se acompaña de acciones radicales con el propósito de cambiar esas estructuras patriarcales sólidamente insertas en una cultura de discriminación y desprecio por la mujer.

Los efectos del machismo y la misoginia, institucionalizados y elevados a la categoría de ley, persisten en nuestros países tanto como en aquellos sometidos a gobiernos con estrictas normas religiosas cuya fuerza restrictiva golpea, con especial énfasis, al segmento femenino de la sociedad. Pero nosotros, desde el falso escenario de la cultura occidental y la débil estructura de nuestras democracias, nos afanamos por condenarlos, aunque somos capaces de abandonar a niños, niñas y mujeres en manos de las redes de trata, abuso sexual y violencia machista, sin cuestionar nuestra postura moral.

Que no me digan que exagero. Que no me digan: “es culpa de las mujeres”, porque a todos nos consta la barrera de obstáculos erigida en nuestros países tercermundistas para hacer imposible las denuncias. Me consta, por haberlo visto de cerca, el trato humillante de las autoridades -policías, fiscales y jueces- ante los casos de violación, de acoso y de feminicidio, con el cual re victimizan a quienes deberían proteger, y fallan al escatimarles la garantía de una justicia pronta. No me digan que los órganos encargados de administrar esa justicia cumplen con su deber de investigar, perseguir y castigar a los culpables, porque esas instancias -como la mayoría de instituciones de nuestros países- han estado siempre al servicio de los victimarios. Para comprobarlo, basta con echar una mirada a los índices de impunidad ante este tipo de denuncias, los cuales alcanzan cifras de espanto.

No me digan tampoco que un caso es más importante que otro, solo porque la víctima pertenece a una cierta categoría social. Porque no importa el nivel educativo, económico o social, una niña o una mujer violentada tiene los mismos derechos a recibir atención prioritaria cuando se encuentra en una situación de violencia, dentro o fuera de su hogar. En ciudades, pueblos y aldeas de nuestras naciones, son miles las niñas, adolescentes y mujeres desaparecidas, a quienes jamás buscan las autoridades. Las organizaciones criminales dedicadas a la trata tienen sus bases instaladas en despachos oficiales, gozan de protección, operan a sus anchas y eso es parte fundamental de la realidad incontestable que nos rodea, la cual hemos naturalizado al punto de ni siquiera reflexionar sobre ella.

Todo acto de protesta vale. El silencio, en cambio, lleva el sello del fracaso.

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Todo acto de protesta vale. El silencio, en cambio, lleva el sello del fracaso.

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Los aires contaminados de la Independencia

Las celebraciones de septiembre omiten el verdadero concepto de Independencia.

En varios países de nuestra América resuenan, durante septiembre, las proclamas, los homenajes y las fiestas de celebración de los más de doscientos años de una declaración de independencia que cada día muestra con mayor nitidez sus agujeros. A pesar de los años transcurridos, ha quedado patente la fragilidad de nuestras estructuras sociales, en donde se ha conservado casi intacto un sistema colonial de poder basado en pueblos privados de educación, élites poseedoras de los mecanismos legales y jurídicos indispensables para garantizar su hegemonía y, como colofón, en ideologías que lo justifican.

Nos han repetido hasta el cansancio que la pobreza es cosa del destino; que más importante que rebelarse contra ella, es llevarla con dignidad. Inculcaron en el imaginario colectivo -a fuerza de sermones de púlpito- la idea de la resignación ante los designios divinos, como si la miseria y la explotación fueran pruebas anticipadas para merecer el paraíso. Nos dieron una versión edulcorada de la Historia de nuestros países en la cual dominaron las nuevas aristocracias criollas que, unidas en consenso, crearon a su medida las normas que regirían a partir de entonces y, de común acuerdo, se repartieron todos los privilegios.

El colonialismo de entonces se fue sofisticando a lo largo de los años y su enorme poder, desde el dominio de la economía hasta la injerencia en las decisiones y la conformación de los poderes de los nuevos Estados, ha logrado mantener no solo la estructura social sino también una actitud de aceptación de este sistema depredador, alejado del propósito de construir auténticas naciones independientes y soberanas. Sin embargo, en este escenario solemos pasar por alto a otros protagonistas de nuestra historia: las organizaciones criminales.

Premunidas de un poder difícil de medir, las organizaciones dedicadas al narcotráfico, a la trata de personas, al secuestro, al contrabando de los tesoros nacionales, al lavado de activos y a la manipulación de las leyes se han infiltrado con pasmosa habilidad en casi todas las instituciones de nuestros Estados -con especial énfasis en los partidos políticos- manteniendo así su capacidad de maniobra y la impunidad sobre sus operaciones. Esta es una realidad ante la cual los estamentos encargados de resguardar la paz social y la independencia de los poderes, son impotentes o han sido ya dominados y vencidos.

La independencia, sin perjuicio de lo que significa la inmensa presión de potencias extranjeras sobre nuestros gobernantes, es un mito cada vez más débil. Las celebraciones, tan esperadas por nuestros pueblos, llevan en sí el sello del silencio ante los abusos de las castas privilegiadas y sus instrumentos de represión. El concepto mismo de independencia -el cual se acepta como una realidad, sin la menor resistencia- requiere de una revisión profunda; y, como resultado, de un ejercicio colectivo de reflexión sobre los conceptos e ideas, inculcados desde la niñez, sobre los cuales se apoya este viejo mito.

La verdadera independencia descansa sobre un sistema auténticamente democrático, justo e igualitario. En tanto existan pueblos explotados, grupos sociales discriminados y criminales al mando, las celebraciones de independencia constituyen una enorme mentira y una cara distracción que pone en suspenso, por unos días, esa importante tarea pendiente.

El crimen organizado se ha infiltrado profundamente en nuestros Estados.

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Fue un 11 de septiembre

La estrategia de Estados Unidos en su camino por el control total de los gobiernos.

Era muy temprano cuando oí los primeros disparos, justo frente al edificio del centro de Santiago, en donde vivía. Al encender la radio comencé a tomar conciencia de la dimensión del ataque y, en la nebulosa mental inevitable ante semejante panorama, comprendí -aun sin la menor conciencia de la envergadura de la traición- que el golpe de Estado era ya una realidad. Frente a mi ventana podía observar el movimiento de soldados y el cruce de disparos. El 11 de septiembre de 1973 se quedó grabado como una de las jornadas más dolorosas imaginable, no solo por lo que significó para el futuro de Chile, pero sobre todo por la fuerza como impactó en el resto de mi vida y de la vida de millones de compatriotas.

En los días que siguieron fue posible ir acumulando información y encajar los golpes inevitables al comprender cómo lo que hasta entonces se consideraba normal, legal y cotidiano, se había transformado en una larga lista de delitos imperdonables para la cuadrilla de militares que habían asaltado el poder. A lo largo de los años, poco a poco han ido surgiendo las respuestas a uno de los hechos más violentos contra un Estado democrático, planificado desde los despachos de la Casa Blanca y ejecutado por uno de los ejércitos mejor adiestrados en el marco institucional y operativo diseñado por el nazismo alemán.

Los ecos de la dictadura chilena siguen resonando fuerte y dividen a su pueblo, a pesar de los esfuerzos por retomar la ruta hacia una democracia de participación, justicia y equidad; una democracia cuyas fortalezas no residan en privilegiar a las clases dominantes ni en hacer de la competencia por la acumulación de riqueza un hito del desarrollo, sino una capaz de sentar las bases de la igualdad. Sin embargo, el mito de la bonanza económica del país austral permanece inalterable, tanto como una imagen de superioridad que no se sostiene a sí misma frente a la realidad de un sistema de empobrecimiento progresivo, de discriminación y de pérdida de oportunidades para su población. 

En mi caso, el golpe de Estado significó alejarme para siempre de ese Chile que ya no reconocí más. Un exilio que me llevó a Guatemala, otro país de dictaduras, injusticia y pobreza, pero una nación que me acogió con la bondad incomparable de su gente. En el fondo, ese migrar abrió una compuerta de empatía y curiosidad ante los avatares de nuestra realidad latinoamericana y me permitió indagar con una conciencia más despierta en los orígenes y las consecuencias de las decisiones que marcan nuestro destino. Ese 11 de septiembre, bajo el fuego de la artillería del ejército chileno contra su propio pueblo, es para mí el símbolo de la traición. A lo largo de los años, ha quedado patente y documentada la intervención perversa de Estados Unidos y cómo instrumentalizaron a un ejército hasta entonces orgulloso de su institucionalidad.

La corrupción de Augusto Pinochet, su familia y allegados -el secreto mejor guardado durante años- fue el toque final para poner en evidencia los alcances y la envergadura de los crímenes cometidos durante una dictadura la cual, desde otros escenarios del continente, se consideró la salvación de un país en bancarrota. La transición a la democracia en 1990 abrió muchas rutas clausuradas, pero dejó instalada la huella de la dictadura en su Carta Magna, una tarea pendiente cuya trascendencia todavía pasa inadvertida para la mayoría de los chilenos.

Chile y su texto constitucional manchado por la presencia de la dictadura.

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Chile en la encrucijada

El país sudamericano vive una jornada histórica capaz de transformar su futuro.

Entre conservar un texto constitucional -acordado y escrito durante la dictadura- o plasmar en una nueva Constitución un marco surgido del diálogo y el consenso entre distintos sectores de la ciudadanía, se debate hoy domingo el futuro de Chile. La propuesta de cambio no solo representa un salto cuántico en la manera de plantear la ruta hacia el futuro, sino constituye también la respuesta a las aspiraciones de paz, justicia y equidad de las grandes mayorías. Ante esa perspectiva, ambos bandos -el Apruebo y el Rechazo- han dejado patente la profunda división que aún persiste en el pueblo chileno.

