Guatemala: La hora del retorno

La esperanza no muere, pero conquistar espacios secuestrados es tarea difícil. 

La ciudadanía guatemalteca se debate entre el estupor y el entusiasmo por los resultados de la primera vuelta de las elecciones generales, en donde se alzó la presencia de un candidato a la Presidencia cuyo perfil escapa por completo a la tendencia de la política doméstica actual. A pesar de la opacidad del evento electoral, Bernardo Arévalo, con el respaldo del movimiento Semilla -una fuerza política relativamente nueva- se alzó con la segunda posición y aseguró su participación en el balotaje a celebrarse en agosto. Atrás quedaron los candidatos financiados por la cúpula empresarial, por las organizaciones criminales y por el propio Estado, a través del saqueo perpetrado por las recientes administraciones. 

Arévalo trae consigo la expectativa de cambio con una magistratura orientada hacia políticas sociales, marginadas desde hace generaciones. Esto contrasta de manera frontal con las propuestas tradicionales de partidos políticos de cacicazgo, carentes de ideología y cargados de compromisos con sus financistas. Las reacciones contra su presencia en el balotaje no se han hecho esperar y la derecha tradicional, aliada con el pacto de corruptos -que mantiene su hegemonía sobre todas las instituciones del Estado- ha iniciado contra este personaje una campaña de desprestigio cargada de odio.

Hijo de Juan José Arévalo Bermejo, un mandatario excepcional que dejó huellas profundas en el Estado de Guatemala, este candidato viene no solo con la carga de la herencia, sino también con el más difícil de los retos: imponer la decencia en la administración pública. Sin embargo, en caso de vencer en las votaciones de agosto, la tarea tendrá el gran obstáculo de enfrentar a una mayoría de congresistas aliados con la actual administración y con las fuerzas políticas más oscuras de los últimos tiempos, dificultándose de manera sustancial cualquier iniciativa tendente a la depuración de las instituciones actualmente secuestradas.

Para una gran mayoría de ciudadanos, esta será la hora del retorno. Retorno a la decencia, retorno a la institucionalidad, retorno a las esperanzas de desarrollo y retorno a la democracia. Guatemala merece la oportunidad de liberar a sus instituciones del daño perpetrado por una serie de personajes mediocres, quienes por medio del engaño se han apoderado de sus riquezas condenando a la población a la pobreza y a sus nuevas generaciones a una emigración sin esperanzas.

Las próximas semanas serán la prueba de fuego para este proceso lleno de incertidumbre y amenazas. Quienes hoy detentan el poder -a la cabeza su élite empresarial de pensamiento estancado en las prácticas de la Colonia- intentarán obstaculizar el arribo de Arévalo al poder. El miedo a la acción de la justicia será el incentivo para cometer toda clase de actos de intimidación, amenaza y provocación por medio de sus lacayos y sus centros de desinformación. Para ello cuentan con las inmensas fortunas robadas, durante décadas, a la población guatemalteca.

La gran expectativa es ver cómo la ciudadanía recupera el espíritu de lucha y logra rescatar su libertad de pensamiento, su energía positiva y, sobre todo, la certeza de encontrarse frente a un cambio trascendental y ser parte protagónica del giro histórico que se avecina.

La juventud tiene la oportunidad de dar un golpe de timón, ejerciendo su voto.

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La política, ¿cosa de adultos?

Desde la infancia nos han mantenido al margen de nuestro destino. 

En algún momento de nuestra vida nos convencieron de las ventajas de abstenernos de la participación política. De hecho, nuestras sociedades y muchas alrededor del mundo, han mantenido a las mujeres al margen de esa actividad cívica, desde la cual se deciden las normas que afectan su presente y su destino. Del mismo modo, se ha impuesto toda clase de obstáculos al involucramiento de los jóvenes bajo la premisa de su falta de madurez, conocimiento o inteligencia suficientes para participar en este ejercicio tan complejo. 

En esa sutil manipulación se intenta convencer a las nuevas generaciones de las supuestas ventajas de dejar las decisiones más importantes -como el manejo de la cosa pública- a los adultos experimentados. Así es como se ha conformado una especie de cártel político-partidista en manos de un puñado de individuos que se alternan en las cúpulas del poder y quienes, gracias a la marginación de las mayorías (mujeres y jóvenes representan más de la mitad de la población en todos nuestros países latinoamericanos) se han apoderado de los mecanismos eleccionarios. 

En las próximas semanas, dos países de nuestro continente enfrentan elecciones generales: Guatemala, el 25 de junio y Ecuador, el 20 de agosto. Ambos con un historial político complejo y plagado de retrocesos y ambos, también, con una población mayoritariamente joven, femenina y con una amplia presencia de pueblos originarios, todos ellos deseosos de participar y marcar su protagonismo. El desafío para estas dos naciones ricas en patrimonio y en cultura, es romper las estructuras que les impiden avanzar hacia un desarrollo sostenible. Esa meta, sin embargo, se presenta obstaculizada por los elevados índices de desconfianza por parte de una gran proporción de sus electores, lo cual sin duda repercutirá de manera sustancial en los resultados de las votaciones.

