Amores de temporada

La época trae un cierto romanticismo que dura exactamente un mes. Luego, la realidad.

Resulta imposible librarse de hablar sobre la época navideña, paréntesis obligado cuya característica más notable es un repunte de un sentimentalismo kitsch y la revisión de nuestros fallos y aciertos durante los últimos doce meses. Es también el renacer de los amores de temporada, período durante el cual se relajan las disciplinas y se alimentan las expectativas de recibir en forma de objetos ese cariño muchas veces ausente durante el resto del año. Para la niñez, aun cuando no es regla general porque sin duda hay padres y madres dedicados y comprometidos con el bienestar de su familia, muchas veces es el único período del año en que gozan de algún protagonismo.

Las exigencias de un sistema de vida condicionado por el mercantilismo, sumado a la certeza de que solo el éxito económico se considera éxito, ha creado una sociedad individualista, centrada en el consumo como condición indispensable para “pertenecer” a dondequiera deseemos estar, cuya primera consecuencia es el abandono de los lazos familiares por una infinita serie de sólidas razones, entre las cuales la más recurrente es la falta de tiempo. He visto demasiadas veces durante las navidades ese afán compensatorio de padres a hijos como para ignorarlo.

La llegada de las fiestas de fin de año ofrecen a la mayoría de personas un modo fácil de confirmar los lazos afectivos con amigos, colegas, familiares, pero cuando se trata de nuestras hijas e hijos, con quienes convivimos a diario y cuya vida se encuentra en nuestras manos -poco capacitadas para una tarea tan delicada- toma un cariz diferente. Es entonces cuando los sentimientos verdaderos se ponen a prueba, cuando debemos reflexionar con la mayor honestidad para reconocer cuánta atención les prestamos fuera de este conveniente paréntesis navideño, qué hemos aportado en su desarrollo personal, cuánto conocemos de sus inquietudes, temores y sueños.

Uno de los problemas más serios de las sociedades modernas es el abandono de la niñez y la juventud. Un abandono convertido en estilo de vida en todos los estratos por la falta de contacto personal y directo con las personas de nuestro entorno. Esto va dañando el flujo de comunicación en la pareja y, con mayor énfasis, entre padres e hijos, rompiéndose en algún punto –el quiebre generacional, quizá- y generando esos grandes vacíos de comprensión con un distanciamiento progresivo muy difícil de revertir.

En los estratos más pobres –en donde se agrupa, tanto en Guatemala como en otros países de la región, el grueso de la población- la situación es aún más crítica no solo por la falta de recursos, sino por una ausencia endémica de oportunidades de educación generación tras generación, lo cual afecta la atención adecuada de la niñez en todos los aspectos de su desarrollo, así como sus posibilidades de progreso personal. La violencia provocada por esta condición de desigualdad y los elevados niveles de frustración en las familias suele repercutir en un ambiente hostil y amenazador para la niñez, en especial para las niñas, vulnerables al abuso y la discriminación. La Navidad, para ellos, es quizá cuando más conscientes están de sus condiciones de vida y sus enormes carencias.

Para quienes habitamos los centros urbanos, la visión superficial de la época se reduce a protestar por el exceso de tráfico, la escasez de estacionamiento en los centros comerciales y olvidamos los grandes problemas de quienes viven en la más profunda miseria. Nos preocupamos por quedar bien a través de objetos y olvidamos que la esencia de la celebración –para cristianos y no cristianos, es decir, para cualquier ser humano- debe ser la confirmación de los valores en los cuales basamos nuestros compromisos como comunidad.

Un paréntesis cargado de buenas intenciones no basta si no se transforma en buenas acciones.

elquintopatio@gmail.com

La ganga del siglo

Este relato pertenece a la sección VIDA DIARIA de este blog.