La campaña orquestada contra el Apruebo, desde los sectores mas conservadores, utilizó todos los recursos creados por los estrategas de la Guerra Fría para inyectar en la población el miedo y la incertidumbre. Los ecos de la dictadura y la furiosa reacción de los círculos del poder económico ha sido el detonante de una campaña llena de mentiras y amenazas. Estos sectores utilizaron su poderosa influencia mediática para espantar toda posibilidad de cambio y manipular los conceptos propuestos por las voces reunidas en la Convención Constitucional, desde donde surgió la propuesta.

El temor de la derecha chilena se refleja en su rotundo rechazo a la aprobación de un texto constitucional en el cual predomina la apertura hacia la participación de todos los sectores de la ciudadanía, incluidos los históricamente marginados grupos sociales -pueblos originarios, mujeres y juventud- así como la protección de la riqueza natural con una visión integradora hacia el desarrollo. La manera como se han gestionado y explotado los recursos durante las últimas décadas, ha generado una polarización extrema entre sectores y un empobrecimiento sostenido de las capas menos beneficiadas por el sistema neoliberal.

Los movimientos populares por el cambio en Chile tuvieron su máxima expresión durante las manifestaciones callejeras en Octubre de 2018. Ignorar su trascendencia equivale a intentar frenar las mareas. Durante meses se han debatido pública y abiertamente, con una gran transparencia, los artículos redactados para la nueva Carta Magna, contrario a lo sucedido durante el proceso de redacción de la constitución actual, pergeñada en la intimidad de los despachos de la dictadura. Ha sido un esfuerzo ejecutado por representantes de todos los sectores, contra fuertes campañas de desprestigio y desinformación desde los círculos de poder más afectados por este potencial giro de ruta.

Rescato un breve poema de Nano Stern, compartido en Twitter, porque refleja en unas pocas palabras el sentir de muchos chilenos, dentro y fuera de sus fronteras: “Cuánta sangre, cuántos ojos, /cuántas luchas, cuántos sueños, /cuántos anhelos y empeños, /cuántos años de despojos… /Es tiempo de abrir cerrojos/ y andar un camino nuevo; / se los digo y me conmuevo/ porque ya ha llegado el día:/ con esperanza, alegría y convicción, voto apruebo.” 

Lo que hoy suceda en este trascendental referéndum marcará el futuro inmediato, ya sea con una votación que abra o no la puerta hacia el cambio; porque esa marea continuará su trayectoria canalizando las demandas del pueblo chileno por un marco jurídico capaz de consolidar un sistema más equitativo, justo y definitivamente responsable; los fantasmas de la Guerra Fría y las amenazas de los sectores conservadores tienen su plazo marcado. Por eso y por mucho más, yo también voto Apruebo.

Un texto constitucional debe responder a los anhelos de justicia y equidad.

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El colapso moral de los imperios

La concentración de poder deriva siempre en el abuso y la manipulación.

Existe una notable tendencia a considerar la concentración de la riqueza como un hecho admirable. Desde esa postura se suele caer en el error de pasar por alto los pasos que han llevado a tal acumulación de poder y se hace la vista gorda sobre los actos ilegítimos -aunque muchas veces legales- conducentes a tales extremos. Esto sucede con los individuos pero también con los países gobernados por líderes capaces de cometer grandes injusticias con su pueblo, y además arrasan con los derechos y la independencia de otras naciones. El poder ilimitado, aquel que aparenta ser consecuencia del desarrollo, suele ser producto de la voracidad y, sin duda alguna, de una absoluta falta de escrúpulos.

En estos días, los medios internacionales han clavado sus colmillos con enorme placer en el paseo de Donald Trump por los pasillos de la ilegalidad. El evidente abuso de poder cometido por el ex mandatario estadounidense al acumular documentos oficiales en su club privado ha sido un apetitoso pastel para el circo mediático. Sin embargo, ese acto de abuso burocrático representa la evidencia de un pésimo manejo de los controles supuestamente estrictos sobre el manejo de documentos clasificados y del archivo oficial de la mayor potencia mundial. La corrupción de los procesos, por lo tanto, es solo una muestra de las debilidades morales de un país con influencia global.

Este, sin embargo, no es un hecho aislado y corresponde a la justicia de ese país lidiar con la interminable secuencia de pasos protocolarios para procesar a un ex presidente. Antes, otros mandatarios -basados en evidencias falsas y mentiras evidentes- cometieron abusos de consecuencias catastróficas para pueblos de lejanas latitudes, con el único propósito de facilitar y asegurar la explotación de sus recursos y la captura de sus gobiernos. El colapso moral derivado de esas políticas ha sido, a lo largo de la Historia, la marca indeleble del poder económico y geopolítico y ha llevado a las naciones involucradas, de forma paralela, a la miseria y a la abundancia.

Cuando el liderazgo de una potencia mundial recae en seres tan deleznables como aquellos cuyas acciones vulneran la paz del planeta y se sirven de su poder para abusar de otros pueblos, es cuando se vale preguntar por qué las demás naciones callan y aceptan. Es válido sospechar que tras operaciones destinadas a exterminar a pueblos enteros, como sucede con los ataques de Israel sobre Palestina o los conflictos en Yemen, Afganistán, Irak y otros países -en donde las víctimas civiles se cuentan por decenas de miles- existe una especie de pacto al cual pertenecen las naciones más poderosas, pero también organismos creados para salvaguardar la paz y guardan silencio.

La prosperidad de los imperios siempre ha descansado sobre el abuso y la explotación. El precio de ese bienestar para unos pocos lo han pagado pueblos de culturas milenarias, cuya debilidad muchas veces les ha significado el exterminio. El poder acumulado ha sido resultado del latrocinio de riquezas ajenas y la captura de gobiernos débiles y corruptos, instalados gracias a la manipulación y el intervencionismo. Los derechos humanos y la democracia -valores utópicos- constituyen el discurso propicio y un arma de seducción política que ha perdido todo su significado, sobre todo cuando proceden de quienes violan sus preceptos. 

El desarrollo económico nunca debe descansar sobre la miseria de otros pueblos.

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Réquiem por Guatemala

Un ejemplo ilustrativo de la pérdida de rumbo en un país sin esperanzas.

El parque central era insuficiente para albergar a la muchedumbre. Vinicio Cerezo había llegado a la presidencia después de una larga y dolorosa sucesión de gobiernos militares corruptos y violentos, amparados por un ejército a las órdenes de la oligarquía criolla. Los fraudes electorales habían sido perpetrados a vista y paciencia de una ciudadanía temerosa de las represalias y orillada a mantener la boca cerrada ante tamaños abusos. Pero la indignación bullía por dentro y se desbordó en una manifestación cívica de repudio a las dictaduras y en un intento lleno de esperanzas por rescatar la utopía de la democracia.

Cerezo comenzó a gobernar y el pueblo le otorgó el beneficio de la duda. Se había abierto una gran puerta hacia la reparación institucional, con el retiro de las fuerzas armadas hacia sus cuarteles para permitir el establecimiento de un gobierno libre y soberano, pero se fue cerrando paulatinamente para dejar paso a la poderosa influencia de empresarios y altos mandos del Ejército. Estados Unidos nunca le quitó los ojos de encima, vigilando sus intereses -usualmente opuestos a la independencia de las naciones- y se consolidó finalmente lo que sería un Estado débil y vulnerable.

La gran oportunidad comenzó a desvanecerse ante la mirada de un pueblo cansado de las decepciones. Después de Cerezo se hizo patente cómo el discurso populista prendía nuevas olas de entusiasmo y los gobiernos que le siguieron fueron marcando una tendencia progresiva hacia el ejercicio de todos los vicios de la mala gestión gubernamental: enriquecimiento ilícito, compadrazgo, represión de las voces disidentes, persecución de líderes y manipulación de las leyes rectoras de los procesos electorales para garantizar el monopolio de los listados para cargos de elección popular.

Esta constante pérdida de certeza en los valores democráticos, provocada por gobiernos cada vez más ajenos a los intereses del país y dedicados de lleno a saquear las arcas públicas y apoderarse de los bienes nacionales, ha desembocado en las más recientes administraciones, lamentable ejemplo de amoralidad -en todos los sentidos- y una voracidad insaciable por destruir todo resquicio de institucionalidad. La manera como actúa el gobierno actual no es más que una consecuencia de esa caída paulatina en la impunidad y el abuso de autoridad de una cadena de administraciones incapaces y venales.

La persecución contra ciudadanos comprometidos con su país ha entrado en un franco ataque de odio contra quienes intentan detener esta orgía de destrucción, provocada por el gobernante y sus aliados. Periodistas, analistas políticos, líderes comunitarios, operadores de justicia, organizaciones campesinas y de defensa de los derechos humanos, han sido las primeras víctimas de esta ola vengativa desde los despachos oficiales. Al pacto de corruptos, liderado desde los salones de quienes ostentan el poder económico, se les han unido organizaciones criminales y de narcotráfico cuyo dinero se encuentra desde hace décadas a disposición de las mafias en el poder. 

Guatemala parece haber entrado en una vorágine descendente, sin posibilidad de recuperación. Los recursos de una democracia funcional, normalmente puestos a disposición de la ciudadanía por medio de instituciones fiables y sólidas, han sido secuestrados y en este momento solo sirven de instrumentos para beneficio de un grupo de oportunistas con ansias de control absoluto. Un triste fin para tanta esperanza.

Guatemala merece un mejor destino que ser víctima de una partida de corruptos.

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La “insoportable levedad” de la política

Las alturas tienen como característica una acentuada falta de oxígeno.

El mundo está patas arriba. No solo como producto de los eventos provocados por el cambio climático o la absurda e irresponsable manera de destruir lo que ha sido puesto a nuestro cuidado. Simplemente, por la pérdida de sensatez de la abrumadora mayoría de gobernantes, políticos y empresarios cuyo único objetivo en la vida es acumular poder, riqueza y capacidad de maniobra para hacer de otras naciones un cobijo para sus actos de corrupción. Cuando señalamos a los títeres de nuestros países en decadencia, no debemos olvidar quienes jalan de los hilos. Como consecuencia de esta miopía se pierden valiosas oportunidades para reforzar los valores humanos y aquellos de las utópicas democracias.

