La política de la tortura

El maltrato extremo es una forma cruel y degradante de hacer política y establecer límites.

El 10 de diciembre de 1984 la Asamblea General de la ONU adopta y abre -a la firma, ratificación y adhesión- la Convención Contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes. Un título suficientemente explícito para invitar a los líderes políticos a poner fin a los abusos de los Estados y sus instituciones contra las personas, en cualquier circunstancia, y con el propósito de obligarlos a respetar los derechos humanos y las libertades fundamentales. Treinta y seis años después resulta evidente el desprecio de los Estados parte por un compromiso tan elemental como indispensable, cuyo propósito es erradicar la violencia y propiciar un camino hacia la paz.

La década cierra con un panorama progresivo de tortura y violación de derechos humanos convertidos en la herramienta estratégica de las potencias y sus aliados. Las manifestaciones ciudadanas contra los abusos de poder de los gobernantes son atacadas con una fuerza más propia de situaciones de guerra que de conflictos políticos surgidos dentro del marco civil. El propósito no puede ser más claro: la violación de los derechos de la población queda establecida como una acción disuasiva no sujeta a la ley y como una prueba de la permisividad de los gobiernos sometidos a presiones de poderosos sectores económicos locales e internacionales.

Los protocolos para enfrentar conflictos ciudadanos y fenómenos como las masivas olas de migrantes, resultado estas últimas de la violencia debida a la corrupción, el crimen organizado o acciones bélicas e invasión de otros Estados por intereses puramente geopolíticos y económicos de las potencias, son ignorados; y, por lo tanto, las fuerzas represivas y de orden actúan con total desapego a las convenciones que norman este tipo de situaciones, a pesar de la ratificación de esos países y su obligación de atender las disposiciones establecidas por ellas.

En suma, el siglo muestra su tendencia a la impune violación de toda ley existente sobre el trato digno y el respeto por los derechos humanos, desde un sistema global cuya prioridad es el expolio de la riqueza de las naciones, la eliminación de cualquier obstáculo en la consecución de esos objetivos –en cuenta el despojo de tierras y la agresión armada contra los pueblos originarios- y la institucionalización de la tortura como instrumento de control ciudadano, una estrategia sumamente efectiva para someter a los pueblos a la voluntad de gobernantes corruptos y dictaduras solapadas bajo marcos constitucionales elaborados a medida.

Uno de los ejemplos más claros de esta degradación en el respeto por leyes internacionales y convenciones firmadas y ratificadas por los Estados –como la ya mencionada Convención contra la Tortura- es lo actuado por el gobierno de Estados Unidos en relación con la niñez migrante. No es necesario ir muy lejos para comprobar las violaciones ejecutadas por las autoridades de migración, quienes obedeciendo disposiciones del mandatario estadounidense han separado a las familias, han internado a niñas, niños y adolescentes de toda edad y condición en campos de concentración, privándoles de todo contacto con su familia y sometiéndolos a un trato cruel e inhumano. En el caso de menores, la privación de su entorno familiar constituye el más claro ejemplo de tortura y una violación indiscutible de la Convención por los Derechos de la Niñez. Así termina el año y comienza otro menos promisorio y con enormes desafíos para los pueblos del mundo.

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Las felices navidades

Finaliza el año con manifestaciones de protesta y violenta represión policial.

“Por qué voy a enfrentarme con Carabineros sabiendo que no hay una movilización autorizada” fue la declaración que la ministra Karla Rubilar, secretaria general del gobierno de Sebastián Piñera ofreció a la prensa. La ministra justifica de este modo de manera implícita el actuar del cabo Ofriciano Mauricio Carrillo Castillo, el carabinero que literalmente aplastó al joven Oscar Pérez entre 2 vehículos blindados ocasionándole graves heridas internas y 4 fracturas de pelvis. El vídeo del momento del atropello perpetrado por Carrillo con toda intención, ha circulado por las redes y los medios de comunicación generando indignación y rechazo en el mundo entero contra la estrategia de violencia extrema instaurada por Sebastián Piñera como política de gobierno.