El teléfono me sobresaltó. Estaba justo llevándome a la boca un pedazo de pollo como solo María Teresa lo sabe hacer y no me apetecía en lo más mínimo que me interrumpieran. Contesté un poco de mala gana pensando en un problema de la oficina, pero no. Era una joven de voz artificial, lo más artificial que puede ser una voz: “¿Señora Fulana de Tal? ¡Mucho gusto! Aquí la saluda Zutanita. Soy representante de Hoteles Villa Nosecuántos y la llamo para informarle que ha sido premiada con una cámara profesional marca Sony con todos sus aditamentos y un elegantísimo estuche de cuero… ¿es usted casada?” –me espetó sin darme tiempo a reaccionar, todo a una velocidad que denotaba un extenuante entrenamiento.

“Si no lo es, no tenga pena, igual puede pasar a recoger su premio a la dirección tal… ¿estaría dispuesta a otorgarnos 90 minutos de su valioso tiempo para presentarle nuestro producto? Claro que antes, si no es molestia, quisiera que me diera algunos datos personales”. Los “datos personales” eran nombre, dirección, estado civil, tarjeta de crédito, nombre del esposo, edad, color favorito y, obviamente, nivel de ingresos. Indiferente a mi molestia porque su cuero de danta era parte de la capacitación, terminó el interrogatorio con una exactitud que me dejó admirada por su capacidad de resultar antipática tan pronto.

No. No soy casada “¡Ah, pero debe tener pareja ¿no?!” –preguntó con un cierto tono de conmiseración. Ya algo mosqueada, le contesté que eso no era de su incumbencia y era un abuso hacer preguntas de carácter personal solo para vender un plan de tiempo compartido en un mal hotel famoso por su mal servicio. Lanzó, sin inmutarse, otro rosario de explicaciones del cual no logré retener ni siquiera la idea general y cerró la plática haciéndome prometer que al día siguiente llegaría por mi cámara Sony, repitiendo la marca para demostrarme su buena voluntad a pesar de mi grosería.

Al día siguiente le pedí a un colega que me acompañara. Investigaríamos cómo funcionaba el timo. No puedo negar que lo de la cámara no había caído en saco roto. Aunque al principio la marca no me atrajo gran cosa, al comentarlo en la oficina alguien me iluminó… ¿no será una cámara de video? Bueno… conseguiría una cámara de vídeo a cambio de 90 minutos de mi escaso tiempo. También me hablaron de otro caso parecido, pero el obsequio consistía en tres días y dos noches en un resort del que nadie había oído nada bueno. A la víctima le habían cobrado 100 dólares de su tarjeta de crédito en cuanto se la había sacado de la billetera y pretendían cobrarle algo así como 30 diarios por persona, solo por comidas. Calculando que con su esposa y sus dos hijos sumaban cuatro bocas, el chiste le salía más caro que un hotel de cinco estrellas en Miami con pasajes incluidos. Así es que me preparé para la pelea.

El miércoles, de nuevo mientras almorzaba, recibí la segunda llamada. Esta vez era otra joven de voz almibarada quien obviamente tenía mi ficha en la mano y conocía hasta mi huella dactilar. “Señora Fulana del Tal, mucho gusto… Yo soy Perenceja y represento al hotel Villa Nosecuánto… Usted ha reservado su visita para hoy a las seis y media y quiero confirmar su asistencia.” Rápida como el rayo, aproveché para preguntarle por el premio. “Ah, sí, usted ha ganado una cámara profesional Sony, es suya y sin sorteo alguno”.

A las seis y media en punto estaba en la puerta con mi colega. El lugar era un hervidero de gente. El salón era amplio y lleno de mesitas rodeadas de macetas con palmeras. Sonaba un bolero insoportablemente relamido. Por lo menos, nadie fumaba. Al instante se nos acercó una joven y antes de permitirle pronunciar palabra, le pedí ver la cámara. Se le desorbitaron los ojos pero no perdió la compostura. –“Un momentito, por favor…” Y se alejó veloz hacia una de las mesas del fondo. Antes de poder hacer el comentario que moría por hacer, apareció un tipo de mano sudorosa –“Mucho gusto, mi reina…” –“Señora, por favor” le espeté quitándole mi mano de entre sus sudores. “No se moleste, se lo digo con mucho respeto” insistió ya medio mosqueado por mi rechazo. “Me dicen que usted desconfía de nosotros y jamás hemos decepcionado a nuestros clientes”.

