Los avatares de un país (in)seguro

Las decisiones inconsultas de gobernantes ineptos suelen causar daños irreparables.

Uno de los países más violentos y pobremente administrados del continente se ha convertido –con un golpe de puño en el despacho oval- en refugio de migrantes, para tranquilidad del presidente estadounidense. Este, empeñado en quitarse de encima a los miles de seres humanos que cruzan sus fronteras en busca de una mejor calidad de vida, no dudó en hacer pacto a punta de amenazas con el más débil de los gobiernos de la región. Ambos mandatarios, Donald Trump y Jimmy Morales, plenamente conscientes del despropósito de semejante acuerdo, utilizaron -como la mano del gato que saca las castañas del fuego- a sus ministros del interior para así poner obstáculos a la nulidad del documento que declara a Guatemala como Tercer País Seguro, TPS, mediante el cual sellaron el infausto destino de sus ciudadanos, pero también de las familias de migrantes que huyen de sus países.

Que Guatemala es un país seguro, depende de la perspectiva. Seguro para las mafias que lo gobiernan y cuyas maniobras han convertido al país centroamericano en el símbolo de la corrupción y la impunidad. Seguro para las redes de trata, ancladas en instituciones del Estado mediante las cuales se garantizan una operación sin consecuencias. Seguro también para las organizaciones criminales, que mediante el patrocinio de las campañas electorales y su generoso financiamiento para políticos tradicionales se han consolidado como una fuerza indestructible entre los círculos de poder.

Guatemala es el paraíso de seguridad para su cúpula empresarial, la cual no ha vacilado en amarrar vínculos con lo más podrido de la institución castrense, su histórica aliada en la eliminación de líderes comunitarios y ciudadanos con potencial político capaz de poner en peligro sus privilegios. Los grandes empresarios, coludidos con gobernantes corruptos, han retrasado el desarrollo de Guatemala como un mecanismo propicio para mantener a su población intimidada, carente de oportunidades de educación, sujeta a trucos legislativos que la convierten en una masa vulnerable a la explotación laboral y sin posibilidad de escapar de ese círculo perverso.

Pero quienes aprovechan de modo indiscutible la seguridad que les ofrece Guatemala son los cárteles de la droga, cuyo inmenso poder les ha dado paso libre por sus puertos, aeropuertos, pistas de aterrizaje en amplias regiones sin vigilancia y en sus fronteras permeables y sensibles al soborno. Como país-pasadizo para estas organizaciones criminales, es el menos adecuado para constituirse en centro de concentración de migrantes quienes, además de su estatus vulnerable, estarán obligados a buscar sustento por sí mismos, sin la menor ayuda del Estado que los acoge, y mucho menos su protección.

Guatemala tiene los indicadores más bajos en desarrollo social y los más altos en desnutrición crónica y violencia criminal. Su congreso –la máxima entidad de representación ciudadana- está conformado en su mayoría por diputados cuyas decisiones dependen de cuán abultado es el sobre mediante el cual los centros de poder compran su voto. Su ciudadanía, conformada en su gran mayoría por personas decentes y deseosas de un cambio profundo en el quehacer político, se encuentran acorraladas por estructuras legalizadas a capricho de quienes mueven las palancas legislativas y judiciales. Por lo tanto, el compromiso adquirido por el Estado de Guatemala, sin consenso popular y sin consideración alguna por sus previsibles consecuencias, ha sido la puñalada final de quien dejará en unos meses el más vergonzante y lamentable gobierno de la historia de ese sufrido país.

Un país seguro depende de un Estado bien administrado, transparente y ético.

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Los colores del incordio

Las violaciones a la ley se toleran como algo normal. Un arcoíris, no.

La bandera multicolor del desfile del orgullo LGTBI en Guatemala -con el escudo patrio en el centro- ha levantado una tan esperada como sonora ola de protestas de los sectores conservadores. Esa reacción no deja de ser natural, ya que se trata de un símbolo de gran significado para cualquier pueblo del mundo. Sin embargo, entre quienes levantan su indignada voz se encuentran algunos conspicuos miembros de grupos sociales de gran poder económico, quienes en su momento enarbolaron la mismísima bandera con el rostro de su líder político-empresarial. La doble moral por donde se vea.

Algo importante de subrayar es el papel de los símbolos en la identidad de una nación. Porque no se trata de banderas, escudos, aves, árboles, flores o sables cruzados. Se trata del mensaje de unidad de un pueblo; su identidad cultural y su respeto por todo lo que significa pertenecer a una comunidad humana dentro de un territorio limitado por fronteras y capaz de erigirse como país independiente y soberano. Quienes pisotean la bandera son, en realidad, quienes atentan contra esos valores –más sagrados aún que el símbolo que los representa- y traicionan a su pueblo.