Los aires de las alturas ocasionan pérdida del sentido de la realidad, alucinaciones, sensación de invulnerabilidad y un desapego absoluto hacia la consecuencia de las acciones. Este síndrome lo conocen bien los políticos, los multimillonarios y, por supuesto, los montañistas -aunque estos últimos recuperan el sentido común en cuanto bajan de las cimas- y sus efectos tienen impacto sobre decisiones capaces de cambiar el rumbo de la Historia. Eso sucede con tal abundancia en los círculos elevados del poder que, cuando algunos de esos potentados actúan con inteligencia, parecen héroes de leyenda.

Los miserables gobernantes de Centroamérica -Guatemala, El Salvador y Nicaragua- son por el momento y para el resto de los latinoamericanos, un ejemplo penoso de esa pérdida de capacidad humana. No solo se han apoderado de todas las instancias creadas para proteger los valores democráticos y las leyes; también se han transformado en déspotas con ínfulas de poseer el poder absoluto para garantizarse la impunidad por sus crímenes de lesa humanidad, por sus delitos económicos, por su evidente incapacidad y, de paso, para crear una valla infranqueable contra los esfuerzos por contener la corrupción.

Aunque este sea el ejemplo local de mala gestión y perversas intenciones, también en los demás continentes las ambiciones por el poder compiten por los primeros lugares en sus afanes por conseguir el control geopolítico del planeta, no importando cuántas vidas inocentes se aniquilen al paso de sus tropas, sus misiles y sus negociaciones indecentes por mantener el control económico. Para ello se crean instituciones de alto nivel mundial como instrumentos de coerción, cuya naturaleza escapa a cualquier tipo de control, incluidos los abundantes tratados y convenciones suscritos para defender los derechos humanos y de la naturaleza. 

Quizás por este ambiente de caos, cuyas incidencias acaparan la atención de enormes conglomerados empresariales a los cuales pertenecen las mayores entidades de prensa del mundo, los minúsculos ciudadanos -quienes poblamos los países menos desarrollados- jamás tendremos la visión exacta de cómo funcionan las políticas globales y tampoco por qué ninguna potencia se interesa por nuestro insignificante destino. 

Los discursos sobre libertad y democracia mueren de muerte natural en cuanto rozan nuestras fronteras y se convierten en palabras vacías ante las provocaciones de los gobernantes más corruptos del orbe. El único mecanismo de protección está, por lo tanto, en manos de pueblos hambrientos, condenados a la ignorancia y sometidos al abuso constante de sus gobiernos; y son estos, también, quienes reciben los golpes más duros del sistema que nos rige.

El control absoluto del poder es capaz de destruir todo el andamiaje legal que nos protege.

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Cargas de profundidad

El debilitamiento de las democracias es una estrategia de larga data.

Quien haya sido aficionado a las películas de guerra, sabrá cómo funcionan las cargas de profundidad contra los submarinos enemigos. Utilizadas con profusión durante las batallas navales de la Segunda Guerra Mundial, estas bombas explotaban a cierta profundidad, mas que con el objetivo de destruir, con la intención de desgastar tanto a la coraza de la nave como a su tripulación. Algo similar sucede con la política en nuestro continente: poco a poco y sin pausa, los mecanismos diseñados para proteger a las instituciones dedicadas a consolidar los sistemas democráticos, han ido perdiendo su fuerza debido a los embates de fuerzas enemigas difícilmente reconocibles.

Desde las políticas intervencionistas de Estados Unidos y sus aliados incondicionales se ha tejido una malla de protección, cuyos efectos operan como si por encima de nuestros Estados existiera un gobierno supranacional, exento de límites legales y, obviamente, dedicado a proteger intereses ajenos al bienestar de los pueblos. Ese colonialismo, cuyas características se asemejan a los de las oligarquías criollas y, de paso, se alían con ellas, previene cualquier intento de rebelión por parte de las capas menos privilegiadas de las sociedades latinoamericanas.

Las cargas de profundidad que debilitan nuestros cimientos vienen en distintos colores: desde los tratados comerciales hasta los golpes de Estado, pasando por las presiones diplomáticas para incidir en los textos constitucionales y la emisión de leyes. Además, cuentan con el apoyo de medios de comunicación de alcance masivo, desde donde se propaga un ideario ad hoc, capaz de consolidar movimientos ciudadanos opuestos a las libertades y derechos humanos. A ello se añade, como corolario, una serie de políticas restrictivas, pero contradictorias, que han convertido a nuestro continente en un territorio de producción y tráfico de drogas.

Hoy, las cargas de profundidad han debilitado la resistencia de los pueblos a los abusos de gobernantes títeres sospechosamente protegidos por el silencio de la comunidad internacional y, lo cual es aún más tenebroso, aliados a supuestos líderes espirituales cuyo mensaje gira en torno a la sumisión. Al haberse debilitado el concepto mismo de democracia, nos vemos enfrentados a una situación de debilitamiento extremo de la ciudadanía en la mayoría de nuestras naciones. Privadas de acceso a las decisiones de gobierno y ante legislaciones diseñadas por asambleas mayoritariamente aliadas con la corrupción, el territorio de las democracias es uno de guerra solapada en el cual la voz del pueblo es impotente.

Las estrategias del imperio se han instalado cómodamente para convertir a nuestros países en proveedores de materias primas, mano de obra barata, cúpulas políticas obedientes y élites económicas dispuestas a transar con el hambre de sus conciudadanos. En esos términos, las democracias tan pregonadas como utópicas se han convertido en parte de un discurso ajeno a la realidad. Los sectores más castigados han perdido no solo su espacio de participación, sino también gran parte de su energía vital. Así funcionan las cargas de profundidad lanzadas bajo el agua con tanta profusión como malas intenciones. Así funcionan las colonias y, así también, los gobiernos capaces de cooptar al Estado con el objetivo de limitar los derechos, a sabiendas de contar con la aquiescencia de los dueños del poder.

La cooptación del Estado es el instrumento antidemocrático por excelencia.

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Guatemala: Un zarpazo a la democracia

El miedo de un gobernante con mucho que perder, se traduce en dictadura.

El presidente guatemalteco y sus aliados han cometido ya todos los delitos del catálogo político: obstrucción a la justicia; saqueo de las arcas públicas; complicidad con las organizaciones criminales y los cárteles de narcotráfico; persecución y cárcel contra operadores de justicia, líderes comunitarios, defensores de derechos humanos y quien se oponga a sus abusos y, por si eso fuera poco, el ataque furibundo contra la prensa independiente, con amenazas explícitas hacia periodistas y líder de opinión valientes y capaces de desvelar sus maniobras. 

El tamaño de sus ofensas contra la democracia va a parejas con el miedo a perder el control del poder y verse enfrentado a la posibilidad de pagar por sus crímenes.  De ahí la cooptación del Ministerio Público, al sostener en su máxima jefatura a quien tiene la potestad de convertirse en el brazo vengador y retorcer impunemente la aplicación de sus funciones. El aparato judicial, por su parte, ha sido invadido por jueces y magistrados corruptos, tal y como sucede con un Congreso mayoritariamente aliado, que apoya incondicionalmente sus decisiones. Los fondos del Estado son su caja chica con el objetivo de llevar a cabo, sin oposición alguna, sus planes de concretar la destrucción total de la institucionalidad en el país.

La captura del periodista José Rubén Zamora Marroquín, director de elPeriódico, medio que ha investigado y desvelado los mayores escándalos de las recientes administraciones, se consumó rodeada de un escandaloso aparataje policial; esta captura lleva un mensaje evidente hacia todo miembro de la prensa que ose continuar con las denuncias y el destape de las fechorías del equipo de gobierno. El violento operativo de allanamiento de la vivienda de Zamora Marroquín y de las oficinas de elPeriódico no dejan resquicio a duda con respecto a los planes de este proyecto de dictador, dado que amedrentar a la prensa independiente es y ha sido el cobarde instrumento de los traidores.

Guatemala ha vivido tiempos oscuros durante su historia. Experiencias dolorosas y extremas que culminaron con un viraje inevitable hacia un sistema democrático. Sin embargo, las raíces del mal persistieron en instituciones infiltradas por elementos corruptos y organizaciones criminales. La depuración institucional quedó como un tema pendiente, lo cual ha dejado abiertas las oportunidades de revertir el esquema hacia un cuadro de excesos como el que vive hoy Guatemala. En síntesis, la democracia tan anhelada por la ciudadanía, no terminó de cuajar.

El panorama de ese país no puede ser más desalentador. Con una población temerosa de la violencia estatal y acallada por el hambre y la miseria, el plato está servido. Sin embargo, aun con las amenazas y persecuciones, las investigaciones y denuncias publicadas por elPeriódico y otros medios -así como las columnas de opinión opuestas a los abusos de la cúpula política- han dejado muy en evidencia el serio peligro que amenaza a todo el sistema político, económico y social de ese país centroamericano. 

La comunidad internacional, por su parte, concentrada en atender sus propios problemas, solo parece echar una mirada tangencial sin mayor impacto en el desarrollo de los acontecimientos. Esto significa que, sin la intervención de las fuerzas vivas del país, de su ciudadanía consciente y comprometida con la democracia, nada cambiará.

El derecho a la información es un derecho humano inalienable.

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Los daños ocultos

Pocas sensaciones resultan tan amenazadoras como la incertidumbre.

La población mundial ha entrado en un círculo interminable de temor por su vida, por la integridad de su estado de salud y, en consecuencia, por su futuro. De un modo nunca antes experimentado, una invasión viral se ha instalado como un escenario nuevo e inevitable del cual todavía se desconocen sus verdaderas dimensiones. Una y otra vez, como en un mar embravecido, se suceden las olas con distinto nombre, con diversas consecuencias, con la fuerza que les otorgan sus características ocultas. Es un entorno al cual -como en toda nueva realidad- los humanos comienzan a habituarse, obligados por la necesidad de conservar cierta estabilidad emocional.

