Por el camino equivocado

Por qué no funcionan las estrategias institucionales para detener la violencia feminicida.

De nada sirve tratar de explicar los motivos detrás de la tortura, violación y muerte de niñas y niños, de adolescentes y de mujeres, los cuales suceden a diario en nuestros países. Esto, porque no existe tal cosa como un “motivo” capaz de llevar a otro ser humano a cometer semejantes atrocidades y mucho menos la recurrente justificación de los crímenes como resultado de arrebatos pasionales o situaciones de orden privado. Basta leer las noticias para constatar hasta qué punto el feminicidio y la violencia contra la niñez se han ido consolidando como un problema sin solución, como una carga cuyo peso sacude los cimientos morales y los valores de nuestras sociedades, pero para la cual nadie ofrece solución.

Algunos intentos por hacer visible la dimensión del horror chocan de frente contra una comunidad humana cuya sensibilidad se ha perdido junto con su sentido de pertenencia. Por lo general, se utiliza como excusa el desconocimiento o la desestimación de la gravedad del fenómeno, y todo se reduce a dejar pasar para no comprometerse en una lucha para la cual es necesario un acto de suprema valentía: reducir en pedazos la escala de valores caduca y deshumanizante que nos gobierna y, a partir de esa latitud cero, asumir como sociedad la tarea de reconstruir un tejido social en donde la vida ha perdido valor y la justicia es poco menos que una utopía.

Para nadie es un secreto la connivencia entre sectores de poder y organizaciones criminales. A partir de ahí, resulta casi imposible detener la incidencia de crímenes tan espeluznantes como la trata de personas, entre cuyas víctimas se encuentra toda clase de seres inocentes; desde niñas y niños recién nacidos hasta hombres y mujeres adultas capturadas por estas organizaciones para esclavitud laboral, prostitución, adopciones ilegales y toda clase de atrocidades, en un flujo indetenible que los separa para siempre de sus comunidades y sus familias.

En el origen de la degradación en el trato a niños, niñas y mujeres, se puede identificar con absoluta certeza esa visión patriarcal y machista de reducir la significación de esas vidas en una escala según la cual son prescindibles y sujetas a la propiedad de otros. Asesinar a una mujer en un arrebato de celos o violar a la hija porque “pertenece” a su padre han sido actos tolerados por sociedades inmersas en un esquema imperante durante siglos, cuyas normas permanecen activas por un sistema de poderes totalmente desequilibrado y deshumanizante. Ante esta realidad, las estrategias institucionales diseñadas por algunos gobiernos para eliminar o por lo menos reducir esta clase de crímenes, de nada servirán en tanto no exista una revisión profunda de las causas que los provocan. Esa tarea, aún pendiente, representa la eliminación de obstáculos a la integración de todos los sectores en la toma de decisiones, pero también en programas sociales ausentes en los planes políticos de la actualidad.

Sumado a ello, otro factor indignante es la manera de presentar los feminicidios y los crímenes contra la niñez en los medios de comunicación social. La forma despectiva y sensacionalista de divulgar en detalle estos actos atroces con el único fin de alimentar el morbo de sus audiencias, retrata de manera puntual una de las más graves falencias humanas de nuestras sociedades. A eso, es preciso añadir la indiferencia de esa audiencia, cuya actitud de ver y dejar pasar demuestra cuán enraizada es la tolerancia de la violencia contra las mujeres y la infancia y cuánto de esa tolerancia –aún en estos tiempos- es considerada una herencia cultural incuestionable.

La vida de niñas, niños y mujeres depende de un retorcido marco cultural.

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Tiempo de cosecha

La infancia de una niña está cargada de amenazas disfrazadas de buenas intenciones.

Eran los mejores tiempos, cuando en casa se organizaban fiestas en donde acudía lo más selecto del periodismo y la política.  Era cuando nos vestían con las mejores galas para no desentonar entre los elegantes invitados antes de enviarnos a dormir. Quizá tendría apenas 4 o 5 años pero recuerdo con absoluta claridad la experiencia de la atención de algunos invitados que me levantaban en sus brazos y con tono medio jocoso reclamaban a mi padre: “Me la vas a reservar para cuando sea más grandecita”, aprovechando para estamparme un beso húmedo en la mejilla. Así también con los tíos y el abuelo, quienes no dudaban en hacer uso de su autoridad familiar para sentarnos en sus rodillas y hacer ese mismo tipo de comentarios, aun contra nuestra voluntad.

