Un agujero en la red

Y sabían de la existencia del emperador, pero nunca quisieron reconocerlo…

 Es doloroso observar cuánto sufrimiento padecen los pueblos de América Latina. Doloroso y frustrante porque su causa es de conocimiento general, lo cual en lugar de propiciar un mejor desempeño de los gobernantes para aminorar sus penas, resulta en la consolidación de los sistemas dictatoriales y represivos para satisfacer las exigencias de un emperador codicioso cuyo puño se dibuja detrás de cada decisión de Estado.

La historia comenzó hace mucho, cuando descubrieron el inmenso tesoro a flor de tierra en su mal llamado “patio trasero” y desde entonces planificaron y ejecutaron con especial empeño un plan para convertir estas tierras de prodigio en su bodega de suministros a precios de quemazón. Para ello fue importante contar con el entusiasta concurso de las élites económicas, ya que de los ejércitos y los políticos se encargarían sus enviados especiales. Y así se fue consolidando el despojo y fue creciendo la miseria, porque para garantizar el éxito de su estrategia era fundamental mantener al pueblo en la ignorancia y la dependencia.

Es de imaginar, entonces, cuánta rabia siente ese imperio al ver a una Cuba insumisa y rebelde que ni siquiera con el perverso bloqueo económico y comercial ha descendido a rendirle tributo. Cuánta rabia contenida al ver a una Bolivia emerger de la más profunda miseria para emprender un camino de desarrollo basado en el aprovechamiento de sus recursos después de siglos de saqueo para enriquecer a un puñado de familias y compañías multinacionales. Cómo les ha de doler una Venezuela que les niega la propiedad de su petróleo y con cuánta ansiedad esperan ver caer a Brasil y con ello ver abrirse las puertas de la Amazonia. Esos agujeros en su red han de trastornar el sueño del emperador y entonces, como compensación, clava su estaca en el corazón mismo de Centroamérica para dejar bien claro quién manda en la región, apoyando a unos gobiernos considerados entre los más corruptos del planeta.

El lamentable y destructivo actuar del imperio no sería tan grotesco si por lo menos no presumiera de representar a la democracia y la libertad. Desde sus bunkers de hormigón en las capitales latinoamericanas emanan las reglas de ese juego al cual los gobernantes se deben ajustar para tener acceso a los privilegios, a la riqueza y al pequeño espacio de poder que se les concede mientras no mencionen las palabras prohibidas: justicia social, nacionalización de los recursos, reforma agraria, protección de la naturaleza, derechos humanos. Mientras tanto, los menos favorecidos –es decir, la inmensa mayoría- se debaten en la desnutrición, la falta de oportunidades y la ruina de su entorno natural.

Ese imperio cuya bandera sigue clavada en el corazón de nuestros países nos recuerda cuán lejos está el continente de ser soberano, independiente y capaz de generar un desarrollo económico, social y político que ponga fin a la desigualdad y la explotación. El falso discurso de la cooperación no es más que la extorsión fácil de quien se sabe superior en poder y recursos. De quien impunemente cruza las fronteras con sus armas mientras se las cierra a miles de migrantes desesperados por sobrevivir. De quien amenaza con el hambre a quienes ya ha despojado de sus riquezas y lo hace con la abierta complicidad de supuestos líderes locales entronizados gracias a su interesado respaldo. Este escenario no es nuevo y la historia de tiranos sanguinarios, dictaduras feroces y derrocamientos oportunistas nos dice cuán lejos estamos de ese sueño de libertad, desarrollo e independencia anhelado por nuestros pueblos.

Mientras con una mano da una limosna, con la otra se roba la riqueza.

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El barniz se descascara

Las reacciones lo dicen todo frente a la ola migratoria latinoamericana

Los fenómenos migratorios forman parte ineludible de la historia de la Humanidad. Múltiples motivos han generado desplazamientos de grandes conglomerados humanos desde que aparecieron sobre la faz de la Tierra: sequías, inundaciones, invasiones, pestes y hambrunas han obligado a comunidades enteras a buscar refugio en otras latitudes. Por lo tanto, es preciso observar el fenómeno desde una perspectiva más amplia y no como un problema puntual de un país o una región determinados.