Los esfuerzos estériles por contener los contagios -una situación patente en la mayoría de países- chocan de frente con la actitud resignada y progresivamente descuidada de la población. Esta, no acostumbrada a mantener las incómodas precauciones recomendadas por las autoridades sanitarias, las cuales les alejan física y emocionalmente de su entorno cotidiano y de sus seres queridos, prefieren el riesgo y olvidan las mínimas acciones capaces de contener los contagios. La mente juega la peligrosa partida del olvido cuando el miedo se hace presente. En tales circunstancias, ya queda claro cómo el esfuerzo por regresar a cierta normalidad resulta inevitable.

Un aspecto muy importante y poco atendido de la actual situación sanitaria del globo, es la salud mental. Sometida a una amenaza constante y en un estado general de ignorancia con respecto a lo implícito en este estallido viral, la población se ve orillada a buscar un nuevo marco de conducta para no perder del todo el contacto con la realidad. Si este desafío resulta duro y complicado para la población adulta, se vuelve un trastorno mucho más impactante para quienes dependen de las decisiones de otros, es decir: niñas, niños y adolescentes.

En la mayoría de países, en especial los menos desarrollados, el impacto de las oleadas de la pandemia ha dejado una fuerte cauda de actos de violencia, dirigidos de manera muy puntual contra este segmento tan vulnerable de la población. El resultado se ha visto en un incremento de delitos sexuales con el resultado de embarazos en niñas y adolescentes, aumento de las agresiones dentro del seno familiar y, sobre todo, en cifras de suicidio de jóvenes como una de las consecuencias del aislamiento y las condiciones en las cuales se debate la mayoría de núcleos familiares.

Ante este desolador panorama, los gobiernos -ya abrumados por su escasa capacidad de enfrentar el nuevo panorama sanitario- han abandonado por completo uno de los temas fundamentales: la atención prioritaria de la salud mental- por la costumbre atávica de marginarlo en sus políticas tradicionales. Atrapados en un contexto tan hostil, las nuevas generaciones no solo han perdido espacio físico para desarrollar sus distintas habilidades, sino también aquellas libertades capaces de proporcionarles un entorno más apropiado para su crecimiento social y emocional. 

Estas carencias, provocadas por una situación que sobrepasa a la capacidad de adaptación, sin duda tendrán fuertes consecuencias futuras para quienes, por su edad y su condición de vulnerabilidad, recién comienzan a asomarse a los desafíos que les esperan. Por ello, la atención enfocada a proveer un ambiente de protección para este segmento de la población, debería contar entre las prioridades de quienes deben responder por su bienestar. 

La mente tiende a olvidar cuando el miedo se hace presente.

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Violencia, un juego para niños

Hay que ingresar al mundo virtual para entender cómo se entrena a las nuevas generaciones.

Me resulta chocante el modo como se desarrollan los mal llamados “juegos virtuales”; porque es, en realidad, todo un sistema de fantasía creado por mentes retorcidas para enseñar a niños y adolescentes a afinar la puntería, a identificar las armas más letales, a perseguir a las víctimas escogidas -aquellas a quienes se eliminará de la manera más sangrienta posible- y a marcar diferencias de género en donde la masculinidad representa fuerza y poder, mientras la feminidad se ilustra con los códigos machistas de costumbre. Los juegos virtuales nos representan en esta etapa histórica de extremo subdesarrollo social y nos regocijamos de ello.

No dejo de pensar en lo afortunada que he sido al tener una hija para la cual eso nunca existió mientras crecía. Me cuesta imaginar el impacto visual y psicológico de esas imágenes para un infante que ni siquiera ha aprendido aún a atarse los zapatos. Es, sin duda, bastante inquietante observar a madres y padres orgullosos de ver a sus hijos de biberón sostener un aparato tan complejo como un teléfono inteligente para “entretenerse” descubriendo sus secretos. Un hábito que permanecerá a lo largo de la infancia, sustituyendo actividades cuyo potencial de desarrollar su creatividad, su capacidad motriz, su fantasía y su contacto con la naturaleza le brindaría acceso a un mundo lleno de posibilidades.

Quienquiera esté en contacto con el mundo virtual, ha tenido en su monitor abundantes ofertas de juegos cada cual más violento; por lo general, con mucha sangre y una abrumadora selección de técnicas y armas para eliminar a otros seres humanos. Quizás eso que nos repugna a quienes hemos conocido de cerca hasta dónde es capaz de llegar la mente humana en su afán por destruir, a niños y jóvenes en sus primeros pasos por este planeta les parezca emocionante además de ilustrativo. No parece ser suficiente la sombra trágica de la guerra, el hambre y la pérdida de valores, hay que ponerla al alcance de la niñez con el diseño más realista para acercarla, como un juego más, a su vida cotidiana.

La dedicación de quienes actúan detrás de esos sistemas virtuales para eliminar contenidos de carácter político o sexual, parece frenar en cuanto se refiere al asesinato y a la tortura. Es como si en el fondo existiera una estrategia perversa para imprimir en la mente de las nuevas generaciones un filtro anestésico frente a la destrucción de los otros. Transitar por esos pasadizos en donde se cruza toda clase de material, ese universo del cual solo conocemos una ínfima porción, posee el inmenso poder de seducir con su infinita oferta de fantasía. Si para los adultos transitar por esos sitios ricos en información resulta una tentación, es fácil deducir cómo impacta en la mente menos experimentada y mucho menos crítica de un niño o un adolescente.

La falta de cuidado al poner estos dispositivos en manos de un ser incapaz de discriminar entre lo positivo o aquello potencialmente peligroso, constituye un enorme riesgo en el proceso de desarrollo educativo y social durante los primeros años de vida. La violencia no es un juego para niños. Pero ahí es en donde se requiere una gran capacidad de reflexión para comprender nuestro papel en la construcción de un sistema de valores, en la inserción positiva de la niñez en sociedades cada vez más complejas y en la visión correcta de nuestro espacio en el mundo que nos rodea. 

La creatividad también tiene sesgo negativo, en especial si se dirige a la niñez.

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El poder de la palabra

La palabra escrita, potente herramienta capaz de transformar la realidad.

La palabra -esa breve serie de letras que da forma al pensamiento- es la base sobre la cual descansa la civilización entera.  Y así como puede construir puentes entre comunidades de diferente cultura, también convertirse en la herramienta para destruir los fundamentos de una sociedad. Para la prensa, tal y como sucede con la literatura o la poesía, la palabra es la vida misma.  Sin condiciones, sin límites más que los propios de la ética y la razón, la palabra constituye el vehículo por medio del cual se mantiene a la sociedad informada y, sobre todo, el medio para expresar las ideas y comunicarse con los demás seres humanos.

Por eso es tan peligroso cuando se utiliza como arma ofensiva para distorsionar la verdad, para inducir al engaño y como una potente herramienta de manipulación, estrategia particularmente dañina y peligrosa en sociedades sumidas en el silencio impuesto por la fuerza de las armas y el capricho de los dictadores.  Porque luego de un prolongado encierro político -casi una condena a muerte a cualquier expresión libre- cuando finalmente se comienza a vislumbrar cierto atisbo de libertad, el abuso y la distorsión del mensaje pueden levantar un muro allí donde ya se había derribado el anterior, condenando a la sociedad a un silencio aún más ominoso e injusto. 

La manipulación a través de la palabra es una afrenta contra los derechos humanos, pero también un retroceso en la ruta hacia el conocimiento y la comprensión de las fuerzas que definen a las sociedades. El imperio de la verdad, ese valor inasible cuya existencia depende de la voluntad y la ética, constituye una piedra fundamental para la construcción de un marco de derecho y justicia, justamente el hito en donde se concentran los mayores ataques contra la libertad y el respeto por los derechos humanos.

Este es un pecado de lesa humanidad de incalculables dimensiones, si se considera el daño que ocasiona a un proceso democrático, cuya solidez sólo necesita de un chispazo irresponsable para saltar hecho pedazos. La palabra parece un elemento inocuo, pero no lo es.  Penetra en la conciencia de las personas, las hace experimentar reacciones diversas, las compromete a tomar decisiones y ejecutar acciones impulsada por las ideas que transmite.  Por ello, resulta tan tentador el hecho de poseer las riendas de ese poder -desde medios de comunicación con alcance masivo o desde distintas plataformas políticas- cuya incidencia sobre la colectividad tiene la capacidad de cambiar la ruta de la historia. 

La Historia, precisamente, nos ha enseñado con particular abundancia, cómo un discurso potente y hábil posee el poder de transformar el pensamiento de todo un pueblo apelando a sus impulsos básicos, aprovechándose de sus carencias, conduciendola hacia la acción. La legitimidad de este recurso -siempre y cuando el poder de esa palabra posea un valor positivo- reside en la intención detrás de ese llamado. En tiempos pasados, tanto como en el mundo que nos rodea hoy, seguimos dependiendo de aquello que otros nos comunican. Se puede afirmar que bajo el fluir de la palabra, escrita u oral, subyace la necesidad de creer en ella. Por eso, al carecer de recursos infalibles para discriminar entre la verdad y la mentira, somos una masa maleable para quienes poseen el control de la información y la propiedad de las plataformas desde donde la transmiten al mundo. 

La fuerza del discurso incide con énfasis en el pensamiento de los pueblos.

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Las oportunidades perdidas

La acción ciudadana es el arma mas efectiva contra el abuso de autoridad.

La posibilidad de generar cambios en un sistema político, económico y social, como los imperantes actualmente en nuestros países, que avanzan de modo tan precario bajo regímenes pseudo capitalistas, incapaces de generar oportunidades de desarrollo y menos aún de beneficiar a todos los sectores de la sociedad, depende en gran medida de la voluntad de los pueblos. Si estos tomaran al toro por los cuernos con el propósito de incidir en las decisiones que les afectan de manera directa, enfrentando a los poderes que lo reprimen, otro sería el escenario. 