-Nada de eso, me han hablado de una cámara Sony profesional con todos sus aditamentos y estuche de cuero y quiero verla, insistí.

“Siento mucho que desconfíe de nosotros, una promesa es una promesa y jamás nadie ha tenido queja alguna, dicho lo cual se despachó un discurso sobre la ética en los negocios con tal frenesí que temí me lanzara por la ventana del onceavo nivel.

Finalmente, y haciendo gala de un increíble control de sus emociones, fue a buscar al gerente de mercadeo y nos lo arrojó como víctima propiciatoria de nuestra absoluta descortesía. El pobre no sabía qué decir pero terminó enseñándonos la cámara marca Sony profesional con todos sus aditamentos y su elegantísimo estuche de cuero, que resultó ser una cámara fotográfica de una marca que no figura en ningún catálogo. Frente a la corte de empleados que parecía el tribunal de la santa inquisición, le pregunté a mi colega –fotógrafo profesional- ¿cuánto vale esta cámara? pensando en que quizá había valido la pena el sacrificio. –Cien quetzales, me contestó en voz baja. Acabo de verlas en una feria de fotografía… la venden como juguete para niños.

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La reina del volante

Este relato de ficción pertenece a la sección VIDA DIARIA de este blog.

Pocas veces me sentí tan discriminada. El día mismo que mi papá llegó a casa con su primer auto recién sacado de la agencia –los anteriores habían sido de segunda mano, porque siempre los heredaba de mi abuelo- me di cuenta de que en el terreno del automovilismo yo tenía todas las de perder.

Recuerdo que ese día mi hermanito José Francisco, de 10 años, miraba desde la ventana de su dormitorio cuando papá estacionó el refulgente auto rojo frente a la casa. Por supuesto, al segundo siguiente se encontraba encaramado en el asiento delantero, moviendo el volante con frenético entusiasmo mientras a mi papá se le caía la baba… “¿Han visto cómo Panchito ya sabe manejar?” decía sin poder disimular su orgullo masculino. Esa tarde la pasaron juntos revisando una y otra vez los detalles del tablero y abriendo y cerrando el capó.

Yo tenía catorce años y, por supuesto, no solo alcanzaba perfectamente los pedales sino hasta me había aprendido de memoria el reglamento de tránsito con la esperanza de que me enseñaran a manejar y me permitieran tener mi primera licencia. Pero obviamente había calculado mal mis privilegios de hija mayor y entonces comprendí que las cosas no eran iguales para todos en casa.

Cuando sugerí que también quería “probar” el auto, recibí una mirada de incredulidad y la cruda explicación de que “esas cosas no son para jovencitas” y tendría que esperar a ser mayor para manejar. Además, por si esa respuesta no fuera suficientemente descalificadora, encima me enteré de que “las mujeres no nacieron con aptitudes mecánicas” y lo más recomendable sería esperar a conseguir un marido que se responsabilizara por mi seguridad automotriz.

A todo esto y sin reparar en su terrible falta de delicadeza paterna, mi padre se dedicó todos los sábados a introducir a José Francisco en los secretísimos arcanos del auto, explicándole con santa paciencia el uso de las manijas, los pedales, los botones, las palancas y todo cuanto conformaba ese mundo perfecto y exclusivamente masculino.

Pasaron los años y en efecto mi primer auto usado provino de mis ahorros cuando conseguí un trabajo mientras iba a la universidad. Mi hermanito, a todo esto, había terminado con el primer “nuevo de agencia” la noche que lo sacó sin permiso para ir a estrellarlo contra un árbol en medio de una transitada avenida cerca de casa. Cuando intenté insinuar que eso pasaba por haberle dado tanta libertad, solo me gané un regaño por insensible y una conferencia acerca de las razones de José Francisco para estrellarse en un árbol en lugar de arrollar a la viejita inventada que atravesaba la calle. En fin, el jovencito había evitado un desastre mayor.

Ese no fue el último, claro está. Hubo otros choques grandes y pequeños perdonados con esa extraña solidaridad que hace a los padres convertirse en cómplices de las irresponsables aventuras de sus hijos varones.