Revolviendo recuerdos, aparecen otros de años después en las clases de religión en el colegio de niñas en donde estudiábamos mi hermana mayor y yo. Las clases eran impartidas por un sacerdote católico muy respetado en la comunidad, quien se solazaba mirando las piernas de sus alumnas; estas, conocedoras de las costumbres del profesor, solían burlarse abiertamente de sus debilidades. Al reclamar este comportamiento ante la dirección del colegio, desaparecieron como por encanto tanto el profesor como las clases de religión. Esto demuestra que existe una pedofilia de baja intensidad como parte del comportamiento social, la cual es considerada algo natural e inofensivo. Sin embargo, el hecho de que yo recuerde con prístina claridad esos episodios indica cuánto impacto producen en una niña las actitudes sexuales de los adultos.

Más de alguien podría creer que estas son experiencias poco comunes para la mayoría. Sin embargo, en la vida de las niñas abunda esta clase de acercamientos físicos como una manifestación temprana de una sexualidad que no se corresponde con la etapa de desarrollo infantil. En ellos se pone en evidencia el desequilibrio de poderes, dado que una niña en sus primeros años es incapaz de hacer valer su voluntad y, por ende, el respeto por su espacio personal. Esta última consideración pasa inadvertida aun para los padres más atentos al cuidado de sus hijas, debido a la visión patriarcal predominante en nuestras sociedades.

En la mente de muchos adultos existe la idea de que una niña es un fruto en etapa de desarrollo y algún día, no muy lejano, vendrá el tiempo de cosecharlo. Es decir, es un ser supuesto a ser aprovechado por otros para su disfrute personal. No se la aprecia como un ser completo, sujeta de derechos inalienables, ni como objeto de respeto por su integridad física y psicológica. En otras palabras, desde la infancia se produce un proceso de alienación capaz de privarlas de uno de los aspectos más importantes para el desarrollo de un ser humano: la libertad personal. Comprender este fenómeno puede abrir la puerta hacia una comprensión más racional de cómo los estereotipos de género golpean de manera brutal el desarrollo de uno de los segmentos más sensibles de la población.

El nacimiento de una niña se suele considerar un acontecimiento de menor importancia que el de un varón. Desde ahí se va imponiendo un marco lleno de restricciones y valores diseñados para colocarla en un peldaño inferior de la escala social. La revisión profunda de este sistema es una condición esencial para alcanzar un equilibrio justo en la reestructuración de nuestras comunidades, eliminando de manera radical los comportamientos que causan daños profundos y duraderos en la psiquis de este sector de vital importancia para la cultura y el desarrollo de la Humanidad.

Es preciso reflexionar sobre el daño provocado por costumbres atávicas.

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La niña bonita

Es tiempo de revisar conceptos y abandonar la vieja consigna del silencio.

Hace algunos días llegó a mis manos el libro Finalmente Libre, de Amanda Midence. En él, la autora guatemalteca hace un viaje hacia el pasado y reconstruye la ruta que marcó su vida, quizá con el propósito de arrojar luz sobre los rincones oscuros de su infancia y derrotar así el estigma social impuesto por una sociedad conservadora. En esas páginas relata los episodios de abuso sexual infligidos por un pariente cercano –un tío político- y las consecuencias físicas y psicológicas derivadas de ese episodio de su vida. Amanda pertenece a una familia acomodada; no nació en una barriada marginal ni tuvo que soportar las agresiones de la pobreza. Sin embargo, como tantas niñas y niños vulnerables en sociedades patriarcales y machistas, no escapó al miedo, el dolor y la vergüenza.

Menciono este libro porque constituye una denuncia poco usual en un círculo privilegiado. Además, porque deja ver cómo el abuso sexual contra la niñez es una práctica que cruza a toda la sociedad, sin distingos de ningún tipo y no solo afecta a niñas, también a niños víctimas de prácticas perversas cometidas por padres, parientes cercanos, sacerdotes, maestros, pastores o personas con influencia vinculados a su círculo, cuyos efectos psicológicos los persiguen por el resto de su existencia. Si Amanda Midence pudo romper el silencio después de haber luchado contra sus fantasmas de infancia, hay millones de otras niñas y niños condenados a soportar callados y sumisos el dolor y la vergüenza.

Como suele suceder, aún cuando las víctimas de abuso decidan enfrentar a ese mundo de prejuicios y estereotipos sexistas que las rodean, chocan contra un muro de negación y su testimonio es esculcado con tremenda malicia en busca de la mentira o propósitos ocultos. La re victimización comienza desde el primer momento y no abandona a quien tenga la osadía de denunciar. El abuso sexual –es preciso decirlo- es una costumbre aceptada en nuestras sociedades y, por tal motivo, niñas, niños y mujeres deben luchar solas y demostrar con pruebas algo que con el pasar del tiempo solo va dejando profundas huellas psicológicas. El sistema no solo es increíblemente absurdo, sino de una perversidad extrema por castigar así a los más indefensos.