Las recientes oleadas de migrantes procedentes de países en crisis han impactado a quienes, con una mezcla de solidaridad y repudio, ven a las familias en tránsito o en proceso de convertirse en residentes permanentes como una amenaza latente, sobre todo cuando esos movimientos migratorios son masivos y objeto de gran atención mediática. Pero también existen migraciones lentas y sostenidas, como las procedentes de los países más afectados por la miseria y la violencia, cuyos habitantes van escapando en un goteo constante hacia tierras más prósperas buscando aquello que su patria no les brinda.

Nada hay más injusto como el rechazo hacia quienes por necesidad abandonan su tierra, sobre todo si está basado en la ignorancia y el prejuicio. Para comprender la dimensión del drama humano implícito en una migración forzada por el hambre y la violencia, es preciso acercarse y conocer cómo el miedo y el instinto de supervivencia son fuerzas tan poderosas como para inducir a una familia a enfrentar los riesgos de una ruta desconocida y plagada de obstáculos. La criminalización de los migrantes por parte de líderes de países poderosos –el caso Trump y sus mensajes de odio y racismo hacia los pueblos latinoamericanos- no hace más que provocar un eco destructivo en ciertos sectores de la sociedad, tanto aquella perteneciente a los países que experimentan el fenómeno de paso como de ingreso de migrantes, ambos temerosos de la amenaza implícita en todo lo que escapa a su visión conservadora y proteccionista.

Esta falta de empatía es claramente perceptible en un amplio sector de la sociedad estadounidense, pero también en ciertas capas medias urbanas de los países afectados, cuya aparente sensibilidad humana desaparece ante la vista de la cruda realidad de sus periferias, en donde se hacen visibles los estragos de la corrupción, la desidia gubernamental y la indiferencia ciudadana. En países con elevados indicadores de desigualdad, pobreza, violencia y desnutrición, la huida hacia otros horizontes es casi inevitable y termina siendo el resultado obvio de la falta de oportunidades y del círculo vicioso de una miseria abrumadora.

En esta era de la comunicación instantánea y ante el desarrollo de los procesos migratorios masivos en algunos países de la región, llama la atención la abundancia de comentarios xenófobos y racistas contra quienes arriesgan su vida y la de sus hijos en la búsqueda de una vida mejor. Al parecer, olvidan su propio origen –producto de otras migraciones con similares motivos-, reniegan de sus ancestros y con ello hacen evidente que el lustre de barniz de solidaridad y empatía se descascara ante la menor amenaza a su marco de valores y estilo de vida. Muy pocos habitantes de este continente pueden considerarse plenamente pertenecientes a su territorio. Las migraciones europeas, asiáticas y africanas han poblado, mezclado y asentado sus reales en estas tierras pródigas de las Américas. Las pretensiones de pureza étnica o nacionalismos herméticos son por lo tanto cada día más insostenibles y absurdas, pero sobre todo aterradoramente inhumanas.

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Hablemos de soberanía

Un continente lleno de recursos, incapaz de gobernarse a sí mismo.

Hay que comenzar por definir los términos, ya que de acuerdo con la Academia de la Lengua Española, soberanía es el “poder político supremo que corresponde a un Estado independiente” y Estado es “el conjunto de los órganos de gobierno de un país soberano”. Uno y otro interconectados en el concepto de independencia política como uno de los pilares fundamentales de cualquier sistema de gobierno. Por lo tanto, para presumir de pertenecer a un Estado soberano existen condiciones específicas que, cuando estas no se cumplen, vacía de contenido cualquier discurso emitido por un político en el poder.

Ningún país latinoamericano posee ese rimbombante título. Condicionados y corrompidos en todos sus estamentos por el poder económico y político de países mucho más poderosos cuyos intereses siempre prevalecerán por sobre los de los pueblos sometidos a sus exigencias, han perdido desde hace mucho el derecho de ser soberanos. Baste retroceder a los archivos históricos para constatar la profunda injerencia extranjera en decisiones de orden estrictamente interno en todos y cada uno de nuestros países. La dependencia diseñada y construida como una herramienta de supuesto desarrollo se ha transformado en un lazo indeseable cuyo único resultado es la pobreza y la incapacidad de los gobiernos del continente para gobernar con independencia y un enfoque social de beneficio para sus pueblos.

América Latina ha sido y continúa siendo el patio trasero de intereses totalmente ajenos a esta región. Las pugnas entre Estados Unidos y Rusia, entre Estados Unidos y los países productores de petróleo, entre Estados Unidos y la maquinaria comercial de China, siguen aplastando los intereses propios de cada Estado de nuestro continente en un perverso juego de presiones de todo tipo, sobornando a políticos puestos a conveniencia de las élites con el fin de impedir el empoderamiento de la ciudadanía y así garantizar la sumisión y el entreguismo.