Por eso resulta indispensable repensar en el significado de la patria y sus símbolos. Porque patria, esa palabra tan rimbombante como irrespetada, no reside en símbolos ni ceremonias cuyo origen se ha perdido en la memoria, transformados con el tiempo en rituales vacíos de contenido. Patria es la comprensión profunda de la responsabilidad de cada quien en la construcción de una sociedad incluyente, unida por los mismos ideales, solidaria y vigilante del cumplimiento estricto y justo de sus leyes y postulados.

La patria reside en el hogar y el aula escolar, desde donde se transmite el conocimiento y los valores cívicos de cada generación de ciudadanos. Es en esos ámbitos primordiales en donde se cultiva la identidad de una nación, nutriendo el cuerpo y la mente de la niñez y la juventud con una visión impregnada de esa mística propia del apego a la tierra en donde se nació, pero partiendo de un sentido de pertenencia responsable y activo. No puede, por tanto, hablar de patria con autoridad quien ampara de modo activo o pasivo la violación de los derechos de la infancia y la condena al hambre y a una vida cargada de carencias.

Tampoco tiene derecho a elevar su voz contra la expresión de un sector de la ciudadanía quienes propician una cultura de odio y discriminación y, para eludir la acción de la ley, recurren a mañosos amparos y sobornos con el objetivo de obtener impunidad sobre sus crímenes. O quienes desde posiciones de privilegio social y económico se consideran moralmente superiores al resto de la ciudadanía, aun cuando esos privilegios los haya obtenido por medio de “delitos blancos”, aquellos cometidos al amparo de leyes dictadas por su propio círculo de poder. Patria –para ampliar el concepto- es la tierra natal o adoptiva a la cual una persona se siente ligada por vínculos históricos, culturales y jurídicos. En conclusión, la patria también tiene derecho a vestirse con los colores símbolo del respeto por la diversidad para todos sus integrantes.

Los mensajes de odio e intolerancia hacia quienes eligen una distinta expresión para su vida personal, solo generan división y violan el derecho humano en uno de los aspectos más sensibles para cualquier ser humano. La integración plena de la sociedad –algo esencial para vivir en paz- depende del respeto mutuo y la voluntad de ver, antes de la paja en el ojo ajeno, la viga en el propio.

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El concepto de patria no debe responder a interpretaciones mañosas y sesgadas.

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Niñez: ¿Costo u oportunidad?

Sin una niñez bien alimentada, tarde o temprano todos sufrirán hambre.

 La niñez y la juventud representan la renovación indispensable para garantizar la permanencia y transmisión de valores, tradiciones y ese complejo legado cultural que conforma el patrimonio intangible de una nación. Sin esa dinámica de cambio generacional resulta imposible conservar el equilibrio del tejido social y, más importante aún, las capacidades de crecimiento y desarrollo para una sociedad cuyo principal recurso es el aporte productivo y creativo de sus integrantes. Sin embargo, en la mayoría de países latinoamericanos regidos por sistemas basados en un modelo de economía de mercado, la niñez ha pasado a convertirse en un renglón pasivo sin incidencia alguna en los programas políticos.

En países como Brasil y Chile, en donde el sector económico tiene el poder de decidir sobre un asunto tan sensible y alejado de su territorio como la educación, ha quedado en evidencia el dramático desequilibrio en las prioridades cuando se trata de los derechos inalienables de la niñez y la juventud. Con el cierre de establecimientos educativos “no productivos” y la eliminación de materias del pensum escolar por “no ser relevantes” como ha sucedido en Chile con la asignatura de Historia, se transparentan las intenciones de esos sectores poderosos cuyos intereses se contraponen de manera frontal con el desarrollo de una sociedad ilustrada, capaz de ejercer una ciudadanía fuerte y responsable.

Eso que sucede en dos naciones con algunos pasos más en la vía del desarrollo se repite en países mucho menos avanzados, en donde incluso se reduce la inversión estatal para fortalecer a otros sectores de mayor poder político, como sucede en Guatemala con las fuerzas armadas. La negligencia en el trato del tema educativo ha sido, en este país centroamericano, una política de Estado desde hace muchas décadas. Con el cierre de institutos vocacionales y el abandono de la red de escuelas públicas, la niñez guatemalteca carente de recursos –la abrumadora mayoría- es sometida a enfrentar las peores condiciones para tener acceso a una educación mediocre y sin mayores perspectivas.