Para mí las cosas fueron bastante mejor. No bebía y tampoco hacía carreritas en los bulevares; y no porque no me dieran deseos de hacerlas sino porque mi pobre pichirilo no hubiera podido. Entonces, mi récord de accidentes se mantuvo en cero durante años.

Por otro lado, cuando me casé había acumulado ya suficientes horas de manejo como para ganarme una medalla al mérito acarreando a mi mamá al súper, al médico y al salón, recogiendo a mis hermanas de sus clases de ballet y corriendo de la oficina a la universidad, de ésta a la casa y de ahí a reunirme con mi grupo de estudio para terminar el día agotada. Total, una verdadera reina del volante.

Ahora echo una mirada retrospectiva y me doy cuenta de que si aprendí a manejar a los dieciséis fue gracias a mi abuela transformada a sus sesentas en una redomada feminista ansiosa de llevarle la contraria a mi papá y de reivindicar mis derechos. Ella me pagó las clases, me sirvió de coartada y me convenció de mis habilidades mecánicas; pero, sobre todo, de mis maravillosas y nunca suficientemente ponderadas capacidades para enfrentar con entereza los rígidos esquemas mentales de mi sociedad.

Las extrañas rutas de la fe

Basta el transcurso de algunos años para que los ángeles se conviertan en demonios.

Tan buena, correcta y supremamente piadosa esa sociedad cuya prioridad ha sido proteger la vida desde la concepción. La defensa del óvulo fecundado se ha transformado en una bandera de batalla contra todo intento de reformar la ley y hacerla más humana, sin reparar en las inmensas desigualdades que enfrenta la mayoría de la población, especialmente las niñas, niños, adolescentes y mujeres privados de recursos y ante un destino incierto. Cuando esos embarazos no deseados o provocados por incesto y violaciones traen niños al mundo, estos llegan en total desventaja: desnutridos y rechazados. Pronto crecerán abandonados y, con el transcurrir del tiempo, se transformarán en niñas, niños y jóvenes privados de educación y oportunidades. Entonces, esa misma sociedad que los defendió con tanto ardor, exige para ellos el más cruel e injusto de los castigos: la pena de muerte.

Es oportuno, entonces, recordar los principios expresados en la Declaración de los Derechos del Niño aprobados por la ONU hace 58 años, ampliada en 1989 con la Convención de los Derechos del Niño y la Niña en la cual se les reconoce como sujetos de derechos, siendo ambas de observancia obligatoria por todos los Estados signatarios. En ambos textos están explícitos los derechos a la igualdad, a la dignidad y a la protección para el desarrollo físico, mental y social; el derecho a un nombre y a una nacionalidad desde su nacimiento; el derecho a alimentación, vivienda y atención médicos adecuados; el derecho a educación y tratamiento especial para quienes sufren alguna discapacidad mental o física; el derecho a la comprensión y al amor de los padres y la sociedad; el derecho a actividades recreativas y a educación gratuita; el derecho a estar entre los primeros en recibir ayuda en cualquier circunstancia; el derecho a la protección contra cualquier forma de abandono, crueldad y explotación; el derecho a ser criado con un espíritu de comprensión, tolerancia, amistad entre los pueblos y hermandad universal.

Ahora miremos hacia el interior, aquí a la vuelta de la esquina, en donde niñas, niños y adolescentes son tratados como “material desechable” en una comunidad humana indiferente al destino de sus nuevas generaciones. Ejemplo paradigmático ha sido el escenario del Hogar Seguro Virgen de la Asunción, en donde después de la horrenda muerte de 41 niñas internas en ese siniestro lugar administrado por el Estado no solo no ha habido ninguna reacción de las entidades responsables para dar seguimiento y reparación a las familias afectadas, sino continúan desapareciendo internos de esos centros de reclusión.