Es importante señalar que el carabinero en cuestión tiene antecedentes de cuasidelito de homicidio de un trabajador y lesiones en otras dos personas mientras se desempeñaba como miembro de la institución policial en la ciudad de Concepción. Su prontuario delictivo reviste especial importancia por el hecho de haberse incorporado nuevamente a un cuerpo encargado de la seguridad ciudadana, el cual supuestamente debería ser integrado por personas intachables. Sin embargo, Carabineros de Chile ha transitado durante años y sin el menor obstáculo hacia convertirse en un auténtico ejército de control ciudadano eximido de toda responsabilidad criminal, desde los escándalos de corrupción de su cúpula hasta la brutalidad con la cual agreden a la población desarmada.

Llama la atención la inercia y el silencio sostenido por las autoridades encargadas de mantener los marcos institucionales –parlamento, sistema de justicia- cuyo papel es resguardar los mecanismos de la democracia y velar por el correcto desempeño de todas las instancias involucradas en la administración del gobierno. Las manifestaciones de protesta de la ciudadanía han sido criminalizadas en una absoluta ruptura del marco constitucional que las ampara y el gobierno chileno ha transformado su debilidad en una guerra sucia, vil y sangrienta contra el pueblo, utilizando para ello a todos los cuerpos represivos que tiene a mano, mintiendo de manera descarada para descalificar y adjudicar a una supuesta intervención extranjera la lucha incansable y valiente de los millones de chilenos que siguen en las calles decididos a hacerse oír.

A estas alturas resulta muy difícil hacer un diagnóstico sobre el desarrollo de los acontecimientos en un Chile que de pronto ha salido del silencio y ha emprendido una lucha franca y decidida contra el modelo neoliberal que le está costando tan caro. De hecho, le cuesta vidas y una profunda frustración por la traición de sus cuadros políticos, históricamente responsables por el colapso social y económico en donde se encuentra actualmente. Lo que fue el modelo latinoamericano –gracias a una bien montada campaña internacional de imagen- ha mostrado todas sus hilachas y hoy sus “bienes de exportación” como las administradoras de fondos de pensiones, AFP, revelan su opacidad y experimentan el rechazo masivo de la población al quedar en evidencia cómo esos empresarios acumulan riqueza mientras los pensionados mueren de hambre, sin acceso a los ahorros de toda su vida laboral.

Las navidades chilenas vienen marcadas por la indignación popular contra los abusos de su gobierno. Niñas, niños y jóvenes experimentan, quizá por primera vez, la urgencia de rebelarse contra un sistema injusto, depredador y violento, por lo tanto su regalo para estas fiestas deberá venir envuelto en una nueva Constitución, con la renuncia de su Presidente.

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Los señores presidentes

Radicalización de derechas y mentiras sin disimulo: la política latinoamericana.

La criminalización de las protestas ciudadanas en el mundo ha sido la respuesta de los centros de poder económico y político, amenazados con la pérdida de privilegios y espacios de decisión. Las calles han hablado claro y, como respuesta, han recibido los duros golpes de la represión. Sin embargo, los diques van cediendo cada vez más y aquella ciudadanía indecisa y acomodada comienza ya a decantarse por la protesta. Sin embargo, aun cuando los cuerpos institucionales armados y entrenados para contener la frustración de los pueblos han causado muertes y daños severos a quienes expresan su descontento con el sistema, la dinámica es ya difícil de contener a pesar de tácticas represivas más propias de situaciones de guerra que de contención de manifestaciones ciudadanas.

Ante esta realidad, se han disparado desde el corazón del imperio neoliberal los mecanismos de la nueva Guerra Fría y, sin disimulo alguno, los presidentes sumisos al poder económico abren las compuertas y permiten la intervención de elementos capaces de hacerles la tarea sucia: acallar las protestas y fortalecer a esos gobiernos, no importando cómo ni a qué precio. Hoy Chile es un espejo en donde se puede ver la mano externa que viene al rescate de un sistema caduco y fracasado. Por supuesto, cuenta con la indudable complicidad del puñado de familias poderosas y sus círculos de influencia, aterrados con la perspectiva de ver afectados sus intereses en el corto plazo.

