“Si se entera, me mata”

Cuando las relaciones están teñidas de miedo, cuando el “otro” es tu peor enemigo.

¡Cuántas veces escuché esa frase, pronunciada al pasar…! “Si él se entera, me mata”. Casual como si el hecho de una amenaza de ese calibre formara parte de la rutina cotidiana, millones de mujeres en el mundo viven bajo la sombra de una dictadura conyugal considerada por muchas personas –hombres y mujeres- como parte de una realidad inevitable, avalada por la costumbre. Expresiones similares aparecen cuando se platica con profesionales de la salud, acostumbrados a ver casos de mujeres impedidas de utilizar métodos de control para evitar embarazos no deseados porque sus parejas lo prohíben, o aquellas deseosas de continuar con su educación pero impedidas de hacerlo porque su potencial independencia económica significaría un desafío contra la autoridad del marido.

No me refiero al siglo diecinueve sino a estos tiempos, tan restrictivos para la mujer como aquellos. Por supuesto, hay avances y muchas compuertas han caído bajo la presión feminista, pero muchas también se resisten a caer. Como por ejemplo, el derecho de las mujeres a una educación plena y de calidad, no solo en temas de salud sexual y reproductiva sino en todos los campos del saber. Las restricciones impuestas para impedir la educación de niñas y adolescentes para condenarlas a una vida de servidumbre se mantienen idénticas a las reinantes durante la época de la Colonia. De hecho, Guatemala aún conserva esos lejanos modelos de vida en muchos aspectos, casi todos ellos en detrimento de la calidad de vida de quienes por ser menos privilegiados se ven obligados a servir a otros, en condiciones de explotación.

De este sistema injusto derivan prejuicios de una injusticia intolerable para la mayoría de mujeres, cuya vida depende de decisiones tomadas dentro de un pensamiento patriarcal que las relega a la categoría de objetos para reproducción, servicio doméstico (en todos los círculos sociales, sin excepción), decoración y entretenimiento. Los parámetros de la sexualidad femenina han sido marcados por hombres acostumbrados a mandar porque asumen que las mujeres están supuestas a obedecer. De hecho, esta “orden suprema” persiste en las ceremonias del matrimonio religioso.

En este marco en extremo conservador se inserta uno de los debates más intensos: el derecho al aborto. Un tema de enorme trascendencia para millones de mujeres alrededor del mundo, cuyos avances en términos de legislación han costado tiempo, vidas humanas, campañas intensas de uno y otro lado del espectro, pero también el ejercicio constante de analizar con visión humanitaria y perspectiva social el drama cotidiano de mujeres enfrentadas a un embarazo no deseado.

El aborto representa no solo una ruptura de los mandatos de las doctrinas religiosas más extendidas en el mundo, sino una especie de amenaza a la autoridad patriarcal, uno de cuyos pilares es su capacidad reproductiva. De ahí el comentario de una mujer ante la pregunta de un profesional de la salud sobre por qué no usaba anticonceptivos: “Si él se entera, me mata”. En esta especie de orden suprema, mezcla de mandato divino con potencia del instinto reproductivo, las mujeres constituyen el centro de la atención y de las prohibiciones desde todos los ámbitos.

Este poder restrictivo de enorme fuerza social ha representado un enorme obstáculo para que la mujer posea el control absoluto sobre su cuerpo y sus decisiones en términos de concepción y maternidad. En esta lucha y en un mundo que no cesa de agredirlas sexualmente, las niñas, adolescentes y mujeres adultas siguen estando en el último lugar de la lista del goce irrestricto de sus derechos humanos. Es hora de avanzar.

Un mundo restrictivo contra los derechos de las mujeres, un mundo anclado en el pasado.

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La ira transformadora

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Un estado de frustración contiene toda la energía necesaria para generar cambios.

El iracundo reclamo de una niña por los asesinatos de 17 adolescentes en su establecimiento escolar ha sido el discurso más claro y rotundo contra la política clientelar de la Casa Blanca con respecto al control de armas. Fue Emma Gonzalez, estudiante del instituto de Parkland en donde Nikolas Cruz ingresó con un fusil semiautomático y comenzó a disparar a mansalva, dejando decenas de muertos y heridos, quien elevó la voz para preguntarle al presidente Trump cuánto recibe por proteger los intereses de la Asociación Nacional del Rifle.

El tema del control de armas, a pesar de esta tragedia reciente en el estado de Florida, no ha tenido eco en las altas esferas. El inmenso poder de este lobby se basa no solo en la segunda enmienda de la Constitución que permite la tenencia de armas como un derecho ciudadano, sino en una forma de cultura arraigada y alimentada por hábiles campañas en las cuales han transformado la afición por las armas en un ícono nacionalista. Es decir, en el “americanismo” per se.