Sin embargo, es evidente cómo esta falta de músculo político ha sido consecuencia de una estrategia combinada de manipulación ideológica y creación de obstáculos aparentemente legales para tener acceso a información veraz y confiable; pero, sobre todo, de marcos jurídicos diseñados para elevar muros contra una participación efectiva de la población en el quehacer político y en rutas cada vez más estrechas para su propio desarrollo.

La influencia decisiva de los medios de comunicación masiva, los cuales en su inmensa mayoría se encuentran en manos de grandes consorcios empresariales estrechamente comprometidos con el poder económico, ha sido uno de los factores determinantes para alejar del debate público y de la participación partidista a sectores tan importantes  como la juventud y las mujeres, cuya acción directa tendría el potencial suficiente para cambiar el rumbo de la historia de sus pueblos. A partir de políticas hábilmente diseñadas para desinformar, manipular y, de paso, satanizar a los movimientos populares, los grandes medios también han instalado -desde tiempos inmemoriales- un acendrado odio entre clases sociales. A ello se suma el ambiente de desprestigio de la función pública, el cual socava uno de los derechos fundamentales de la sociedad, como es el involucramiento en el desarrollo de sus sistemas democráticos.

En nuestra América han sido muchas las oportunidades perdidas frente a un sistema blindado contra los cambios de fondo, cambios estructurales imprescindibles para abrir caminos de desarrollo en sociedades igualitarias y verdaderamente democráticas. A pesar de nuevas políticas en naciones con gobiernos progresistas, las raíces del mal se mantienen inamovibles: los sectores más pobres quedan apartados de la ruta del progreso, junto con quienes alimentan a todo el sistema: el sector rural y campesino, en donde confluye la mayoría de las etnias originarias de nuestro continente.

Las razones son muchas y variadas; pero sin lugar a dudas uno de los mayores obstáculos contra el ejercicio pleno de una democracia efectiva, ha sido la excesiva concentración de la riqueza en manos de un círculo cada vez más estrecho y poderoso, cuya capacidad para imponer sus intereses por encima de los de las mayorías viene amparado por una cúpula ubicua de fuertes ramificaciones en el escenario mundial. Luchar contra ese monstruo ha significado, para nuestro continente, además de golpes de Estado y establecimiento de dictaduras, la pérdida de oportunidades únicas para transformar su destino y asumir los grandes desafíos implícitos en ese movimiento trascendental. Los pasos decisivos vienen de la mano de un nuevo marco jurídico a partir de conceptos integradores, nuevos textos constitucionales y leyes sólidas que garanticen los derechos para todos, sin excepción.

La depuración de las instancias políticas es fundamental para la democracia.

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Un antiguo campo de batalla

“El problema de la mujer siempre ha sido un problema de hombres” Simone de Beauvoir.

En los días recientes, tres decisiones de la Corte Suprema estadounidense han delineado la ruta de un retroceso radical en cuestión de derechos, pero también la constatación de una postura reiteradamente contradictoria en cuanto la defensa de la vida y la libertad. La derogación del derecho al aborto, al eliminar la histórica decisión Roe vs Wade, de 1973, la cual consagraba esta opción como un derecho constitucional, deja a millones de mujeres estadounidenses desprotegidas y sujetas a enfrentar serios riesgos para su salud, pero sobre todo expuestas como objeto de control político bajo la pobre excusa del derecho a la vida. Esta decisión de la Corte constituye otra de las formas de violación de los cuerpos de las mujeres, semejantes a las perpetradas en cualquier escenario bélico y, para más ironía, con los mismos propósitos.

La segunda decisión de la Suprema viene a ratificar el cinismo de los grupos de extrema derecha en ese país, al anular las restricciones sobre la tenencia de armas en la vía pública en el Estado de Nueva York. Es decir, mientras por un lado se restringen los derechos de las mujeres, por otro se relajan las normas sobre uno de los derechos constitucionales más peligrosos para la vida humana. Y la tercera decisión viene a confirmar una vez más la doble moral de las altas instancias jurídicas -reflejo, claro está, de toda una tradición de fundamentalismo- abriendo la puerta para subsidiar con fondos del Estado el adoctrinamiento religioso en las escuelas, lo cual contraviene la tradicional separación entre Iglesia y Estado.

Como espejo de este regreso a un marco normativo que vulnera gravemente derechos ya consagrados, se establece de modo agresivo un retorno a las prácticas restrictivas para grupos específicos de la sociedad -mujeres y niñez- desbaratando de golpe una labor de largo aliento que ha costado muchas vidas. La violencia implícita en estas decisiones delinea un giro histórico hacia un fascismo solapado, vestido de moral. Toda decisión dirigida a eliminar derechos ya conquistados a un grupo específico de la sociedad, es una práctica inmoral y carente de verdadera sustentación jurídica, toda vez que representa un acto de discriminación.

El cuerpo de las mujeres es y ha sido siempre un antiguo campo de batalla. Destruirlo físicamente -o destruir su esencia- equivale a aniquilar una parte fundamental del tejido social. Es por ello que la lucha por los derechos de las mujeres se mantiene siempre vigente: porque jamás estarán garantizados mientras existan bajo un sistema patriarcal, de dominación económica y política, en donde su sitio no tiene sustento sólido. Esta es una realidad en cualquier sociedad, no importa cuán elevado sea su nivel de desarrollo. 

El discurso pro vida, institucionalizado con fervor por gobiernos cuyos líderes amparan los crímenes de guerra bajo la bandera de intereses corporativos, choca de frente con iniciativas destinadas a poner un cepo contra la seguridad, la vida y la libertad de más de la mitad de su población. La intromisión de las doctrinas religiosas en esta muestra escandalosa de cinismo y abuso, incluso en países cuyos textos constitucionales establecen una división estricta de sus espacios de intervención, deja muy en claro cuánto impacto tendría la plena libertad de las mujeres en un sistema capaz de reconocer sus talentos y sus valores. Este, todavía es un tema pendiente.

La plena libertad para la mujer es un tema pendiente en todas las sociedades.

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El efecto de un bicho diminuto

Privados de información precisa y confiable, la pandemia sigue avanzando.

De nada sirven las alertas cuando nuestro impulso vital es regresar a la normalidad, reunirnos con las amistades y la familia o disfrutar de las actividades culturales que habíamos dejado a un lado. Eso es precisamente lo que me ha sucedido. A pesar de haberle hecho el quite al contagio durante toda la pandemia, hasta hace un par de días comencé a experimentar los síntomas y tomé conciencia de mi descuido. Al fin, estoy viviendo sus efectos. Sin embargo y pese a las advertencias sobre la alta incidencia del contagio, reconozco cómo la falta de certeza sobre sus alcances y la escasa información constante y actualizada nos han hecho relajar las medidas de precaución de manera progresiva, como un modo de olvidar esta amenaza viral.

¿Qué sabemos con certeza sobre el diminuto virus? Al volcarnos hacia los sitios especializados y, de paso, también hacia aquellos no tan apegados a la ciencia, nos damos de narices con las contradicciones, las hipótesis, los contrastes entre quienes proponen tratamientos y quienes afirman que no sirven para nada. Al final del día estamos tan desorientados como al principio, mientras nuestro organismo se prepara para la batalla.

Este es el panorama personal, aunque depende de cada quien la manera como lo gestiona, lo cual nos enfrenta a la realidad de nuestra ignorancia sobre el tema. Pero hay otro lado de la medalla, y es el panorama en nuestros países, cuyo bajo nivel de desarrollo condena a la población a ver cómo se las apaña, sin el consuelo de una infraestructura sanitaria adecuada para cubrir las emergencias. En algunos de ellos -los más corruptos y, por ello, carentes de una plataforma seria y confiable, pero también privados de políticas públicas adecuadas- los sectores que sobreviven por debajo de la línea de la pobreza no solo están fuera de los presupuestos estatales, sino también incapacitados, por motivos estructurales, para obtener un mínimo alivio a sus problemas de salud. 

Los ejemplos abundan: gobernantes que se han llenado los bolsillos con los presupuestos para afrontar la pandemia; sistemas sanitarios incapaces de resolver el desafío de los programas de vacunación y tratamiento; y, peor aún, la ignorancia a la cual han condenado a la ciudadanía por no tener siquiera información actualizada. Con el propósito de planificar un adecuado plan de contingencia, enfrentar a la pandemia y no negar su existencia, es indispensable un esfuerzo institucional capaz de superar la voracidad de nuestros gobernantes y sus círculos de aliados. Es criminal la irresponsabilidad de quienes tienen en sus manos el poder para gestionar los mecanismos de control de la pandemia. Otro de los grandes obstáculos para conocer los verdaderos alcances de esta situación es la pobreza de medidores estadísticos, por medio de los cuales tener una idea de cómo afrontar los efectos devastadores de esta emergencia en términos de pérdida de empleos, colapso de la economía familiar, violencia doméstica -especialmente contra niñas, niños y adolescentes- y el impacto directo especialmente duro contra los sectores menos favorecidos.

Es difícil tener una idea de cómo nos afectará esta nueva ola de contagios, pero el mensaje sigue vigente: cuídense, utilicen los recursos de prevención y no confíen con tanta ligereza en la seguridad del contacto con otras personas. A mí ya me pasó la cuenta.

En el tema de salud, la responsabilidad personal es la mejor protección.

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El sutil engaño de las redes

Hemos llegado a la tecnología con un bajo nivel de entendimiento.

Las redes sociales nos tienen deslumbrados. Creemos, en nuestro estrecho margen de familiaridad con el mundo de la comunicación virtual, en una ilusión de influencia hacia un universo del cual desconocemos su magnitud, pero también su profundidad. En ese embobamiento en el cual hemos caído -por el mero hecho de tener un instrumento capaz de conectarnos con el mundo- olvidamos algo tan básico como la importancia de la acción directa y, en ese actuar, la responsabilidad que nos cabe hacia nuestro entorno inmediato.

