Las malas palabras

El derecho de los demás es también mi derecho. Una idea para reflexionar.

Hubo un tiempo no muy lejano –mediados del siglo pasado- cuando no se hablaba de derechos humanos. Era un concepto desconocido para las mayorías; no se había desgastado por la manipulación mediática ni el manoseo social y era algo así como una parte decorativa del léxico diplomático en los círculos internacionales. Luego, con el transcurrir de los años y la violencia política ya bien instalada en los países del Tercer Mundo, fue tomando protagonismo por la obvia necesidad de proteger a la población civil de los desmanes de sus gobiernos y de grupos extremistas.

Sin embargo el tema de derechos humanos nunca parece haber tomado cuerpo más que en círculos muy reducidos de las sociedades, quedando como un tópico de discusión entre expertos pero nunca, o casi nunca, como una materia obligatoria en las escuelas, colegios y universidades para que las nuevas generaciones comprendieran en toda su extensión el significado de esos códigos de comportamiento y de respeto por sus semejantes, pero también la dimensión de sus propios derechos como persona. Por el contrario, se fue desarrollando una especie de anticuerpo dedicado a distorsionar y destruir la esencia misma del concepto.

El respeto por los derechos humanos y todo mecanismo para garantizar su protección, constituyen un capítulo indispensable de la vida en cualquier sociedad democrática en donde las óptimas condiciones de vida de sus miembros representen un objetivo primordial para sus gobernantes. Por el contrario, los regímenes autoritarios y dictatoriales se han caracterizdo precisamente por reprimir los derechos de los ciudadanos, oprimiendo y coartando sus libertades por la fuerza de las armas, la intimidación o la amenaza, abierta o velada.

Esta clase de sistemas opresivos muchas veces cuentan con la colaboración entusiasta de un sector de la sociedad cuyos parámetros valóricos e intereses coinciden plenamente con los de sus líderes, ya sea por protegerse contra una eventual pérdida de privilegios o por pura convicción. Entonces orquestan hábiles campañas de desprestigio contra quienes se empeñan en la defensa de los derechos de la ciudadanía para debilitar su discurso y socavar sus funciones. Estas campañas pretenden destruir no solo a los defensores de los derechos humanos; también atentan contra esos derechos retorciendo su significado con la intención de anular el potencial poderío de una sociedad fuerte y, por lo tanto, consciente de su papel en la vida de la nación.

El desgaste provocado por esos grupos antidemocráticos resulta en un incremento de la violencia social y un creciente escepticismo sobre el papel de la justicia en la resolución de conflictos. Al no comprender la trascendencia de los valores humanos en las relaciones entre individuos y grupos, las tensiones fácilmente derivan en la aplicación de la fuerza anulando toda posibilidad de diálogo y búsqueda de consenso. Se intenta bloquear el flujo de la información, se amenaza a quienes ejecutan una labor periodística, social, humanitaria o ambientalista y poco a poco se van cerrando las posibilidades de crear las condiciones necesarias para el desarrollo de un auténtico sistema democrático.

En otras palabras, el respeto por los derechos humanos no conviene a las fuerzas antidemocráticas por ser la base del desarrollo de una ciudadanía poderosa, educada y consciente de su papel en el mundo que le rodea. Las libertades consagradas en convenios y tratados resultan una amenaza para quienes no poseen las calidades para sobresalir sin el recurso del miedo y la tiranía. Derechos humanos son, para ellos, malas palabras.

Sin el respeto por los derechos humanos no existe la menor posibilidad de vivir en democracia.

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El límite de la tolerancia

Cuando la tensión excede los límites, la cuerda se rompe y todo regresa a cero.

Nada hay más perverso que el sistema en el cual se desarrolla la vida de los pueblos menos desarrollados. Las reglas, diseñadas por las potencias capitalistas para su propio beneficio, consisten en anular la voluntad popular, instalar gobiernos afines a sus planes y crear el ambiente propicio para mantener el poder mediante el temor y la sumisión. Curioso paralelo con las tácticas de dominio patriarcal y la aplicación de la violencia en el contexto social y familiar como mecanismo de control.

De acuerdo con las leyes de la dialéctica, la lucha de opuestos genera una crisis cuyo resultado es un nuevo estadio de la situación, para resolver el conflicto antes de iniciarse –como en cadena- otro estado de contradicción, otra crisis y otro paso hacia delante. Lo contrario sucede en nuestros pueblos: las crisis devienen en un clima de supresión de libertades y, por ende, se genera una reversión de las fuerzas, de modo que después de un estallido de protesta social lo usual es un silencio oprobioso y un estado insano de tolerancia al abuso de poder.