Sin embargo, esta industria no afecta solo a Estados Unidos. La exportación de armas hacia otros países es uno de los más prósperos negocios estadounidenses, a lo cual se suma la enorme influencia política y estratégica que le otorga el poder de premunir de armamento a ejércitos afines a sus intereses en cualquier lugar del mundo, dentro de los marcos legales o fuera de ellos.

Las víctimas de este sucio negocio, por lo tanto, no se limitan a sus ciudadanos sino a millones de seres humanos alrededor del planeta, quienes resultan “víctimas colaterales” de uno de los negocios más prósperos y letales. Guatemala no escapa a esa influencia y tiene la enorme desventaja adicional de carecer de un sistema preciso para conocer el número y destino de las armas legales e ilegales que circulan por el país. De acuerdo con estimaciones de las entidades responsables del control de armas (Digecam), en Guatemala existe un arma registrada cada 25 personas, pero este indicador cambia sustancialmente si se añaden las provenientes del contrabando.

En un país como Guatemala, con uno de los índices de violencia más elevados del mundo, la “flexibilidad” institucional en este asunto de tanta importancia para la seguridad ciudadana constituye una amenaza constante para la vida y la integridad de su población. Poseer armas no debería ser considerado un derecho para la población civil, salvo casos excepcionales y estrictamente regulados. La alta incidencia de asesinatos cometidos por niños, adolescentes y adultos integrantes de organizaciones criminales tiene mucho que ver con la incapacidad de las entidades encargadas de velar por la seguridad de las personas.

Así como lo expresó Emma Gonzalez durante una manifestación contra la actitud pasiva de la Casa Blanca frente a la tragedia del colegio Marjory Stoneman Douglas, existe una responsabilidad directa de las autoridades en cada asesinato cometido con un arma comprada en una tienda o en el mercado negro y no hay excusa que valga para justificarlo.

Quizá la ira y la frustración creciente de nuestra sociedad incida en un cambio positivo de las leyes, reglamentos y actitudes frente a los instrumentos de muerte que son las armas en manos de seres agresivos y carentes de escrúpulos, incluidos en este amplio sector no solo los individuos que actúan al margen de la ley, sino también aquellos que lo hacen dentro de sus márgenes, haciendo abuso del poder para violar impunemente los derechos de los ciudadanos. Quizá sean la rabia y la impotencia los agentes de cambio, ya que no lo han sido los diálogos ni las manifestaciones pacíficas.

El poder de las armas es una amenaza constante, no importa en manos de quiénes estén.

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Una ventana hacia la nada

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Un proyecto vital para la niñez de Guatemala, carente de recursos y marginado por falta de interés.

Como una oportunidad para reducir la mortalidad materno-infantil se lanzó en 2013, con gran pompa, la Ventana de los Mil Días, iniciativa respaldada por organismos internacionales y cuyo objetivo es satisfacer las necesidades nutricionales de madres y sus bebés desde la etapa de gestación, porque “la desnutrición en niños menores de 2 años tiene efectos irreversibles en el desarrollo físico y mental, y atenta contra el futuro de una sociedad”, como acotó la doctora Guadalupe Verdejo, representante de OPS/OMS. Mucho ha pasado desde entonces y esa estrategia nunca prosperó.

La niñez guatemalteca es el último de los eslabones de la cadena. A ella llegan apenas los sobrantes del banquete y muchas veces ni siquiera eso. Como prioridad cero, tampoco los programas destinados a favorecerla experimentan una fiscalización estricta y, por ende, la desviación de los fondos destinados al desarrollo integral de la niñez pasa por debajo del radar.

Cuando se habla de corrupción se suele enfocar el objetivo en los detalles del saqueo sin poner el dedo en el problema central, que es la impunidad consecuente. Es decir, el pago por los delitos contra la integridad de las instituciones queda como una tarea pendiente mientras la ciudadanía gira su atención hacia otro escándalo y otro más, sucesivamente, perdiendo el hilo esencial de la acción de la justicia por los que ya hicieron titulares de portada.

De ese modo se van acumulando las deudas ante la ley, un nudo gordiano capaz de entorpecer durante décadas todo intento de avance en la labor de la justicia y la reparación de los daños cometidos contra la población, especialmente de menores recursos. Y así como sucede en el caso de este programa tan valioso para las nuevas generaciones, acontece con otros de mayor o menor impacto y queda en el imaginario social la idea de la imposibilidad de luchar contra la impunidad, porque ésta es ya parte de una subcultura imperante en todos los ámbitos.

El incumplimiento del programa de los Mil Días se podría catalogar como un crimen de lesa humanidad al condenar a un numeroso grupo de madres e hijos a una desnutrición forzada, privándoles de su derecho a lo que muy claramente les garantiza la Constitución Política de la República de Guatemala en su Artículo 1º. “Protección a la persona. El Estado de Guatemala se organiza para proteger a la persona y a la familia; su fin supremo es la realización del bien común.”

Por si quedara alguna duda, el Artículo 2º. insiste: “Deberes del Estado. Es deber del Estado garantizarle a los habitantes de la República la vida, la libertad, la justicia, la seguridad, la paz y el desarrollo integral de la persona.”

