Chile: La carga del pasado

La dictadura dejó huellas dolorosas y profundas en la sociedad chilena.

Las recientes elecciones celebradas en Chile, en las cuales ha ganado por amplia mayoría Gabriel Boric, representando a una convergencia de partidos y organizaciones del abanico político desplegado desde el centro hacia la izquierda, han permitido constatar la fuerte división prevaleciente en esa sociedad. También ha dejado ver cómo el discurso del miedo, instituido desde los despachos en donde se diseñó la estrategia de la Guerra Fría, se ha mantenido inalterado por más de medio siglo en una buena porción de esa sociedad, el mismo sector que aspira a retornar a un sistema dictatorial. 

Este fenómeno, evidente durante la primera etapa de los comicios, en donde la extrema derecha superó a Boric por un mínimo margen, apoyando a un candidato abiertamente aliado de Augusto Pinochet -uno de los dictadores más sanguinarios del continente-, permite constatar la fuerza de la resistencia a un cambio con tendencia socialista en una de las sociedades más desiguales del continente. Sin embargo, la segunda etapa de la campaña se caracterizó por una toma de mayor distancia entre los mensajes de ambos bandos. 

Por un lado, los movimientos afines al cambio político, propuesto por el candidato de la izquierda, se unieron en un discurso de unidad y convergencia hacia la erradicación del sistema neoliberal que ha transformado a Chile en el paradigma de la desigualdad económica y social. Por el otro lado Kast, el candidato de la derecha, rodeado de una corte con características similares a las de los grupos neonazis europeos, lanzaba una campaña de falsedades, odio y temor con la intención de revivir los prolegómenos de un golpe de Estado que dejó secuelas imborrables en la sociedad chilena.

Ese intento de convertir las elecciones en un pulso entre la democracia y la tiranía -aun cuando esos extremos parecían pertenecer al bando contrario- logró algo que el candidato derechista no calculó bien: la derecha tradicional que lo apoyó en la primera vuelta de los comicios, resultó más inteligente que fanática y se desmarcó -tal como lo hizo el propio presidente Piñera- dejándolo solo en la recta final. El fascismo en el discurso de Kast y sus propuestas de retornar hacia un gobierno de corte pinochetista hizo retroceder a una gran parte de sus electores, a quienes esos extremos tampoco les parecía un escenario promisorio.

Pero hay que reconocer que los discursos de terror anticomunista, engendrados en plena Guerra Fría, constituyen aún un mecanismo de división social extremadamente efectivo. Hoy seguimos viendo en las redes sociales y en los medios de comunicación cómo resurge el odio hacia cualquier intento de cambio político, social y económico. Es la poderosa carga del pasado, cuyas cicatrices están visibles en un sector amplio de la sociedad chilena. 

Las propuestas del nuevo mandatario constituyen un compendio de medidas consensuadas entre todo un abanico de colores políticos; y, además, responden a las demandas de un amplio sector de la población. Entre ellas se incluye el respeto por las diferentes corrientes políticas; el apego irrestricto a la institucionalidad; el apoyo a al trabajo de la Convención Constitucional en su esfuerzo por redactar un nuevo marco de normas jurídicas, capaz de reflejar la realidad actual y erradicar la huella de la dictadura y, como una de sus prioridades, abrir los caminos para consolidar un sistema verdaderamente igualitario y democrático.

Las huestes de extrema derecha no han cesado en contaminar el ambiente con sus proclamas de odio y terror. La repetición de la mentira, una estrategia del nazismo, se ha transformado en su leit motiv con la intención de abrir aún mas las brechas que separan a la sociedad chilena. Su intención es clara: mantener la chispa cerca del combustible con el fin de provocar otra crisis que les favorezca. Esta vez, sus estrategias huelen a fracaso ante una ciudadanía mucho más activa y atenta. Una mayoría ciudadana que por fin se siente representada por un equipo joven y emprendedor, cuyas capacidades serán evaluadas durante los próximos cuatro años.

Erradicar el racismo y la desigualdad es todavía un objetivo difícil de alcanzar.