En la estructura social de nuestros países las clases tienden a diferenciarse con mayor énfasis; los sectores de mayores ingresos constituyen el fiel de la balanza y de ellos depende en gran medida hasta qué punto se aplicará presión sobre quienes controlan la política y la economía. Es decir, si la población urbana acomodada lo decide, se puede posponer de manera indefinida todo acto capaz de remecer el estatus. Las manifestaciones desde los estratos populares serán criminalizadas, anuladas y desvirtuadas por medio de la manipulación mediática y el recurso de la fuerza pública.

Países en donde un sector minoritario posee el control casi absoluto de la economía y la gestión legislativa no tienen oportunidades de desarrollo, porque en ellos no existe el recurso del diálogo ciudadano, la transparencia en la gestión pública ni una administración de justicia equitativa. Menos aún el respeto por los derechos humanos de las “minorías mayoritarias” como los sectores de mujeres; de niñas, niños, adolescentes y adultos jóvenes. Tampoco se da la apertura necesaria para gestar una fuerza de participación y oposición efectivas para la defensa de esos derechos, porque estos se oponen a los intereses de las élites.

Entonces no se puede decir que la tolerancia tiene un límite, sino más bien es preciso reconocer que la tolerancia tiene un punto de retroceso. Es en este punto en donde se produce el eterno retorno de los ideales y, como resultado de ello, la agonía de las democracias. Naciones divididas y confrontadas entre ricos y pobres, pueblos originarios y ladinos, rurales y urbanos, tienen pocas esperanzas de superar sus conflictos en un marco dialéctico saludable y propositivo. En cambio, son tragados por un vórtice de mayor pobreza y cada vez menores perspectivas de progreso.

Este escenario se repite una y otra vez, generando un ambiente insano de escepticismo ciudadano y empoderando más y más a quienes aprovechan la coyuntura para enriquecerse, para crear leyes clientelares, para consolidar sus redes de influencia y apoderarse de los Estados ante la mirada impotente de la sociedad. Para evitarlo solo existe el camino de la participación a costa de esa sensación de seguridad tan importante para las personas. Una seguridad ficticia, dependiente de la voluntad de otros y tan frágil como para tambalear ante cualquier golpe de timón. Una sensación de seguridad cuyos pilares se diluyen en el aire ante la sola amenaza de las dictaduras. Una seguridad falsa como falsa es la esperanza de cambio si no se está dispuesto a contribuir para generarlo.

La tolerancia y sus límites depende de cuán importante sea la sensación de seguridad personal.

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Cuando la consigna es violar

La violación sexual es una agresión cruel, física y psicológicamente devastadora.

Los números son contundentes; miles de niñas, niños y adolescentes son violados cada día en cualquier escenario: la intimidad de su hogar, el ámbito académico, la parroquia, el camino a la escuela, el contexto de una guerra. No importa en dónde, su integridad es amenazada con la sola presencia de un hombre dispuesto a agredirlos en cuanto la oportunidad le sea propicia. Parece una historia de terror pero sucede cada día en cualquier punto del globo, oculto por el miedo y la vergüenza.

¿De dónde surgió la idea de que las niñas son presa a disposición del cazador? ¿Cuándo se reformaron los códigos y las leyes para proteger a los depredadores sexuales para interpretar -con cómplice benevolencia- su costumbre de cometer ese horrendo crimen contra víctimas indefensas como un rasgo de virilidad? La violación es una de las peores formas de violencia contra una niña o una mujer, constituye un acto vil cuyas consecuencias van mucho más allá de la destrucción de la autoestima, la marcan en todos los aspectos de su vida y definen sus relaciones futuras.

En esta especie de holocausto lento contra la niñez también toma parte protagónica el pensamiento patriarcal instalado en innumerables comunidades, el cual permite a los padres dar a sus hijas menores en matrimonio aun en contra de leyes establecidas para evitarlo. No solo las entregan a un adulto en contra de su voluntad, sino además cobran por ese intercambio transformándolas en simple mercancía, convencidos de que las mujeres están destinadas a servir y no tienen derecho a tomar decisión alguna respecto de su vida y su destino.

Entonces es cuando todo esfuerzo por generar cambios en el imaginario colectivo adquiere una enorme relevancia, es cuando los movimientos feministas adquieren un impulso adicional al enfrentar los prejuicios y la oposición pétrea de un patriarcado destinado a extinguirse por opresivo, violento, discriminatorio e ilegal. Es cuando se toma conciencia de los mensajes sutiles destinados a construir barreras y crear guetos con el único propósito de impedir el empoderamiento de las mujeres en todos los escenarios de la vida pública y privada. Es cuando toca involucrarse de manera directa desvelando los mitos y destruyendo todos esos estereotipos con los cuales hemos sido programados desde la niñez y hemos reproducido con las sucesivas generaciones.