De ese modo, lo que debería representar una participación activa en el sistema del cual formamos parte, se vuelca hacia un remedo de ejercicio ciudadano en mensajes, comunicados y protestas incorpóreas de monitor a monitor, todo lo cual muere al ritmo de nuevos mensajes, nuevos comunicados y nuevas protestas. En este flujo incesante cabe todo: desde los llamados a una acción que no se produce, hasta la ilusión de haber generado algún tipo de reacción entre quienes nos escuchan a la distancia.

En este transitar desde el sillón frente al ordenador, hemos olvidado lo más importante: y es que esas redes que tanto nos fascinan, no nos pertenecen. Son sistemas manejados desde sitios remotos por seres anónimos, altamente entrenados, divorciados por completo de nuestras ansias y preocupaciones, y muy conscientes de su poder. Esas redes, esos sistemas de alta tecnología que cruzan el mundo virtual están totalmente fuera de nuestro alcance y, por obvias razones, fuera de nuestra capacidad de ejercer sobre ellos ningún tipo de influencia.

Esto no significa alejarse de este recurso, el cual ha demostrado su enorme utilidad. Sin embargo, sí es importante tener presente que no sustituye, en ningún caso, el ejercicio ciudadano directo; aquel en cuyas acciones descansa todo el engranaje del sistema político y, por ende, nuestras débiles democracias. La presencia ciudadana nunca puede ser solamente virtual; es, no solamente física, sino también imponente, ruidosa y exigente de sus derechos. 

La capacidad humana de habituarse a distintos entornos -tal como sucede hoy con la tecnología- tiende a crear ilusiones y a perder de vista la realidad. Es imperativo comprender la urgencia de poner los pies sobre la tierra y luchar por la justicia y los derechos desde la misma plataforma desde donde se violan a diario. Esa es la enseñanza fuerte y vital desde los pueblos que, por su condición de pobreza, no tienen acceso a ese recurso tan sofisticado como discriminatorio.

La dependencia creada por estrategias de mercado agresivas y seductoras desde el mundo de la alta tecnología debe mantenerse bajo control, por su capacidad para alienarnos de nuestra realidad. La presencia en redes sociales, a la cual adjudicamos más importancia de la que corresponde, es una buena forma de comunicación, pero no el recurso mágico para generar cambios estructurales en sistemas políticos que han degenerado en abusos y corrupción. Dejarnos engañar por su dudosa efectividad es una forma de eludir un cúmulo importante de responsabilidades.

La fuerza de una ciudadanía consciente reside en su presencia, en su voz y su capacidad para imponer su autoridad, como se ha demostrado a lo largo de la Historia. Nada puede sustituir el poder de las masas cuando estas asumen la autoridad que les pertenece por derecho.

Nada puede sustituir el poder de la presencia física de una ciudadanía consciente.

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La semilla rebelde

La violencia contra los pueblos originarios solo los ha hecho más fuertes.

En toda nuestra América, pero también en el resto del mundo, el acoso y la violencia criminal en contra de comunidades autóctonas que no ceden ante la invasión de sus territorios, ha causado millones de víctimas inocentes. Esta guerra constante, herencia de las invasiones colonizadoras cuya bandera de raza y estirpe impera sin sonrojo, ha marcado en ellas, a lo largo de las generaciones, la huella de la pobreza, la desigualdad y la injusticia. En pleno siglo veintiuno podemos observar el aniquilamiento de poblados enteros e incluso macabros planes estatales destinados a apoderarse de sus tierras.

En la Amazonía, en la región de la Araucanía, o en las estepas del norte de Canadá, los habitantes llevan en su historia el sino de la persecución y la pérdida de sus diversas expresiones culturales. Pero, además, el peso de una existencia privada de los derechos ancestrales sobre los territorios que les han pertenecido. En síntesis, el colonialismo, de cuya arrogancia y desprecio por la vida están saturados los tratados de historia, permanece intacto; fortalecido por un sistema depredador capaz de anteponer las ventajas para un puñado de entidades industriales, agrícolas o comerciales, por encima de la vida de millones de seres humanos.

La constante y despiadada manipulación de la imagen pública de los pueblos originarios, inyectada en el imaginario colectivo de las clases medias gracias al trabajo minucioso de los medios de comunicación aliados con el poder, contribuye de modo rotundo en la pérdida de identidad, en la creación de estereotipos -capaces de poner una división indestructible entre sectores sociales- y en la división de una ciudadanía que termina siendo instrumentalizada con ese propósito. Sin embargo, en ellos aún persiste la semilla rebelde que los ancla a su territorio.

Este milenio, con sus crisis migratorias, sus conflictos bélicos por el dominio geopolítico y la voracidad insaciable de las multinacionales, será la prueba de fuego para innumerables comunidades indígenas que aún logran sobrevivir a pesar de las agresiones y los intentos por exterminarlas. Las estrategias varían y se desplazan desde el ataque violento -como en la región mapuche o la Amazonía brasileña- hasta esos planes de “integración” forzada la cual, en esencia, significa la destrucción del tejido social y cultural de comunidades ricas en expresiones propias.

Estamos ingresando a la etapa más dura de la guerra por el agua y los alimentos. El escenario incluye los efectos devastadores del cambio climático, por un lado, y la visión deshumanizante de la comunidad internacional sobre las poblaciones privadas de recursos, por otro. Los pueblos originarios, que alguna vez tuvieron soberanía sobre sus territorios pero fueron colonizados y expoliados por imperios que hoy se ufanan de sus riquezas, no tienen derecho a decidir sobre su futuro y menos aún sobre su presente. Los “desplazados forzosos”, esas personas obligadas a abandonar su hogar y su tierra, ya son cien millones; cien millones de seres humanos perdidos en la nada social.

Cien millones entre los cuales predominan los grupos étnicos que no encajan con el sistema capitalista y tampoco con los preceptos de los marcos teóricos de las sociedades urbanas, tan adictas al ejercicio de la discriminación y sus variadas formas de dar a cada quien su lugar, en este mundo de infinitos estratos.

Cien millones de seres humanos caminando por el mundo sin rumbo y sin futuro.

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El Juez Gálvez y su cita con la Historia

La misión de un juez guatemalteco cuyo compromiso con la justicia reta a las mafias.

La captura del Estado del Guatemala, perpetrado por las mafias en el poder, es total y pública. Los tres poderes -Ejecutivo, Legislativo y Judicial- ya han sido invadidos por quienes pretenden transformar una débil democracia en una dictadura, pero no con el propósito de gobernar, sino con la perversa intención de destruir por completo su institucionalidad en pleno. Para ello, cuenta con un sicariato organizado desde oscuras huestes militares y empresariales, cuyo empeño consiste en revivir los violentos tiempos que llevaron a ese país al conflicto armado interno que duró más de 36 años.

Las amenazas contra quienes todavía intentan detener esa debacle, cruzan todos los espacios públicos con un absoluto descaro; y los atentados contra la vida de operadores de justicia, periodistas, activistas sociales y organizaciones civiles son parte de un nuevo orden de cosas. Como consecuencia inmediata está el exilio de muchos de ellos, obligados a abandonar su hogar y su país para salvar su vida.

En medio del caos, el honorable juez Miguel Ángel Gálvez se ha transformado en uno de los últimos bastiones del estado de Derecho en Guatemala. Armado con su sólido conocimiento de las leyes, una rectitud a toda prueba y un profundo compromiso con la justicia, enfrenta algunos de los procesos de mayor impacto de los últimos años. Entre ellos, los dolorosos casos de las mujeres indígenas violadas en Sepur Zarco y del Diario Militar -el archivo de la muerte con las fichas de miles de detenidos, desaparecidos y asesinados entre 1983 y 1985- los cuales involucran a ex miembros del Ejército y constituyen estremecedoras evidencias de los horrendos crímenes cometidos por el Estado con la complicidad de la cúpula empresarial, ante el silencio de la comunidad internacional.

El hecho de ligar a proceso a un grupo importante de ex militares de alta graduación representa un acto de valentía extrema en un país invadido por las mafias en todas sus instancias, pero especialmente en aquellas como el Ministerio Público y las Cortes de justicia, desde donde se apaña la corrupción y la impunidad. Esto ha significado la condena a muerte -hecha pública por uno de los allegados al poder- para un juez íntegro como Miguel Ángel Gálvez, así como significó el exilio de operadores de justicia cuyo impecable desempeño puso en evidencia a las redes de corrupción que socavan al estado de Derecho.

La pérdida de las bases institucionales no ha sido totalmente evaluada por la ciudadanía. Si los sectores de mayor poder y los estratos urbanos de clase media creen que con la impunidad y la vía libre para perpetrar toda clase de actos de corrupción el país puede sobrevivir, están equivocados. Las últimas dos administraciones rompieron récord y acabaron con cualquier posibilidad de retorno de la democracia. 

Lo que ahora corresponde es una rotunda reacción ciudadana ante semejante pérdida. Acompañar al honorable juez Miguel Ángel Gálvez es un deber ciudadano. Este Quijote de la justicia ha tenido más de una cita con la Historia durante el desempeño de su difícil labor como jurista, dejando la marca indeleble de la honorabilidad, la ética y el amor por el país. Para Guatemala, la posibilidad de su exilio sería como cerrar el último capítulo, declarar oficialmente la muerte del Estado y entregar así todo el mando a sus peores enemigos.

El honor reside en el compromiso, la ética y la convicción de hacer lo correcto.

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La brevedad de la vida

Lo que las estadísticas no muestran: los efectos duraderos de la pobreza extrema.

América Latina es un continente rico. Eso lo sabemos cuando los medios nos enseñan la prosperidad de los más poderosos y del modo mañosamente legalizado como se apropian de aquellos recursos vitales -como el agua, las tierras y los minerales- para explotarlos y construir sus grandes imperios. Todo ello, sostenido por la dependencia económica de los sectores más necesitados. Los gobiernos, por su parte, son sus aliados incondicionales al haberse apoderado de los centros de control político gracias a leyes casuísticas en las cuales no figuran límites al financiamiento de sus campañas ni a la manipulación de la justicia. Agazapadas en la oscuridad, las organizaciones criminales se benefician de este singular sistema.