La estrategia utilizada por los partidos tradicionales, en ambos casos, se ha basado en la premisa de mantener a la juventud alejada de la política, gracias a una educación exenta de los fundamentos teóricos esenciales para comprender sus complejidades. Es así como las grandes masas ignoran -por no haber tenido acceso- los textos constitucionales en donde se determinan la estructura y el manejo del Estado. Ignoran, por la misma excluyente razón, las bases ideológicas de sus representantes en las asambleas legislativas. Creen, porque así les han enseñado, que la política es una actividad reservada a unos pocos, contradiciendo de ese modo la esencia misma de la democracia.

Todo lo anterior revela hasta qué punto el ejercicio político se ha ido convirtiendo en un reducto hermético, blindado contra la enorme fuerza ciudadana residente en los grupos más afectados por su ejercicio: los sectores de infancia, juventud y de mujeres, representativos no solo de la mayoría poblacional, sino también de la clave del desarrollo y del bienestar general. En este reducto, ajeno a las aspiraciones de sus representados, imperan tanto intereses económicos de las élites como la infiltración de organizaciones criminales capaces de torcer, con un golpe de puño, los destinos de las naciones. La incorporación activa -empezando por los procesos electorales- de los grupos marginados, es la única acción capaz de enderezar esas líneas torcidas de la política secuestrada.

La participación activa de jóvenes y mujeres puede cambiar el curso de la Historia.

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Ideología de la desconfianza

La mala reputación de la política procede de la falta de visión y las malas intenciones de quienes la ejercen. 

El ejercicio de la política no es sucio por sí mismo; su aura contaminada y opaca ha sido producto de un mal desempeño de quienes poseen la autoridad para tomar decisiones que afectan a la comunidad a la cual representan. Es evidente que la política, como actividad y como sistema de gobernanza, es un recurso indispensable en la vida de cualquier sociedad organizada cuyo bienestar dependa de una visión inteligente sobre la distribución de sus riquezas, el equilibrio de poderes entre sus instituciones y la transparencia en la gestión de sus autoridades. 

En nuestro continente, con su cauda de conflictos armados, violaciones de derechos humanos, sumisión ante el poder de imperios económico-corporativos y el generoso patrocinio de la droga a candidatos a gobernantes, la palabra “política” se ha ido transformando en sinónimo de corrupción. El abuso de autoridad y la violación impune de leyes y tratados, con la consecuente generación de una especie de ideología de la desconfianza cuya fuerza afecta al presente y futuro de las naciones, ha provocado un ambiente de escepticismo entre la juventud actual, la cual ya no cree -con mucha razón- en el sistema. 

A los jóvenes no solo los han engañado una y otra vez, restándoles oportunidades de acceso a una vida mejor; también les escatiman las herramientas capaces de proporcionar información necesaria y confiable sobre las distintas opciones y sobre el escenario electoral. Los sistemas educativos -los cuales, de paso, dependen de políticas públicas- han sido empobrecidos para satisfacer los intereses de las élites económicas, las cuales dependen de empleos mal remunerados y de la imposición de su propia agenda.

A ello es imprescindible sumar el entarimado de leyes creadas por las asambleas legislativas a su propia medida con el fin de mantener el control sobre el poder político partidista, a espaldas de la ciudadanía. Estos sistemas han obstaculizado el acceso de líderes populares a las altas magistraturas, han impedido la reformulación de las leyes electorales y han criminalizado toda oposición utilizando un discurso populista con atisbos de las tácticas de la Guerra Fría. Es decir, el ejercicio de la política se ha ido consolidando como un arma de ataque contra las sociedades a las cuales debe rendir cuentas.

Son pocos los países de nuestro continente en donde todavía existen instituciones capaces de generar un nivel aceptable de confianza en el ejercicio del poder. Pero, en su mayoría, han sido invadidos por individuos incapaces, corruptos, aliados con las élites económicas y sometidos a la voluntad de países más poderosos, cuyos intereses priman por encima de los de nuestros pueblos. Esto, sin contar con las presiones de organizaciones criminales de narcotráfico, trata de personas y control de prisiones cuya presencia ominosa está infiltrada hasta en los más elevados estratos de los gobiernos.

Las primeras víctimas de este ambiente de escepticismo y pérdida de credibilidad son los procesos electorales. En ellos se evidencia con fuerza el desgaste de sistemas supuestamente democráticos que hoy no resisten el menor análisis. Es en estas supuestas “fiestas cívicas” en donde queda de manifiesto el grave empobrecimiento del poder ciudadano y la ausencia de propuestas políticas capaces de dar la vuelta de tuerca al desprestigio que hoy impera.

Un gobierno corrupto tiende claramente hacia el establecimiento de una dictadura.

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