Muchos escándalos acaparan titulares. Innumerables casos de corrupción, algunos casi anecdóticos y otros de dimensiones grotescas mantienen en vilo la atención ciudadana. Sin embargo, la pérdida de capacidades físicas y mentales de miles de niñas y niños menores de 2 años ocasionada por falta de nutrientes y baja calidad de vida, queda únicamente señalada en estadísticas tan frías como insuficientes si se desea dimensionar el problema para ponerle un alto definitivo.

El país ha quedado señalado como uno de los más incumplidos en objetivos mundiales destinados al desarrollo integral de la persona. Sin embargo, no es únicamente por su incapacidad para ejecutar los fondos destinados a programas sociales, sino también porque los presupuestos fluyen hacia destinos ajenos y fuera de la vista pública. Detener el régimen de impunidad es tarea de todos, pero también lo es restaurar la confianza en las instituciones garantes del estado de Derecho.

La niñez ha sido prioridad de los gobernantes para el discurso en las campañas electorales; pero desde entonces, nunca más.

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Tierra de soñadores

“Que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son”, reza el monólogo de Segismundo en el famoso soliloquio de Calderón De la Barca.

“Sueña el rey que es rey, y vive

con este engaño mandando,

disponiendo y gobernando;

y este aplauso, que recibe

prestado, en el viento escribe,

y en cenizas le convierte

la muerte ¡desdicha fuerte!

¿Qué hay quien intente reinar

viendo que ha de despertar

en el sueño de la muerte?”

Palabras sabias del poeta, pero tan sabias como inútiles: no alcanzan a penetrar en la conciencia de quienes, convencidos de su fuerza y quizá soñando con la permanencia de sus falsas dinastías por los siglos de los siglos, aplastan los sueños de sucesivas generaciones…

Así es como en pueblos sometidos a la poderosa mancuerna de sus jerarcas, se cocinan alianzas duraderas, tan persistentes como las enfermedades terminales y tan nefastas como aquellas. Las medicinas populares contra el mal de la pérdida de memoria se reducen a unos ungüentos paliativos, unos pocos paseos por la plaza y muchas pláticas sociales cuya búsqueda de respuestas dura lo que un suspiro.

Sueños. Esos delirios de grandeza en unos y las nunca satisfechas ansias de justicia en los más, son como vapores que enrarecen el aire y contaminan las esperanzas de libertad. Por eso cuando surgen voces valientes son acalladas por las balas, en manos prestadas para no dejar huellas. Sueños. Tristes intentos de levantarse, una y otra vez, pretendiendo ignorar que las cartas dicen otra cosa desde las cumbres del hemisferio.

Mañana, dicen los sueños. Mañana se abrirán los caminos; hombres y mujeres desfilarán libres y sus opresores habrán pagado sus delitos. Pero esas promesas se diluyen y el despertar de los sueños provoca el agudo dolor de las promesas incumplidas. Entonces el desfile triunfal del sueño se transforma en el espectáculo de la miseria, del hambre y la desesperanza. Los falsos reyes habrán vencido una vez más, con la complicidad de sus vasallos y el ominoso silencio de las masas.

¿Es acaso la búsqueda de la felicidad una forma de demencia? ¿Es la vida humana una moneda de intercambio entre potencias aliadas en la extorsión y el saqueo? Abrimos los ojos y vemos el dantesco espectáculo de eso que los falsos reyes nos quieren vender como “víctimas colaterales”: niñas, niños, mujeres y hombres asesinados en nombre de la democracia y la libertad. No son sueños, es el despertar. Y entonces vienen los socios en el sucio negocio de la guerra a vendernos las armas sobrantes para armar a otros ejércitos a su servicio, en otras tierras. Esas que no les pertenecen.

En medio de sus sueños de libertad, los niños y niñas de Palestina se retuercen de dolor, atrapados en un campo de concentración israelí; también las niñas de Guatemala ven interrumpidos los suyos en el violento y deprimente entorno de un hogar del Estado. Ellas, así como los niños sirios acribillados por la metralla de imperios ajenos a sus tierras, también quieren despertar de sus pesadillas. Son sueños abortados en medio de una tolerancia demencial, sueños irrealizables en un mundo hostil con sus seres más preciados.

¿Cuándo se acabará el sueño? ¿O es, acaso, una pesadilla perenne y circular de la cual jamás despertaremos? Algún día surgirán las voces y serán de pronto tan estentóreas que no podremos ignorarlas, como tampoco podrán silenciarlas los falsos reyes y sus cómicos juglares –esos que en su incapacidad e ignorancia nos condenan a la miseria. Es cosa de tiempo para que su fuerza sonora abata con gran estruendo los falsos castillos y derribe de un soplo gigantesco las falsas dinastías. Ese es mi sueño.

“…Sueña el que agravia y ofende, y en el mundo, en conclusión, todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende”.

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