En estos paraísos de corrupción, los más afectados son los niños, niñas y adolescentes cuya existencia no marca prioridades en las agendas políticas. Utilizados como instrumento emocional en las propuestas electorales, son relegados al último lugar de los programas gubernamentales porque, obviamente, no tienen voz ni voto como miembros de la sociedad. Este abandono tiene consecuencias de largo plazo; una de ellas es cómo miles de niños y niñas, condenados a la desnutrición, a la pérdida de sus capacidades físicas y mentales, a la violencia derivada de sus entornos de miseria, son expuestos a una vida breve.  Además de aquellos que perecen por falta de nutrientes, hay muchos más quienes, como resultado de esa condición, terminan sirviendo de mano de obra barata sin posibilidad alguna de progresar en la vida.

La respuesta a una cuestión tan obvia la tiene el sistema político y la manera como se administra el Estado. La perspectiva, desde los estamentos políticos, no ha alcanzado la madurez suficiente para consolidar políticas públicas fundamentales y presenta fuertes deficiencias en su visión humanitaria o como quiera se le llame al más elemental sentido de responsabilidad con respecto de las obligaciones hacia la población más necesitada de ayuda. Por lo general, el típico discurso político sobre la desnutrición infantil se reduce a enseñar cifras y a mostrar satisfacción si el porcentaje es uno o dos puntos menor que el año anterior; así, el hecho de señalar avances insignificantes les parece un éxito aún cuando el número de niños muertos no tenga visos de desaparecer.  

Se supone que luego de tantos estudios elaborados por los organismos internacionales, las secretarías, las comisiones y los expertos contratados para ejecutar los planes, a estas alturas podría existir programas bien estructurados de tolerancia cero contra la desnutrición crónica a nivel continental, así como asignaciones eficaces y transparentes de recursos con acciones orientadas hacia mejorar políticas de desarrollo sostenible en las áreas de mayor incidencia. 

Los parámetros de desarrollo -en países con riquezas tan enormes como sus sectores de pobreza- deberían estar sustentados en indicadores válidos y técnicamente correctos sobre políticas para erradicar la desnutrición crónica infantil. Para ello, los programas de asistencia alimentaria deben independizarse de las estrategias propagandísticas gubernamentales y funcionar de manera conjunta con organizaciones de la sociedad civil que les sirvan de aval. La sociedad, si se involucra y desecha sus prejuicios, sería capaz de cambiar esta atroz realidad de la infancia. 

El hambre no es una maldición, es producto de la corrupción de los gobernantes.

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La mujer marcada

La intolerancia religiosa impuesta a las mayorías asemeja otra forma de fascismo.

La condena a 30 años de prisión contra una mujer salvadoreña por un aborto involuntario, revela de modo explícito el profundo desprecio de un Estado -bajo régimen dictatorial- por los derechos de una parte mayoritaria de su población. El solo hecho de marcar una administración con el sello del autoritarismo extremo, persiguiendo a los jóvenes y castigando a las mujeres, constituye una peligrosa señal para otras naciones latinoamericanas que siguen esa tendencia.

En nuestro continente, el tema del aborto ha ido imponiéndose en las agendas como un modo de rescatar los derechos de las mujeres, tradicionalmente sometidos a la imposición machista e intolerante de las instituciones eclesiásticas y legislativas. Pero, sobre todo, como un intento de colocar el tema en la agenda de salud pública que le corresponde, en países en donde supuestamente existe separación entre iglesia y Estado. Sin embargo, el poder inquisitorial de estos sectores ha permeado en otras instancias y va dejando su huella en un debate ciego, según el cual ninguna mujer es dueña de su vida ni de su cuerpo. 

Foto: Niña con globos, de Linda Forsell

Ya lo afirmó hace tiempo el obispo de San Cristóbal de las Casas, Felipe Arizmendi, quien aseveró en un documento oficial que: “Es una aberración y una ignorancia culpable, afirmar que la mujer es dueña de su cuerpo y que se puede deshacer del feto que lleva en su seno. Este no es responsable de los deslices de la madre”. Con ello, el obispo Arizmendi automáticamente asume varios conceptos, dándoles el carácter de válidos e irrebatibles.  El primero, es que la mujer no es dueña de su cuerpo. De ese modo, el religioso legitima toda política de sometimiento de la mujer como sujeto de la sociedad a un papel subordinado, negándole por principio su derecho al libre albedrío y al goce de todos los derechos inherentes al ser humano sin distinción de sexo, raza ni condición social. Y luego, que el embarazo es producto de un “desliz”.

El debate sobre la despenalización del aborto, por tanto, polariza a las sociedades por el poder emanado de los púlpitos, estableciendo un vínculo estrecho entre las doctrinas religiosas y las leyes que rigen a las sociedades desde sus textos constitucionales. De este modo, se pretende establecer de manera tajante la condición subordinada de la mujer como ente reproductor, sin mayores derechos sobre su propia existencia como ser humano.

Uno de los pretextos para condenar el aborto es calificarlo como una “solución fácil”, para eliminar los resultados de una vida de excesos, o como un método de control de la natalidad, pasando un conveniente borrador por las escandalosas cifras de pedofilia, violaciones sexuales de niñas, adolescentes y mujeres, víctimas de trata y de otras formas de violencia. Tampoco parece tener un espacio, en las reflexiones de los sectores más conservadores, la escandalosa cifra de abortos inseguros en Latinoamérica, que según la OMS alcanzan a 3 millones 700 mil cada año. 

La negación del derecho de la mujer sobre su cuerpo es un tema antiguo y de enorme impacto social. Unos de sus más reveladores capítulos fueron los ensayos sobre reproducción obligatoria con el propósito de “perfeccionar” la raza, perpetrados contra víctimas inocentes durante el régimen nazi en Alemania. Pero no son los únicos. La postura radical y absoluta contra la práctica del aborto -sin distinción de causales- en algunos de nuestros Estados, no se aleja mucho de esa imposición, también ella dictada bajo el amparo de la ley.

La separación entre Iglesia y Estado es una condición fundamental en la democracia.

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La cultura del olvido

El cerebro humano posee un mecanismo capaz de eliminar el recuerdo del dolor.

Durante el transcurso de los años, los acontecimientos más decisivos de la historia de la Humanidad van adquiriendo el tinte sepia de las viejas fotografías. Se transforman poco a poco en leyendas o, en el mejor de los casos, en acontecimientos aislados a los cuales se ha desprovisto de su impacto en la realidad actual. Así es como se los enseña en las clases de historia, quizá con el propósito de aislarlos en una cápsula de tiempo para esterilizar su trascendencia. 

Sin embargo, esos hitos representan momentos en los cuales la ruta se ha torcido para marcar un camino nuevo, aunque no siempre mejor. En la medida como las sociedades avanzan presionadas por los desafíos de la supervivencia, sus momentos de dolor y de pérdida van quedando rezagados en una bruma propicia para el olvido, lo cual representa el enorme riesgo de repetir el ciclo una y otra vez abandonando, a lo largo de esa huella, los sueños y ambiciones de crear sociedades más justas y humanas. Es la cultura del olvido, una enfermedad colectiva que, como un virus maldito nos ha condicionado a dejar atrás las lecciones más valiosas.

Una de las consecuencias de este fenómeno colectivo es el rebrote de movimientos marcados por el racismo y la violencia fascista en países que experimentaron lo peor del nazismo durante las mayores y mas crueles cacerías humanas de la historia, pero también extendidos al resto del planeta. Es un ejercicio de poder y perversión cuyo germen pareciera estar presente en el núcleo mismo de la especie humana, tal y como se manifiesta en otras cacerías, perpetradas bajo unas reglas que segmentan a las comunidades entre quienes poseen el derecho de vivir y quienes han de ser exterminados.

Un proceso similar se produce frente al agotamiento de los recursos, la destrucción de los ecosistemas y la mortal indiferencia de quienes tienen el poder de intervenir para cambiar el curso de los hechos. Las comunidades humanas -parte del problema y también de la solución- solo observan, con actitud escéptica y conformista, cómo se destruye su mundo. Las evidencias sobre la extinción de especies, consecuencia del afán de riqueza y poder, van de la mano con las imágenes de civiles -convertidos en “daños colaterales” en medio de ataques bélicos de enorme magnitud- cuyo único propósito es el control económico y geopolítico para quienes tienen el poder.

Los mecanismos de eliminación de la memoria se activan en cuanto la realidad comienza a estorbar nuestro pequeño mundo cotidiano y a causarnos molestias en la conciencia. Es la manera de sacudir de nuestra mente algo sobre lo cual no tenemos modo de incidir; es el mecanismo del cangrejo que busca una concha vacía en la playa para esconderse de sus depredadores y seguir adelante con su vida. El problema es que no tenemos un refugio para protegernos de la destrucción de esos elusivos marcos de convivencia en los cuales hemos basado nuestra confianza. Entre ellos, la idea purificada y abstracta del significado de democracia.

En la ruta del olvido y la conformidad hemos terminado por abandonar nuestro papel activo como miembros de sociedades organizadas. Nos han cambiado las reglas del juego y seguimos jugando sin conocer los trucos del adversario, porque tampoco sabemos quién es. Como el cangrejo, buscamos el refugio precario en el olvido. Y, como el cangrejo, nos creemos inmunes al ojo entrenado de los depredadores que nos rodean.

   Estamos expuestos a los efectos del pasado cada vez que intentamos olvidarlo.

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Guatemala mata, un mensaje no tan subliminal

Hay metidas de pata y hay actos fallidos. No confundir.

Para explicar el extraño encabezado de esta columna, debo señalar que se refiere a la más reciente actuación de la secretaría de comunicación de la presidencia de la república de Guatemala en donde algún genio del diseño tuvo la ocurrencia de crear un logotipo engañoso en donde se lee, claramente: Guatemmata. Es decir, un intento torpe por imprimir la idea de Giammatei (la doble mm) en la identidad del país. 