Veamos cómo los adolescentes bajo resguardo del Estado y abandonados por su familia, al llegar a la frontera de la mayoría de edad son arrojados de estos “hogares seguros” a la calle sin ninguna protección, carentes de todo recurso para ganarse la vida. Entendamos el mensaje implícito en ese acto despiadado, gracias al cual las redes de trata y las organizaciones criminales se aprestan para reclutarlos como prostitutas, sicarios, esclavos o pandilleros, distribuidores de droga o recolectores de extorsiones. Es imperativo hacer un examen de conciencia para determinar cuál ha sido nuestro papel en esta absurda cadena de errores y contengamos las reacciones irracionales, como la exigencia de una limpieza social que solo revela nuestra absoluta falta de conocimiento de la realidad en la cual sobreviven estas niñas y niños. La tan mentada fe cristiana deja de tener sentido cuando se es capaz de manifestar odio y desprecio por las víctimas y, en un gesto de incomprensible crueldad, se delega todo el poder en sus victimarios.

La niñez es una etapa vulnerable y entraña enormes riesgos. No debemos abandonarla.

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Feminicídios: Uma carga muito pesada – Diálogos do Sul

http://operamundi.uol.com.br/dialogosdosul/feminicidios-uma-carga-muito-pesada/13122017/

Feminicídios: Uma carga muito pesada – Diálogos do Sul

http://operamundi.uol.com.br/dialogosdosul/feminicidios-uma-carga-muito-pesada/13122017/

Las sospechosas de siempre

Entre las múltiples agresiones enfrentadas por las mujeres, está esa duda constante…

Tenía 18 años y un embarazo complicado. Doloroso y cargado de riesgos. Mi médico luchó por evitar un aborto, pero al final terminó llevándome al hospital a punto de morir desangrada. Era finales de los años sesenta en un país conservador apegado a la iglesia como la manera más sólida de validar sus prejuicios, y las instituciones del Estado no se libraban de esa visión fundamentalista. Recuerdo muy bien la mirada de la enfermera que me recibió en la sala de emergencia: dura, inclemente, acusadora, cargada de desprecio… “¿te lo provocaste, jovencita?”. La rabia y la impotencia de la agresión en un momento tan crítico para una mujer como es perder un embarazo, es inimaginable. La imposibilidad de defenderse cuando estás más vulnerable que nunca y dependes de otros, de su atención profesional y objetiva, de su empatía, de su sensibilidad humana, se agolpa en la garganta impidiendo pronunciar palabra.

Recordé este episodio casi olvidado pensando en cuánta violencia enfrentan las mujeres en Guatemala y otros países de la región y el mundo, en todos los estadios que rodean su vida sexual y reproductiva. Víctimas de un sistema patriarcal tan inclemente y duro como la enfermera de mi historia, cualquier manifestación relacionada con su capacidad reproductiva es objeto de duda y desconfianza. Las mujeres somos sospechosas desde el nacimiento y, a pesar de cuánto hemos avanzado en la defensa de nuestros derechos, esa nube gris posada sobre nuestra cabeza permanece inalterable. Es así como miles de mujeres alrededor del mundo sufren condenas de prisión por haber abortado, no importando si la pérdida fue voluntaria o espontánea, porque la culpa se instala a priori sin mayor investigación.

Este castigo, injusto pero tolerado por amplios sectores de la sociedad, se aplica con especial saña contra las mujeres más pobres, aquellas cuya falta de información y acceso a los servicios de salud y educación las condenan al silencio y a la resignación. Para ellas hay violencia incluso cuando dan a luz, porque ese procedimiento se realiza en las condiciones sanitarias menos apropiadas, enfrentando en cada parto un peligro de muerte. El Estado, cuya obligación es proporcionarles una atención digna y adecuada, está ausente para la mayor parte de ese sector de escasos recursos y, por ende, condenado a embarazos y partos de alto riesgo.

La actitud de desconfianza está también firmemente instalada en el momento de denunciar una violación sexual, favoreciendo la impunidad de quienes cometen este vil crimen contra niñas, niños y mujeres adultas. Considerada por algunos como “una falta” cometida bajo la influencia del alcohol, las drogas o el “entusiasmo del grupo”, la violación sexual representa una de las mayores amenazas contra la integridad física y psicológica de millones de mujeres alrededor del mundo. Sin embargo es a ellas a quienes se les exige revivir el episodio una y otra vez, ilustrando los detalles de su dramática experiencia frente a policías, investigadores y juzgadores insensibilizados por un sistema permisivo y machista.

