El negocio de las armas

Connecticut pone sobre el tapete una vieja controversia.

 Sucedió nuevamente en Estados Unidos. Una masacre en un recinto educativo con saldo de 20 niños y 7 adultos convertidos en blancos precisos por Adam Lanza, quien los acribilló con un rifle similar a los utilizados por las tropas estadounidenses en Irak y Afganistán. De acuerdo con reportes del periódico español ABC, Lanza asestó varios disparos mortales a su madre antes de convertir la escuela Sandy Hook en un escenario dantesco.

Ante la tragedia, de inmediato surge el tema del control de armas. Un mecanismo que, de ser implementado, podría reducir la posibilidad de que se produzcan estos actos escalofriantes contra personas inocentes. Y entonces salta a la palestra la NRA (National Rifle Association), poderosa organización cuyo fundamento filosófico es la Segunda Enmienda constitucional, la cual reza: “Siendo necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado libre, el derecho del pueblo a poseer y portar armas, no será infringido.”

De acuerdo con algunos estudiosos del tema, esta enmienda protegía en su momento (1791) el derecho de los Estados a poseer una milicia propia para defensa de su territorio en la época post revolución. Esto, por supuesto, no significaría que cualquier ciudadano pudiera tener las armas que quisiera y usarlas a discreción sino evitar dejar a los Estados a merced de otras fuerzas en un período influido por las revueltas populares al estilo de la Revolución Francesa. Muchas son las interpretaciones que han dado defensores y opositores a este derecho constitucional. La realidad es que aun cuando la industria armamentista estadounidense constituye una importante fuente de ingresos para ese país, la protección de la vida de sus ciudadanos es una obligación fundamental y debería prevalecer.

El marco regulatorio en Estados Unidos permite a cualquier ciudadano poseer armas, excepto convictos y enfermos mentales. De ese modo y con la reafirmación cultural del concepto de heroísmo, personificado en soldados y vaqueros diestros en el uso de armamento de alto poder, el belicismo es casi una expresión del más alto patriotismo.

Muy distinta es la situación en Guatemala, cuyas cifras de muertos por proyectil de arma de fuego son proporcionalmente mayores que las de Estados Unidos. En este país, el control de armas es más que precario y gran parte de las que circulan por las calles es ilegal, sin licencia ni registro.

Incluso se supone que muchas de las armas legales –aparte de las pertenecientes a las fuerzas de seguridad- se encuentra en manos de organizaciones criminales. Otras están en poder de empresas particulares de servicios de seguridad cuyos elementos son, por lo general, individuos mal pagados y carentes de entrenamiento

En este tema del control de armas hay, como puede deducirse, intereses cruzados. Unos políticos y otros económicos. La discusión, tanto en Estados Unidos como en Guatemala, no terminará en acuerdos razonables mientras no prevalezca en los círculos de poder la idea de que el pueblo está primero y cada vida humana debe protegerse como lo ordenan la Constitución y la ética.

El sentido de la historia

No siempre es posible vivir en la ignorancia del pasado.

 La sociedad centroamericana parece haber puesto un “hasta aquí” a los conflictos armados sufridos durante décadas, en el momento de la firma de sus respectivos acuerdos de paz. Esos protocolos han dado una excusa a los sectores político y económico para poner punto final, pasar la página y comenzar su anhelada reconstrucción del sistema productivo y de la infraestructura destruidos por la guerra, pero han dejado de lado la búsqueda de la justicia, condición indispensable si se pretende acceder al desarrollo social.

Después de la firma de los Acuerdos de Paz quedaron muchos temas pendientes; innumerables casos no resueltos de personas desaparecidas o ejecutadas extrajudicialmente cuyo rastro se ha perdido entre documentos oficiales destruidos, renuencia de testigos, tráfico de influencias y escasa voluntad del Estado para investigar a fondo qué sucedió con esos miles de niñas, niños, adolescentes, mujeres y hombres cuya desaparición ha marcado la vida de familias y comunidades enteras.

El estamento político debe comprender que duelo no se cierra con un simple “archívese y cúmplase”.  La incertidumbre y frustración provocadas por el solo hecho de no saber a quién recurrir para dar seguimiento a una investigación y, muchas veces, incluso para abrir un caso, ha de representar un sólido valladar en la vida de un ser humano, siendo una situación mucho más desesperada aun para quienes ni siquiera pueden expresarse en el idioma oficial y carecen de los medios y habilidades para navegar en la espesa burocracia judicial.

Por ello, la insistencia de algunos grupos en cerrar el capítulo del conflicto armado interno se traduce como una manera muy superficial de desestimar el dolor de los deudos y restar todo valor a las vidas perdidas durante ese oscuro período de la historia nacional.

Para las nuevas generaciones, la recuperación de la memoria histórica es un tema pasado de moda. Ese amplio segmento poblacional constituido una juventud que solo conoce las dictaduras por referencias –cuando algo sabe- y sin ninguna vivencia personal, es el que hereda la responsabilidad de escarbar en los archivos y adoptar como suya una misión que tendría un impacto poderoso en su calidad de vida y en la de sus hijos.

Lo que estas generaciones no han llegado a comprender es que el modo de vida cargado de violencia y desconfianza, marcado por la corrupción y un constante temor a la actuación de las fuerzas de seguridad, proviene de esa historia cuyos detalles a veces les son totalmente desconocidos. Así como también les resultan extrañas la angustia y frustración de quienes todavía persiguen la huella perdida de sus seres queridos arrebatados por la guerra.

Vivir sin conocer el paradero de un hijo, una hija, un esposo, un padre o un hermano no es vivir. El peso del dolor de no saber solo lo puede comprender quien lo ha experimentado. Guatemala no ha cerrado sus heridas y no lo hará a menos que algún gobernante visionario, un líder comprometido con la verdad, comprenda que el futuro seguirá pendiente mientras no se cierren las heridas del pasado.

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