No está demás decir que este es solo un ejemplo mas de la incapacidad de quienes rodean a ese proyecto de dictador propio de una república bananera. Lo que llama la atención de este paso en falso, es la veracidad implícita en ese logotipo. En Guatemala, efectivamente, el Estado y su gobierno, matan. Matan a sus niñas, niños y adolescentes; matan cualquier oportunidad de desarrollo; matan a una justicia endeble y engañosa por medio de un sistema de corrupción nunca antes visto, apoyado por todos los poderes del Estado y, desde las sombras, por el sector empresarial organizado aliado con organizaciones criminales. Y también matan a quienes luchan por proteger su tierra y su democracia.

Imposible dejar pasar la oportunidad para señalar lo que ocurre actualmente en Guatemala. Un país abandonado por la comunidad internacional pero, aún peor: abandonado por sus habitantes de las áreas urbanas, divorciados por completo de sus coterráneos del sector rural a partir de estrategias divisionistas cargadas de racismo.

Guatemala es el ejemplo actual de lo que un país no debe ser. Sus mejores ciudadanos enfrentan un hostigamiento feroz que les obliga a abandonar su patria para sobrevivir. Periodistas y comunicadores éticos, afanados en una lucha sin tregua por investigar y difundir la verdadera tragedia en esta nación castigada, sufren toda clase de acosos y amenazas, se les impide el acceso a la información pública, se les persigue y, como si eso fuera poco, el sector político desde su más altas instancias organiza toda una red de desinformación, a la cual algunos medios de comunicación venales se unen sin dudarlo, haciendo uso de los abundantes fondos del Estado.

Delincuentes procesados por delitos de alto impacto -muchos de entre ellos vinculados al poder económico- se han refugiado en un sistema jurídico desmantelado a propósito y poblado de jueces y magistrados corruptos, con el propósito de criminalizar a los pocos juristas probos que van quedando y evadir así la acción de la justicia. No importa cuántas evidencias los señalen, en esta nueva Guatem-mata todo es posible. 

En medio de esta descomposición extrema, resulta sospechoso el silencio de la comunidad internacional. Da la impresión de que el colapso de un país tercermundista podría resultar beneficioso para sus empresas dedicadas a saquear recursos naturales, a sus planes de expansión económica o a la mas que obvia oportunidad de incidir en sus políticas internas. Porque así es como funcionan las dinámicas del poder y también el colonialismo solapado bajo planes de desarrollo. 

El creador del nuevo logotipo para Guatemala ha hecho, sin querer queriendo, una de esas revelaciones inconscientes que suelen definirse como un acto fallido. En la verdad no hay engaño y ese país abundante en recursos y riqueza, pero gobernado por una pandilla de empresarios, políticos, narcotraficantes y militares corruptos, es ahora el ejemplo más lamentable de cómo es posible saquear a una nación ante un mundo impávido, manteniendo divididos a sus ciudadanos para conservar la impunidad absoluta sobre sus crímenes.   

El colapso de un país tercermundista ante la pasiva mirada del mundo.

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Mi romance con la Tierra

De nada sirve el conocimiento si solo se aplica para destruir nuestro planeta.

Como cualquier hija de vecino, tengo un origen mezclado de raíces europeas con ramajes indios, cultura cosmopolita, arrestos de diletante, gustos caros pero necesidades de poca monta. Y así como yo hay miles, millones de seres humanos que se creen únicos e irrepetibles y actúan en consecuencia como si el sol les alumbrara en exclusiva. 

Lo que resulta difícil de aceptar es la realidad simple y cruda de ser un número más entre los miles de millones de entes contaminadores en este planeta pequeño y frágil que nos tocó para nacer, vivir y reciclarnos. Desde la cuna hemos recibido el mensaje falso del dominio humano sobre los elementos, sobre la tierra, el mar y el firmamento, sobre la luna y los planetas; de hecho, nos repitieron hasta la saciedad la escena del alunizaje para grabar en nuestra mente esa noción de superioridad divina que gobierna la conciencia. 

Y nos lo hemos creído a pies juntilla, rechazando todo cuanto limite nuestro indiscutible poder sobre el espacio que ocupamos y del cual nos creemos los dueños absolutos. Y así, haciendo gala de nuestro derecho de propiedad, hemos sembrado de basura los mares, convertido vergeles en desiertos áridos e inhóspitos, coronado de laureles y honores a los peores depredadores de las riquezas naturales adjudicándoles el dudoso mérito de generar desarrollo económico, agotado las reservas de agua, talado los bosques y exterminado a insectos, aves, peces, reptiles y mamíferos —por deporte, con saña y porque sí— como si en ello nos fuera la vida. 

Hoy vemos con desolación que las advertencias apocalípticas sobre el deterioro ambiental, a las cuales tachamos de exageraciones sin fundamento o pura histeria de unos pocos idealistas, se han transformado en huracanes e inundaciones, sequías, hambre, miseria, epidemias y un futuro cargado de incertidumbre. 

Hoy hacemos desfiles para celebrar el Día de la Tierra sobre ciudades contaminadas y contaminantes, sin reparar en nuestro aporte personal a la muerte segura de un mundo que ofreció tanto que, sin nosotros saber apreciar su maravilloso y sutil equilibrio, decidimos explotar hasta su extinción en un afán arrogante por transformarlo todo en objetos desechables. Mi romance con la Tierra -y también el suyo- consiste en manifestaciones carentes de fuerza, en pensamientos idealistas de cómo deberíamos actuar, pero sin la convicción suficiente para hacerlos realidad y aportar al gigantesco desafío de salvar todo esto que nos rodea y en cuya creación ninguno de nosotros ha tenido la menor influencia. 

Así como yo, muchos nos hemos alejado de la sagrada regla de la egolatría humana. Por ello, personalmente no creo ni un ápice en el cuento de la superioridad humana por sobre las demás especies, pero tampoco tengo el poder de cambiar ese pensamiento antropocéntrico entre quienes me rodean. A lo largo de los años me he convencido, con pruebas en mano, de que el ser humano en su versión actual y en su promedio más común, no es más que una enfermedad capaz de amenazar y extinguir la supervivencia de otras muchas especies maravillosas y no el motor de desarrollo que la industria del pensamiento nos ha vendido tan caro. La única especie considerada inteligente, es también la única capaz de destruir su propio hábitat y, de ese modo, negar la vida a su propia progenie. Mi romance con la Tierra, por lo tanto, huele a falso cada vez que aporto un gramo de contaminantes.

Somos una especie destructiva, contaminante e incapaz de asumirlo.

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Los trucos del discurso

El tráfago incesante de información nos tiene al borde de un total escepticismo.

El mundo se encuentra sumido en una lucha solapada, en cuyos frentes no existe el fuego ni se observa caer a las víctimas. Es un escenario producido para desconcierto de los más avispados y estructurado de tal modo, que identificar a los verdaderos contendientes resulte una tarea imposible. Apoyado por un sistema de tecnología de punta a cuyos entresijos jamás podremos acercarnos los seres normales, se invaden nuestros espacios físicos, nuestras percepciones de la realidad y nuestra capacidad de comprensión ante un cuadro plagado de trampas conceptuales. Las relaciones humanas también han entrado en ese juego perverso de suposiciones y miedos fabricados a propósito, dificultando aún más la tarea de practicar la sensatez.

Quizás nuestra dependencia de la tecnología y las comunicaciones globales nos haya quitado una buena parte de la capacidad de análisis, esa habilidad que en las buenas universidades nos enfrentaba a la tarea de separar -intelectualmente- la paja del grano. Hoy estamos condicionados a tragar la píldora entera de aquello elaborado por los más sofisticados centros de poder, con el propósito de creer. Así, simplemente. Creer en verdades sobre las cuales nada nos consta. Creer en la bondad de los “buenos” y en la maldad de los “malos”, sin acercarnos siquiera a las fuentes de esas certezas, tal como Hollywood nos hacía creer en un mundo bipolar, en donde el bien estaba siempre de un solo lado.

Es probable que en nuestro adn esté grabada esa urgencia de creer, por la facilidad con la cual solemos responder a los trucos del discurso. Cuestionarlo todo se considera un signo de rebeldía incompatible con los valores sociales y la buena conducta cívica. La obediencia se impone como conducta ejemplar desde las instituciones consideradas “nobles”, como las doctrinas religiosas y las castrenses, desde cuyos centros se santifica la sumisión y la guerra. En ambos, el heroísmo se vincula a la muerte. La guerra, entonces, se transforma en un acto rayano en la divinidad. 

Este sistema de imposición ideológica en el cual se han sumido los hemisferios del planeta, solo produce víctimas. El dominio de las comunicaciones, con su cauda de pérdida de confianza en la verosimilitud del discurso y de la información periodística, se ha convertido en una de las peores formas de la dictadura. Mientras nos cuentan la historia de la libertad y la democracia, nos quitan la libertad de acceder a esos valores supremos, imponiendo sistemas de inequidad y sometiendo a los pueblos a regímenes carentes de oportunidades, condenados a sostener la pirámide del poder. 

El enigma planteado para el futuro de la Humanidad resulta, entonces, imposible de descifrar. Cuando un solo hombre -como es el caso de Elon Musk- tiene la capacidad material para ofrecer acabar con el hambre del mundo utilizando su fortuna personal, deberíamos ser capaces de analizar ese hecho con la sagacidad suficiente para distinguir su monstruosidad implícita y no admirar semejante acaparamiento de la riqueza. Programados para creer en la palabra de quienes poseen mayor poder y en quienes reproducen sus discursos, en el fondo sabemos que este universo comunicacional es reflejo del mundo concreto, con sus verdades y falsedades, con sus ventajas y riesgos. Aprender a navegarlo es un ejercicio nuevo y complicado, sobre todo por ser un recurso inevitable de supervivencia.

Distinguir la verdad entre tanta falsedad es un recurso elemental de supervivencia.

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