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Una sociedad distópica

Las condiciones de vida, desde el origen marcan el futuro y lo sellan.

No es difícil comprender cómo el cuidado amoroso y educado hacia un recién nacido es el punto de partida para una vida satisfactoria y exitosa. En ese trayecto fundamental de los primeros años, la nutrición es la materia prima para garantizar la formación de un cuerpo saludable y un cerebro plenamente funcional y activo, mientras el amor aporta su cuota en el bienestar y la confianza. Cuando estos elementos están ausentes, se genera un deterioro irreversible capaz de comprometer no solo las funciones orgánicas y la formación de un esqueleto sano y fuerte; también las capacidades intelectuales y la visión de sí mismo.

Por esta razón se podría afirmar que las naciones en donde impera la corrupción, regidas por gobiernos capaces de privar a la población de los recursos mas elementales para su supervivencia -Guatemala es el mejor ejemplo- son países distópicos. La distopía se caracteriza por ser una realidad que transcurre en términos opuestos a la utopía, representando un futuro indeseable para una sociedad hipotética. Es decir, un camino hacia la destrucción de sus fundamentos humanos. Es posible señalar a Guatemala como el ejemplo representativo de esta condición peligrosa, ante datos tan esclarecedores como ciertos indicadores de desarrollo social que la sitúan a la cola de las naciones. Entre ellos, su escandaloso índice de desnutrición crónica infantil -49.8 por ciento, es decir uno de cada dos niños- o el cociente intelectual promedio para la población guatemalteca, situado en 47.72 puntos, cuando el promedio mundial gira entre los 85 y 90 puntos. A esto se debe añadir que la población de este país presenta la estatura más baja a nivel mundial (The Lancet) y se encuentra en el lugar 142 de entre 195 países en el Índice de Seguridad Global en Salud.

Esta situación lleva a Guatemala hacia un futuro distópico garantizado. El trabajo fino, la trama perversa cuyos efectos se plasman en esos terribles indicadores, tiene una identidad reconocible: la cúpula económica de carácter colonialista de esa rica nación centroamericana. Desde el corazón de la organización empresarial, convertida en un cártel explotador, surge ese cuadro de miseria y corrupción que ha colocado a ese país en una ruta certera hacia el fracaso. Las consecuencias están a la vista en decenas de miles de guatemaltecos que prefieren arriesgar la vida y emprenden el camino hacia el norte, sin garantía alguna de éxito.

Desde el retorno a la democracia sus gobiernos, sin excepción alguna, han obedecido fielmente los mandatos de las cúpulas económicas -respaldadas con fidelidad por un ejército alejado de su naturaleza- y se han dado a la tarea de socavar la institucionalidad para convertir a Guatemala en un territorio controlado por los cárteles de la droga y un sector político venal, divorciado del mandato constitucional. Dados los indicadores vergonzantes en donde se evidencia el profundo deterioro de este país, se puede colegir cuanto esfuerzo requeriría volver a situarlo en la ruta del desarrollo.

La estrategia del sector dominante ha tenido un impacto indiscutible en la consolidación de un sistema tan eficaz. Cada cuatro años, la población de Guatemala elige a un individuo -ya destinado a ocupar su primera magistratura- elegido en el corazón del poder económico y lanzado a un circo electoral de mentiras. Corren así las tácticas más pedestres para atraer a los electores, quienes han sido bombardeados por las viejas consignas de la Guerra Fría y la machacona insistencia en una visión racista y discriminatoria para mantener latente la división social. Es decir, los hilos se manejan desde los despachos herméticos del poder económico y la ciudadanía -gracias a una efectiva política estatal de obstrucción de la educación- termina por ceder ante la fuerza de campañas millonarias y ofertas oportunistas.

La educación, como ya se ha repetido en tantas ocasiones, es indeseable para quienes detentan el poder. Por ese motivo tan evidente es que gobiernos como el guatemalteco secuestran los programas educativos y escatiman fondos para el desarrollo de su infraestructura. En el fondo, se trata de convertir a las nuevas generaciones en un recurso económico más.