Se han escuchado los testimonios escalofriantes de soldados confesando que “violar era la consigna”. Violar a todas las mujeres, incluidas las niñas más pequeñas, porque la violación es una táctica de guerra para continuar la ruta estratégica del miedo y la destrucción psicológica del supuesto enemigo. Es decir, niñas, adolescentes y mujeres debían ser destruidas en su esencia, en su intimidad, privadas de su libertad para obligarlas a servir en los oficios más denigrantes posible, sin haber cometido delito alguno. Mujeres cuya única falta es encontrarse en el camino de los invasores. Así es hoy y así ha sido a lo largo de la historia.

Entonces ¿con qué argumentos se pretende invalidar la lucha de las mujeres por sus derechos sexuales, educativos, sociales, laborales y económicos? ¿Cómo es posible negar la desigualdad en la participación política –tribuna esencial para incidir en el rumbo del país- y marginar al sector femenino de todas las decisiones importantes para una nación? ¿Con qué autoridad se esgrime el discurso antifeminista en un país donde el embarazo infantil es un rasgo de identidad? Es hora, entonces, de cambiar la consigna: “las niñas se respetan, no se violan, no se matan”.

Escalofriante táctica de guerra para someter al enemigo: violar a las mujeres.

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Sólida como el diamante

Se requiere fortaleza para resistir con dignidad el aberrante sistema patriarcal.

Ya basta de utilizar la supuesta fragilidad de las mujeres como arma psicológica de dominación, para apoderarse no solo de su cuerpo sino también de sus decisiones, porque la historia no puede ser más ilustrativa de su enorme fortaleza ante el ataque sistemático contra sus derechos. Las mujeres de todas latitudes han sido botín de guerra, objeto de abuso sexual, laboral y jurídico, han sido vasallas de un patriarcado impuesto a la fuerza para doblegar sus intentos de independencia. Como cualquier sistema dictatorial: solo que mucho más sutil, mucho más solapado.

Ya basta de “enseñarle” cuáles son las fronteras de su libertad. Desde la más tierna infancia se le marcan los límites y construyen los muros de un encierro virtual en donde el comportamiento se ha de ajustar a las exigencias del patriarcado. La niña ha de ser modesta, obediente, sumisa hasta el extremo de la esclavitud y esos supuestos dones se le presentan como los atributos ideales de su sexo. Luego vendrán -por añadidura- el silencio y la resignación, disfrazadas de virtudes santificadas por textos ancestrales escritos por hombres convencidos de la inferioridad de su sexo.

Ya basta de humillarla al invadir su espacio personal como si el cuerpo de una mujer fuera un objeto diseñado para el placer de los hombres. Ya basta de abusar de su paciencia ante la discriminación en el trabajo, en la escuela, en los círculos académicos, en donde se le niega el derecho de expresión y un lugar entre los mejores, aún siendo la mejor. Ya basta de propagar estereotipos para rebajar sus virtudes espirituales para etiquetarla como un frágil y débil ser ávido de protección masculina. La historia de millones de mujeres es evidencia de cuán fuerte y cuán sólido es su espíritu de lucha ante las adversidades creadas para someterla.

Ya basta de asesinarlas como mecanismo de intimidación y control. La mujer no pertenece a un hombre, no es parte de su patrimonio ni debe ser considerada un ser dependiente en un sistema jurídico creado para dominarla. Toda ley, todo reglamento, toda norma cuya naturaleza atente contra la libertad y la igualdad entre los sexos, debe ser eliminada por ser injusta y perversa. Garantizar el derecho de la mujer sobre las decisiones que afectan su vida es un acto de justicia largamente postergado, así como las reparaciones por violar su integridad desde posiciones de poder, una antigua costumbre tolerada por un sistema de valores arcaico cuya vigencia es un atentado contra la moral y la ética.

Ya basta de imponerle desde el poder político el marco restrictivo de una doctrina religiosa. Es una violación flagrante de la ley vigente en la abrumadora mayoría de países democráticos, signatarios de tratados y convenciones sobre el respeto a las libertades ciudadanas. Ya basta de recitarle versículos para convertirla en un ente sumiso ante la voluntad patriarcal, porque el patriarcado no es más que un sistema destinado a extinguirse por injusto, violatorio de los derechos de las mayorías en todos los campos: sexual, económico y social.

Ya basta de negarle acceso a la educación con la excusa de haber sido creada para servir desde el ámbito doméstico. Las evidencias de su capacidad creadora, de sus dones intelectuales y artísticos, de su naturaleza sólida ante los desafíos de la vida, constituyen la prueba más contundente de que la mujer, en espacios de decisión, constituye un factor determinante para garantizar el desarrollo correcto y equilibrado de cualquier sociedad. Toda política en contra de sus derechos impone un absurdo freno al avance de un país. ¡Ya basta!

La fortaleza de la mujer no necesita más demostración que un repaso por la Historia.

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