Los países menos desarrollados de nuestro continente -especialmente Guatemala- sufren, además de usos y costumbres misóginas e irrespetuosas con los derechos de la infancia y de las mujeres, del ataque constante de organizaciones criminales y redes de trata que operan al abrigo de sus influencias y complicidad con instituciones del Estado. Es decir, la infancia y las mujeres son víctima constante de toda clase de agresiones y violencia sexual, laboral y social. En estos días también he recibido información sobre el acoso sexual contra más de 15 jóvenes indígenas involucradas en movimientos sociales, agresión cometida por un abogado de gran influencia en su entorno. Esto ha impedido a las víctimas hacer la denuncia pública por temor a las posibles represalias, pero también porque ningún medio se las recibe, quizá por no provenir de un entorno influyente.

En estas sociedades ser mujer –o una “niña bonita”- es enfrentar un mundo al revés. En lugar de gozar de la protección y el respeto son objeto de toda clase de violencia, empezando desde el día de su nacimiento con la usual decepción de un padre que prefería un hijo varón y de una madre convencida de que falló en ese intento. Para salir del círculo es preciso transformar a toda una cultura de privilegios para un sexo y de sumisión para el otro.

Es preciso repensar en las consecuencias de nuestro marco de valores.

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El juego de la verdad

Estamos acostumbrados a la mentira, por eso no soportamos la verdad.

Quizá como ejercicio intelectual, un día deberíamos mirar hacia atrás y analizar cómo nos hemos adaptado a los usos y costumbres de sociedades regidas por prejuicios, estereotipos y relaciones sociales basadas en la deformación de la comunicación a partir de conceptos sexistas, racistas y de cuestionable nivel moral.  Así crecimos y de ese modo adoptamos una visión de “lo correcto” para adaptarla a una serie de estrechas normas que nos vienen cómodas, a pesar de sus limitaciones. De ese modo, fuimos formados con un filtro cuyo efecto tendría una influencia decisiva en todas nuestras relaciones futuras.

En ese sustrato contaminado nuestras sociedades cultivan, como lo más natural, la desconfianza y la violencia en las relaciones humanas desde la más tierna infancia. Aun cuando intentamos convencernos de que nuestros primeros años fueron unas vacaciones en la isla de la felicidad, sabemos muy bien cuánto sufrimiento enfrenta la niñez en espacios como el hogar y la escuela, en donde se consolidan de manera indeleble su visión del mundo y de las conexiones con sus semejantes. Quizá por ese comprensible afán de teñir el pasado con un velo de nostalgia solemos pasar por alto hasta dónde esas primeras experiencias marcaron nuestro presente.

En este aspecto, los países de nuestra América Latina –con su carga de una religiosidad restrictiva y hermética- han sido un ejemplo ilustrativo de cuánto daño han causado en las relaciones sociales y en el desarrollo de nuestras naciones esas normas incuestionables que separan a los humanos por categorías, color de piel o le aplican una gradación diseñada para y por una administración más eficaz de la separación por clases: en general, son estructuras de carácter colonialista adscritas al poder político y económico. A partir de ahí se va definiendo todo un modelo de sociedad en donde predominan valores establecidos por las clases dominantes, con todo su engranaje de falsedades y prejuicios.

Las contradicciones en la formación de la infancia comienzan desde muy temprano. Durante los primeros años de vida se suele imprimir en la mente de niñas y niños el respeto por la verdad, un valor cuyo ejercicio conlleva un alto grado de honestidad y fortaleza moral. Sin embargo, esta supuesta fortaleza se cae a pedazos en cuanto se instalan en el discurso familiar -cual importantes cualidades humanas- los prejuicios sociales, la intolerancia, el racismo y los roles de género, todas ellas deformaciones cuyas consecuencias tendrán enorme impacto en la vida de las nuevas generaciones. La mentira, entonces, se instala así como un código de conducta aceptado y propiciado desde la esfera de autoridad, con el propósito de facilitar la inserción de los nuevos miembros en una sociedad convenientemente segregada.

Esta clase de formación suele presentar sus primeras manifestaciones en conductas de extrema violencia entre niñas, niños y adolescentes. Entrenada en un ambiente de competencia, rivalidades y, muy frecuentemente, violencia física durante el período más importante de su desarrollo, la niñez se ve enfrentada a un desafío de supervivencia emocional para lo cual no está preparada y, por lo tanto, su escaso entrenamiento para lidiar con sus propias contradicciones la convierte en un objetivo fácil para toda clase de abusos. Por ello, no debería sorprendernos cuando esa frustración se descarga en formas extremas como el crimen, el suicidio y diversas formas de autodestrucción que desde nuestra estrecha perspectiva de adultos consideramos no solo inaceptables, sino también incomprensibles.

La formación de la infancia está en manos de los menos preparados.

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