Así es que cuando un presidente latinoamericano empapa su discurso con palabras rimbombantes como soberanía, independencia y dignidad nacional, solo está vendiendo una pomada vieja y deslucida que ha perdido todo su efecto como motivador de masas, pero sobre todo ha perdido toda legitimidad. Ya nadie puede creer en ese cuento desde el momento que, para equilibrar un presupuesto de Estado asaltado por una burocracia ávida de enriquecerse, se recurre a la carísima limosna internacional disfrazada de cooperación. Toda esa farsa discursiva ha de provocar la burla de los poderosos círculos financieros del mundo toda vez que conocen muy al detalle los mecanismos creados por ellos mismos para apretar redes poderosas alrededor de nuestros países débiles y depredados.

Mencionar la soberanía es, por lo tanto, más que una burla un insulto contra nuestros pueblos privados de mecanismos de defensa, sometidos al hambre y a un injusto e innecesario subdesarrollo. En América Latina no existe esa independencia con la cual se empapan discursos falsamente nacionalistas; no existirá mientras “la Embajada”, el Fondo Monetario Internacional o cualquier de esos foros del poder supremo mundial decida sobre los procesos políticos, sobre las políticas públicas en términos económicos, sobre las decisiones gubernamentales respecto de la salud, la educación y la explotación de recursos naturales.

Las debilidades institucionales han sido producto de una estrategia de larga data y no será con políticos improvisados y mediocres como se logrará –algún día, quizá- construir Estados sólidos capaces de defender los intereses nacionales.

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El sabor de la exclusión

Una vida de aprendizajes y experiencias destinada a un incomprensible vacío.

Recibí un mensaje por correo electrónico llamando mi atención sobre un tema que, por recurrente, ha dejado de llamar nuestra atención: la falta de oportunidades laborales para quienes han sobrepasado la barrera de los 45. Parece absurdo, pero los estudios superiores y las experiencias acumuladas durante los 20 años siguientes a la obtención de un título universitario pierden toda relevancia frente a un mercado cuya prioridad parece ser el ahorro en salarios, muy por encima de la excelencia en el desempeño. A eso, se debe sumar el hecho adicional de la fuerte competencia por parte de jóvenes recién graduados e inexpertos, dispuestos a aceptar condiciones paupérrimas en contratos de usura, lo predominante en el actual mercado laboral de la mayoría de países en desarrollo.

¿Qué sucede con ese gran segmento de profesionales cuando superan la barrera de los 45 y nadie los contrata por caros o por “sobre calificados”? No hay cómo saberlo, debido a la situación de inestabilidad económica de nuestros países cuyo impacto en el futuro de las personas resulta cada vez más impredecible. Por ello y debido a un sistema depredador e inclemente con quienes realizan grandes esfuerzos por superarse, esas inversiones destinadas a brindar capacitación por medio de universidades públicas y privadas, más los recursos destinados a elevar el nivel educativo de una población en constante crecimiento, se van por el despeñadero en el momento justo cuando producen los mejores resultados. Y eso no es todo, ese caudal de conocimientos transformado por obra y milagro de los intereses empresariales o burocráticos, se transforma de un modo incomprensible en una desventaja para quien los posee y suma a la columna del retraso en los indicadores de desarrollo.

En nuestros países ha sido notable y bien documentado el incremento en la profesionalización del segmento femenino. Cada vez son más las mujeres que siguen con éxito carreras universitarias y estudios de posgrado, cuya participación en instituciones, empresas y en el ejercicio independiente constituyen no solo un aporte al progreso sino también una vía importante de crecimiento personal, social y familiar. Por eso resultan incomprensibles esas políticas para cerrar las puertas de las oportunidades a quienes alcanzan precisamente el punto más elevado de su vida en cuanto a experiencia, conocimiento y responsabilidad después de haber luchado durante décadas por alcanzar esos estándares de igualdad laboral. Hombres y mujeres en la etapa más productiva, sin posibilidades de conseguir un empleo acorde con sus capacidades, no solo es un absurdo sino también una pésima forma de rebajar los costos operativos a costa de la calidad.