Los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres han sido ignorados de manera deliberada por aquellos Estados sometidos a las presiones de la iglesia, pero sobre todo aliado de un sistema político y económico que mantiene a la población en la ignorancia, desinformada y sumisa con el fin de impedirle alcanzar el empoderamiento ciudadano indispensable para exigir el respeto de todos sus derechos. En este escenario, las mujeres enfrentan la doble tarea de romper los estigmas y demandar justicia.

Las mujeres no son ciudadanas de segunda sino parte fundamental y muy valiosa de la sociedad.

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Los azotes del imperio

Las libertades democráticas son el mito creado para sostener la zanahoria en el palo.

Aquí y en todos los países en vías de desarrollo se hace lo que convenga a las grandes compañías multinacionales y a los objetivos geopolíticos de un puñado de Estados en los cuales éstas asientan sus reales. De ahí las guerras bélicas, económicas y mediáticas contra países ricos en materias primas o recursos energéticos, cuyos líderes han osado rebelarse contra el mandato de esos centros de poder desde los cuales emanan las directrices políticas impuestas a los gobiernos. El imperio -siempre se ha sabido- no perdona las defecciones y, cuando surge alguna, la combate con mano de hierro.

He vivido lo suficiente como para haberlo visto una y otra vez en los abundantes golpes de Estado y en los documentos desclasificados en donde se revelan, al cabo de los años, los verdaderos motivos detrás de esos crueles operativos antidemocráticos. Es tan hábil la estrategia imperialista como para esperar al paso de una generación, contando con la ignorancia de la siguiente respecto de sus intenciones. Y así la pobreza y el subdesarrollo se instalan como algo connatural a nuestra manera de vivir.

Lo acontecido en Honduras no escapa a este esquema de dominación. Estados Unidos y sus aliados no quieren más gobiernos progresistas, mucho menos cuando éstos pretenden consolidarse con el voto democrático en una región tan cercana a sus fronteras. Para ello le sirven los ejércitos financiados y entrenados como feroces guardianes de sus intereses políticos y económicos, equipados con todo el arsenal necesario para someter cualquier intento de manifestación ciudadana. El silencio de la comunidad internacional respecto de la represión en Honduras y el fraude electoral que ha provocado el estallido ciudadano, sin duda responde a consignas tajantes del Departamento de Estado, desde donde se gobierna la mayoría de nuestros países. Los observadores internacionales, entonces, algunos de los cuales proceden de países vecinos, terminan siendo meros espectadores del operativo en un silencio que, por cómplice, se aproxima a lo criminal.

Para los demás países de la región el panorama hondureño es un cuadro de costumbres; es el recuerdo de lo vivido una y otra vez en carne propia, siempre con la excusa del resguardo de las “libertades democráticas”, “la protección del estado de Derecho”, “el imperio de las garantías constitucionales” y cuanta poesía se les ocurra para acallar las eventuales protestas y consolidar el estatus. El entramado apretadísimo de intereses corporativos con las políticas internas de nuestras naciones ha sido una constante durante siglos, con el conveniente resultado de mantener en el imaginario social el miedo al fantasma del comunismo y la aceptación tácita de la explotación y la pobreza como realidades inevitables implícitas en ese concepto abstracto e indefinido llamado democracia.

¿Qué sucederá en los demás países de la región cuando les toque el momento de elegir autoridades? ¿Acaso coinciden los eventos de Honduras con el incremento inexplicable de los presupuestos militares en países vecinos? El futuro mediato es como una nube negra plagada de amenazas. De ahí la importancia fundamental de combatir la corrupción y depurar a las instituciones, elementos clave para la recuperación del equilibrio político de los países centroamericanos.

Es imperativo entender que la violencia y la miseria en las cuales se hunde la vida de nuestros países no son naturales, responden a estrategias bien pensadas para mantener a la población en silencio, temerosa y sumisa. Será a ella, entonces, a quien le corresponda romper el hechizo.

La pobreza no es algo natural a lo cual acostumbrarse. Es estrategia: política y económica.

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