El presidente chileno, uno de los hombres más acaudalados del continente y también uno de los más despreciados en su propio país, se ha revelado en toda su pequeñez al sabotear la COP25, importante cumbre sobre el cambio climático, en donde el gobierno chileno dejó en evidencia su decisión de sacrificar el futuro del planeta en una balanza cuyo peso mayor es el beneficio particular de los sectores corporativos, en cuyas operaciones reside el mayor peso de la degradación ambiental del globo. La fracasada intervención de Chile en el evento y su presentación de un texto alejado de los Acuerdos de París fue la ratificación de una postura contraria a las evidencias científicas, pero sobre todo su indiferencia ante la creciente preocupación de los pueblos por los nocivos efectos de las emisiones de carbono provocadas por la industria.

En otros países de la región se comienza a perfilar un retroceso a los años de la Guerra Fría, cuando la estrategia de intervención desde Estados Unidos era totalmente abierta y descarada. En Bolivia, por ejemplo, puso a funcionar a su títere mayor –la OEA- hasta conseguir sacar del poder al único mandatario del continente que había realizado un trabajo sorprendente en uno de los países más golpeados y desiguales de América Latina. Esto, quizá, como respuesta a su fracaso en las elecciones de Argentina, en donde la balanza hacia el socialismo le asestó un duro revés. Mientras tanto, el discurso moralista –democracia, derechos humanos y lucha contra las drogas- no resiste el menor análisis cuando se observa la manera como el Departamento de Estado actúa frente a los crímenes cometidos por gobiernos mucho más débiles y corruptos, como el guatemalteco, para asegurarse el uso del territorio de esa nación en su política anti inmigrantes. Estos peleles, obedientes ante el poder supremo de las grandes corporaciones y los gobiernos del primer mundo, son incapaces de comprender los alcances de su traición y arrastran a sus naciones sin el menor escrúpulo, hacia la miseria y la destrucción.

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El dolor que no duele

Sin el conveniente refugio de la alienación quizá seríamos más humanos.

Acostumbrados como estamos a vivir la vida contemplándola a través de las pantallas, hemos logrado crear eficaces anticuerpos contra el dolor, pero sobre todo contra la necesidad de involucrarnos en aquello capaz de trastornar nuestro espacio personal. Ya somos maestros en el truco de abstraer cuanto pudiera destruir esa ilusión de seguridad que nos permite ir por senderos pavimentados, en donde tocamos la realidad tangencialmente gracias a que nos la presentan fraccionada en cápsulas fáciles de digerir. La tragedia ajena, entonces, puede ser observada sin ese molesto prurito de culpa que –de ser más potente- nos obligaría a actuar.

Este sistema, diseñado para darnos la ilusión de participar activamente, utiliza a los grandes medios de comunicación, que han jugado un papel fundamental por su capacidad de ingresar a nuestro hogar, el espacio personal más íntimo y seguro. Durante la segunda mitad del siglo pasado, la cobertura mediática de las guerras e invasiones -en donde se comenzaron a utilizar recursos cinematográficos de enorme impacto visual y psicológico- tuvo el efecto de convertir la destrucción y la muerte de otros en un espectáculo capaz de absorber nuestra atención sin afectar de manera significativa nuestros sentimientos ni trastornar nuestro sentido de la realidad. Es más: la abundancia de imágenes e información editados a propósito para empujarnos a tomar partido sin darnos la posibilidad de escarbar más a fondo en la búsqueda de la verdad, nos convirtió en meros espectadores.

Hoy seguimos la tendencia marcada desde entonces; y ese hábito de observar sin sentir la obligación de participar activamente, se ha potenciado de manera importante con el uso de las redes sociales, desde donde mostramos ante un público desconocido una faceta pulida y maquillada de nuestra verdadera personalidad. En ellas somos revolucionarios, sin serlo. En ellas nos tomamos la libertad de opinar sin la responsabilidad de responder por ello ante nadie, porque al final de cuentas “son mis espacios y pongo en ellos lo que me viene en gana porque tengo el derecho de gozar de mi libertad de expresión”; y gracias a ese truco mágico de las plataformas digitales, nos erigimos como participantes legítimos de los acontecimientos que estremecen al mundo.

Sin embargo, hay quienes sí lo hacen; sí participan activamente y defienden sus derechos saliendo a las calles a enfrentar la represión para exigir cambios. Son otros –no nosotros- a quienes no les bastan las redes sociales como forma de protesta, porque desde ellas saben que nada cambiará, porque saben reconocer un paliativo mental y no están dispuestos a conformarse con ello. Otros a quienes vemos caer a lumazos, asfixiados por los gases y víctimas de toda clase de abusos por una única razón: enfrentar a un sistema cruel, inhumano y depredador creado para el beneficio de unos en desmedro de las amplias mayorías ciudadanas.