Sin embargo, los efectos de tales políticas no impactan únicamente en la vida de las personas, también lo hacen a nivel de toda la sociedad. Al crearse de forma prematura una clase pasiva –por falta de oportunidades de trabajo- el costo para las nuevas generaciones se incrementa de manera progresiva. El desperdicio de talentos cobra una elevada cuota al conjunto de la sociedad en la menor calidad de los resultados, pero también en la pérdida de confianza sobre las ventajas de una educación superior comparada con aventuras comerciales de elevadas ganancias pero de corto plazo, al parecer la preferencia de un segmento de jóvenes para quienes obtener ingresos es mucho más importante que prepararse académicamente.

El tema da para un amplio debate. Pero la tendencia está creando un problema que, de no enfrentarse a tiempo, podría generar una crisis en una de las columnas vertebrales de nuestras sociedades al excluir de manera injusta y poco inteligente a sus mejores elementos.

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Un mundo distante

“… dicen que la niña no puede estudiar por ser mujer y el varón sí puede por ser varón.”

Una importante cuota del retraso político, social y económico de la mayoría de países latinoamericanos se debe a la marginación de las niñas y, por consiguiente, de mujeres adultas cuya historia de discriminación y falta de oportunidades para educarse marca su impronta en los sectores más pobres de nuestro continente. Esta es una realidad demostrada en innumerables estudios y gruesos informes de expertos; estudios e informes que solo llegan a manos de otros expertos y cuyo destino final es ser engavetados por los funcionarios de turno. De ese modo, sin mayores trámites y con el propósito de mantener el control de un sistema depredador e inhumano, los políticos encargados de los despachos oficiales deciden truncar el destino de esa cuota humana de talento, capacidades y perspectivas, ante la indiferencia colectiva.

Pensar en cuál sería el resultado de una iniciativa revolucionaria y novedosa para garantizar el acceso a la educación de calidad a todos los niños y niñas del país, es un ejercicio esencial para cualquier político. Junto con ello, atreverse a tomar la iniciativa de establecer programas de nutrición escolar para la niñez de los sectores más pobres -porque sin ese complemento ningún programa educativo puede funcionar eficazmente- alcanzaría un impacto medible en un mayor desarrollo físico, intelectual y psicológico de miles de niñas y niños actualmente desnutridos. En los países menos desarrollados y en donde existen elevados niveles de corrupción, se cuentan por miles los hogares carentes de los ingresos mínimos para sobrevivir con dignidad y es allí, en esos hogares, en donde se suele sacrificar a los más indefensos: las niñas.

En nuestra comunidad sí existe una gran diferencia. La niña en la comunidad es desvalorizada por ser mujer. Las creencias culturales de la region Q´eqchi´ son: la niña Q´eqchi´ es la que apoya a su señora madre en la cocina, la que va traer agua, la que ayuda a su mamá a lavar la ropa de sus hermanitas, la que cuida de sus hermanitas y hermanitos. El niño Q´eqchi´ es el consentido de la casa, especialmente del padre. Es el que juega y tiene libertad de salir con sus amigos. También va a traer leña con su papá, para la casa… A ella no la valorizan como al varón. Ella es la más afectada[1]. (Tomado del informe “El Matrimonio Infantil Forzado en Guatemala, Caso del municipio de San Pedro Carchá, elaborado por Plan Internacional).

Esta cita ejemplifica la situación de millones de niñas en nuestros países. Condenadas por costumbre a una vida de servicio, se las conduce inevitablemente a perder toda posibilidad de alcanzar objetivos de vida productiva y gratificante, lo cual sí es accesible para sus hermanos varones, y entonces sus perspectivas se reducen a un matrimonio precoz para el cual no están preparadas; embarazos inseguros y una pérdida total de su libertad individual, destino no solo injusto sino además de una enorme violencia.

Un estilo de vida considerado normal por un sector de la ciudadanía es una fantasía, un mundo distante para las niñas de los sectores más pobres, aquellas cuyos sueños se estrellan contra las paredes de su cerrado círculo doméstico: acarrear agua, lavar ropa, cocinar y barrer; servir, servir y servir porque “para eso son niñas, para servir”. Esta violación flagrante de los derechos humanos de niñas y mujeres en nuestras sociedades, violación naturalizada por costumbres hasta no hace mucho basadas en leyes discriminatorias, requiere la atención de toda la ciudadanía y un compromiso real de reparación. Una niña educada es un ser humano integral, capaz de contribuir a una mejor sociedad.

Para una niña marginada, la independencia está a un mundo de distancia.

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