Cuando gobierna el capital, la ciudadanía se convierte en un activo más.

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El difícil arte de ser ciudadano

Solemos creer, ingenuamente, que sabemos cómo actuar en sociedad.

Con peligrosa frecuencia se ignora el significado de ejercer la ciudadanía. El peligro reside en el hecho de que, aun cuando este estado cívico implica compromisos, obligaciones y una conciencia madura para desempeñar el papel correspondiente en la comunidad a la cual pertenecemos, en la actualidad esta toma de conciencia es una rareza digna de estudio. De acuerdo con el Diccionario de la Lengua Española, se considera ciudadana o ciudadano a “una persona considerada como miembro activo de un Estado, titular de derechos políticos y sometido a su vez, a sus leyes.”. Esta es una de tantas definiciones relacionadas con un tema que trasciende desde las más profundas discusiones de los filósofos de todos los tiempos.

Esta reflexión viene al caso dados los movimientos electorales en nuestro continente latinoamericano. Al observar el desempeño de estas sociedades, enfrentadas a una elección de autoridades y, por ende, al futuro inmediato de la trayectoria de su país, se puede apreciar cómo los sistemas político económicos imperantes han transformado estos procesos en una competencia ajena al verdadero significado de la función del estadista. Por el contrario, los bandos suelen sumirse en una contienda cargada de trucos de mercado y argumentos falaces con el objetivo de vencer al oponente.

Ante este circo de pésimo gusto, la ciudadanía se siente atrapada y sin opciones, dada la manera cómo se han ido amarrando los hilos de legislaciones totalmente controladas por las clases dominantes. De este modo, el ejercicio del supuesto poder ciudadano se ve limitado a marcar un voto en una papeleta. A partir de ahí, las cosas suelen suceder como si ese voto fuera la firma sobre un cheque en blanco. El problema de ignorar los alcances de la responsabilidad y derechos implícitos en la calidad de ciudadano es, precisamente, la impotencia ante el abuso de poder tan frecuente en nuestros países después de un proceso electoral.

Un ejemplo de la ausencia de poder ciudadano es la impunidad sobre las promesas incumplidas por quienes alcanzan el poder. Ante esta falta grave de las nuevas autoridades, el pueblo actúa con resignación, convencido de no poseer los instrumentos legales para exigir cumplimiento. Sin embargo, muchos de esos instrumentos existen en sus textos constitucionales, textos que la abrumadora mayoría de los habitantes desconocen. Esta es una de las grandes falencias de los sistemas educativos de nuestros países, estrategia hábilmente concebida para mantener al pueblo en la ignorancia.

El elevado abstencionismo presente en países cuya legislación permite a los electores no ejercer su voto, es una prueba fehaciente de cómo los sistemas políticos han fallado al no reforzar el concepto de responsabilidad cívica entre sus nuevas generaciones. Todo lo contrario, se las incita a despreciar el ejercicio de su ciudadanía como una manera de rechazar lo impuesto por los centros de poder, cuando en realidad se debería poner a su disposición toda clase de recursos educativos para guiarlos hacia una efectiva toma de conciencia y una participación activa como miembros de la sociedad.

El grave peligro de dejar las decisiones en manos de quienes han demostrado falta de ética, carencia de escrúpulos y un bagaje ideológico capaz de llevar a nuestros países al borde de la guerra civil, procede del impedimento del ejercicio de una ciudadanía consciente e informada, única vía para fortalecer nuestras inestables democracias. El solo hecho de elegir a gobernantes corruptos, fascistas y con un discurso abiertamente agresivo contra los derechos de la población, es la demostración fehaciente de cuanto necesitamos mayor conciencia ciudadana. El desafío es cada vez mayor, al considerar la influencia de potencias ajenas a los intereses nacionales, empeñadas en una competencia global por el control geopolítico. 

Nuestros pueblos necesitan comenzar a salir del letargo en el cual los ha sumido el miedo y la impotencia. Pero nuestros pueblos no se reducen a las grandes urbes; comprender esa realidad es un paso importante para asimilar la dimensión del desafío.