Es evidente la intención detrás de esta “no-política educativa”: La creación de un contingente de seres humanos carentes de herramientas para progresar en el ambiente laboral de manera digna; un gran reservorio de esclavos cuyas opciones quedan reducidas a un salario de miseria o al desempleo. Un relevo generacional pobre y desprovisto de capacidades intelectuales debido a la desnutrición crónica, apto únicamente para las labores más duras en situación de explotación. Todo lo cual proporciona la excusa perfecta para mantener el sistema con la farsa de que para dar empleo es preciso flexibilizar las leyes laborales. Este cuadro tan poco promisorio es el sello de identidad de Guatemala, un país que pudo ser ejemplo positivo para el resto de la región.

El maltrato hacia la niñez y la pérdida de derechos de este sector tan importante se refleja no solo en la educación, también en la privación de recursos para el desarrollo de sus comunidades y en la falta de inversión pública en áreas como la infraestructura vial, la red de hospitales y centros de salud o en la raquítica presencia del Estado en áreas rurales, cuya incidencia en la mayor o menor calidad de vida de la población toca a todos sus integrantes.

Invertir en la niñez es invertir en el futuro de la nación; un axioma repetido hasta el cansancio. Sin embargo, quienes tienen el control del Estado y sus instituciones se han empecinado en colocar a este gran segmento poblacional en la columna de los costos. Caro pagará el país por esta manipulación del valor de la niñez y por no darle el trato que merece.  

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Lo que el tiempo no borra

Los humanos ocupamos un espacio imposible de borrar con el olvido.

 Se han cumplido ya ocho años desde el alevoso asesinato y posterior desaparición del cuerpo de Cristina Siekavizza. Ocho años durante los cuales su familia no ha dejado de exigir justicia a pesar de que los “presuntos” responsables de su muerte poseen el poder de retorcer el curso de la justicia y pretenden eludir su acción mediante el compadrazgo dentro del sistema. Pero Cristina, como miles de mujeres y niñas asesinadas por hombres de su entorno familiar, permanece en el corazón y la mente de sus seres más queridos.

Ya son muchas las víctimas de la misoginia en Guatemala y el mundo. Castigadas por su sexo, vistas como presas accesibles al dominio masculino e impotentes ante las instituciones dominadas por un severo hetero patriarcado, en pleno siglo veintiuno todavía deben luchar por el derecho sobre su cuerpo, por ser escuchadas, por merecer crédito sobre sus denuncias de violencia, por el acceso a una equidad elusiva a lo largo de un camino sembrado de trampas que –como las minas de campo- les estallan en la cara cada vez que dan un paso al frente.

En Guatemala la justicia en casos de feminicidio depende de un sistema tradicionalmente machista. Quienes poseen los medios para eximir su responsabilidad por vidas humanas perdidas como resultado de sus delitos, celebran la existencia de un sistema legal permisivo y flexible, diseñado a su conveniencia para entorpecer los justos reclamos de las víctimas y de sus familiares. Por eso, quizá, no resulte tan incomprensible ese vergonzante 98 por ciento de impunidad en la resolución de casos dentro del sistema de administración de justicia y tampoco es una incongruencia la acción de jueces y magistrados amparando a criminales confesos pero cuyo estatus social y económico les garantiza la libertad.

Así como Cristina, muchas niñas y mujeres han perdido la vida o han desaparecido tragadas por las redes de trata sin esperanza alguna de ser objeto de investigación y de un proceso de justicia transparente y con visión de género. En este contexto de violencia y discriminación, los asesinatos perpetrados con extremada crueldad contra niñas y adolescentes ni siquiera llaman la atención de los medios de comunicación. Esto sucede, quizá, por su reiterada presencia en los reportes policíacos o porque la vida de las niñas y adolescentes –cuando no pertenecen a ciertos círculos sociales- no marcan pauta en el interés de sus agendas.

Es difícil comprender cómo, en países presuntamente democráticos y modernos, la vida y el desarrollo de la mitad de su población –el amplio sector de mujeres- dependa de la voluntad de la otra mitad en un sistema diseñado para someterla y obstaculizar cualquier iniciativa capaz de darle acceso a una vida libre de violencia. Es importante señalar que en el marco jurídico no existen leyes creadas para restringir el derecho de los hombres a su cuerpo, como existen con respecto de las mujeres al suyo. Esa evidente asimetría, establecida desde el sistema patriarcal y sin la intervención de una perspectiva femenina en las instancias de toma de decisiones, constituye una de las peores violaciones de los derechos humanos de las mujeres.