Pero ellos, al fin y al cabo, forman parte del espectáculo que otros consumen ávidamente aun cuando padecen de los mismos males. Quizá ya sea el momento de involucrarse y luchar por valores tan elementales como el imperio de la justicia y el respeto por la vida humana. Luchar para no ver en la pantalla la agonía de un niño migrante, y desviar la mirada. Luchar por salir de la seguridad de la palabra y hacer un pacto con la conciencia; asumir la autoridad de todo ciudadano ante el dolor de los demás, ese dolor que hoy no duele porque se matiza con los colores de una película de ficción de la cual no somos –ni queremos ser- protagonistas.

El espectáculo no basta. Es imperativo participar y sentir el dolor de otros.

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La verdad, ese bien inmarcesible

Una prensa sumisa ante la presión de grupos de interés, hace tambalear la democracia

La reciente celebración del día del periodista en Guatemala obliga a reflexionar sobre el papel de los medios de comunicación en un panorama tremendamente conflictivo y cargado de amenazas como el que se observa en ese país centroamericano, pero también en muchos otros alrededor del mundo.  Quienes nos hemos desempeñado en este oficio sabemos, por experiencia, la envergadura de las trampas en la búsqueda de la verdad y hasta dónde se puede obtener información de calidad. Pero esto no afecta solo a los periodistas; también para la sociedad la ruta está plagada de obstáculos: se puede ir uniendo fragmentos de información para armar el rompecabezas, pero siempre faltan las piezas indispensables, esas que podrían dar una pista sobre las causas y las consecuencias de los fenómenos que nos rodean.

Los medios de comunicación –garantes de uno de los pilares fundamentales de cualquier sistema democrático- se han ido transformando en enormes monopolios cuyos intereses corporativos marginaron, de una vez y para siempre, su responsabilidad social y su misión de garantizar no solo la libertad de prensa, sino también el derecho ciudadano a la información. Esta ruta, aparentemente inevitable por la necesidad de contar con los ingresos de la publicidad comercial y condicionada por intereses particulares, ha causado un impacto negativo en su labor informativa, pero también en la integridad de las estructuras democráticas y en la manera como las sociedades se ven inducidas a tomar posición frente a los hechos políticos, económicos y sociales que les conciernen.

Ante esta realidad, los medios alternativos -cuya presencia abunda en el mundo digital- se han transformado en una solución parcial e indudablemente valiosa para quienes buscan conocer aquello que los grandes medios suelen callar por presión de los gobiernos o por defender posiciones e intereses de grupo. Esto resulta especialmente notorio en la cobertura de acontecimientos de enorme trascendencia como las protestas masivas contra gobiernos dictatoriales y corruptos alrededor del mundo, así como fenómenos de histórica data: el racismo, la visión sobre las migraciones, la discriminación por género, la naturalización de la pobreza, los femicidios y la criminalización de las organizaciones y líderes populares.

Sin embargo, estos medios alternativos solo son un paliativo cuya presencia alcanza a una élite educada y con acceso a la tecnología. En la marginación y la oscuridad quedan las grandes masas de población sometidas a la constante invasión de mensajes interesados a través de la televisión y la radio, los instrumentos de conexión con el mundo más eficientes y también los más peligrosos cuando no están comprometidos con su misión por la búsqueda y difusión de la verdad. La influencia de estos medios coludidos con los centros de poder resulta, entonces, un auténtico hachazo sobre el centro mismo de la democracia y la vida institucional de las naciones, incluso en aquellas que presumen de desarrollo, como sucede con las grandes cadenas noticiosas del primer mundo.

La palabra, ese auténtico milagro capaz de traducir las ideas para compartirlas con otros, es un instrumento cuyo poder no es valorado en toda su dimensión. Por ello, usarla de manera responsable, asumir con ello el compromiso de respetar la verdad y transmitirla a la sociedad a pesar de las presiones en contra, es un acto de fe en sociedades profundamente heridas por la traición de sus líderes y por la incalificable institucionalización de la mentira.

El milagro de la palabra no ha sido valorado en toda su dimensión.

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