El discurso político está dirigido a sociedades poco capacitadas para incidir.

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Los medios de la infamia

La mentira es el recurso de los tiranos; reproducirla es un acto de corrupción.

Desde el invento de la imprenta hasta la explosión mediática a través de la red global, en donde se cruza toda clase de información pública y privada, las comunidades humanas se han visto condicionadas a consumir lo que otros proveen. Desde el humilde volante hasta los mas sofisticados trabajos de impresión, todo material de lectura y/o de imágenes trae consigo un factor de credibilidad inmediata, previo a ser analizado, confrontado con sus fuentes y considerado veraz. Por esa cualidad intrínseca del poder de la palabra, es tanto mas peligrosa la desviación ética de estos recursos.

A pesar de conocer -de manera intuitiva o comprobada- esta debilidad de los medios informativos, la mayor parte de la población mundial consume vorazmente sus contenidos y actúa de acuerdo con esas propuestas. Esto tiene un especial impacto durante los procesos electorales en países en vías de desarrollo, en donde las grandes mayorías carecen de elementos de juicio para separar la paja del grano y sacar sus propias conclusiones. Esta debilidad obedece generalmente a políticas de Estado enfocadas en obstruir los accesos a la educación pública de calidad.

Un pueblo educado es un peligro para la clase política y las élites económicas, lo cual se traduce en la consolidación de sistemas informativos tendentes a manipular la conciencia ciudadana en todos los niveles posibles. La administración de los recursos públicos -tales como las frecuencias para la transmisión por radio y televisión- en manos de gobernantes venales, ha convertido a estos recursos estratégicos en un botín y, por consiguiente, en una amenaza para la estabilidad democrática de naciones débiles. La influencia ejercida por medios masivos de comunicación, capaces de llegar a todos los rincones, es un arma efectiva en la búsqueda de un poder político absoluto, dentro de un sistema de explotación y dominio económico corrupto.

En esta actividad han estado empeñados, a lo largo de la historia de nuestro continente, importantes medios de comunicación, cuya incidencia en las políticas locales se ha basado en la mentira y la desinformación, coludidos con los grupos de poder y poseedores de una enorme capacidad para difundir conceptos, ideas y propuestas dirigidas a la conservación de un sistema caduco e ineficaz de gobernanza. Estos son los medios de la infamia, cuya labor ha consistido de manera consistente en destruir la dinámica propia de las democracias, por medio del engaño.

Ante ese poder mediático inmenso, cuya red tiene alcance continental y se administra desde la distancia en despachos inaccesibles por individuos capaces de negociar sus privilegios con los gobiernos locales, la ciudadanía está totalmente indefensa. Su derecho a la información -un derecho consagrado por textos constitucionales y pomposos acuerdos internacionales- es violado a diario por estos medios enemigos de la ética periodística. Ese poder se traduce en la consolidación de sistemas políticos capaces de frenar el desarrollo de los países y mantener a los pueblos bajo el yugo de la miseria, pero más destructivo aún es su efecto en la mente de millones de seres humanos.

A esta infame dictadura mediática se oponen los esfuerzos de un gremio periodístico independiente que lucha desde plataformas alternativas -y de algunos medios tradicionales éticos- con el propósito de ofrecer la otra cara de la moneda: información veraz, investigada a fondo, comprobada, de interés público y capaz de arrojar una potente luz sobre la opacidad de los gobiernos. Esta prensa independiente, sin embargo, sufre constante acoso y amenazas desde los centros de poder político y económico, para los cuales la información ética representa una amenaza a sus privilegios. Para la ciudadanía, este esfuerzo titánico de periodistas dignos y consecuentes constituye un valioso recurso, pero también una vía para la recuperación de su espacio de participación cívica. Apoyar al auténtico periodismo y aprender a distinguir la verdad de entre la abundancia de mentiras mediáticas, es una habilidad fundamental para estos tiempos.

El poder de la palabra es también un arma de doble filo.

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