El resultado de este sistema es una vida en constante riesgo para la población femenina y la perspectiva siempre presente de ser objeto de violencia sexual, física, económica y jurídica. El juicio contra el presunto asesino de Cristina es un símbolo que señala, por su excepcional visibilidad, la enorme deuda de la justicia con los miles de niñas y mujeres asesinadas en condiciones semejantes, pero cuyos casos siguen ocultos entre expedientes que nunca se abrieron.

 Miles de niñas y mujeres asesinadas reclaman una justicia que un llega.

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Rosa María y muchas más

Ser niña en Guatemala puede ser la peor de las desgracias: te puede costar la vida.

 He visto desfilar nombres de niñas y adolescentes violadas, embarazadas, muertas durante el parto, desaparecidas o víctimas inocentes de una orgía de alcohol y sangre protagonizada por hombres de su entorno, su comunidad, su hogar; esos ámbitos en donde se supone deberían ser protegidas y amadas. Muchas niñas de Guatemala vienen sin garantía de supervivencia; ellas, las más vulnerables de la cadena humana, están sujetas a la voluntad de quienes las rodean y no se les reconoce derecho alguno. Casadas a la fuerza, violadas por quienes están supuestos a ser sus aliados y protectores; y destinadas desde la niñez a los más duros trabajos domésticos y del campo, millones de niñas enfrentan un destino en cuya ruta pierden incluso su identidad.

Cuando leí con horror lo sucedido con Rosa María Saquic Lares, una niña de apenas 12 años secuestrada por 4 hombres adultos de su comunidad durante una fiesta de la aldea, torturada hasta la muerte y abandonada en pedazos en un paraje cercano, vi hasta dónde es capaz de llegar la crueldad y el sadismo cuando en un país se ha perdido la decencia y la humanidad. Este, lamentablemente, no es un caso excepcional. Muchas niñas han sido violadas y sometidas a ritos de sangre con la finalidad de enviar un mensaje de poder entre grupos criminales, o quemadas –como las niñas del Hogar Seguro Virgen de la Asunción- para acallar sus protestas y evitar sus denuncias de maltrato dentro de esa institución del Estado.

Pienso en mi hija cuando tenía 12 años y me cuesta creer cómo, a un ser que recién empieza a asomarse a la vida, le pueden arrebatar los sueños con ese salvajismo. Rosa María estaba en la fiesta de su pueblo, una de entre las pocas ocasiones festivas a las cuales acuden las familias. Acompañada por su padre y su hermana de 14 años, se negó a bailar con los hombres que las acosaron y ese gesto de libertad le costó la vida. Cinco días tardaron en encontrar sus restos, desperdigados por el campo.

Guatemala ha llegado al límite y este es tan solo un ejemplo de la pérdida de valores y de sensibilidad humana, herencia de una historia de terror que no termina. Los niveles de femicidio, desnutrición y pobreza extrema son apenas una muestra de la violencia indetenible en la cual se desarrolla la vida de sus habitantes, regidos por una cúpula de poder corrupta cuya fortaleza se basa en sus vínculos con el crimen organizado y la influencia de un sector ultra poderoso de empresarios cuyo único objetivo es continuar al mando del quehacer político.

El asesinato con saña de Rosa María quizá sea investigado, quizá no. Las instituciones encargadas de seguridad y justicia se encuentran más enfocadas en los enredos políticos de un pacto de corruptos, cuyos intereses predominan sobre el escenario nacional, que de los innumerables hechos delictivos cuya abundancia e impunidad garantizada constituyen una pesadilla permanente para la población guatemalteca.

El tan mentado estado de Derecho, las supuestas garantías constitucionales, los constantemente trasgredidos derechos humanos y el sistema jurídico -cuya flexibilidad parece amparar únicamente a quienes lo violan- se han convertido en el sello de identidad de un país a la deriva, timoneado por un mandatario inepto quien, rodeado de un círculo de confianza indiferente al mandato constitucional, ha llevado a Guatemala a convertirse en un paradigma mundial de lo que un Estado no debe ser. En semejante escenario, la pequeña Rosa María Saquic Larios pasará a integrar la ominosa lista de los numerosos crímenes contra la niñez guatemalteca, esos que por supuesto no figuran en la agenda nacional.

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La niñez tiene derechos cuya garantía depende de la voluntad política.

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