La invisibilidad de los pueblos

No sucede solo en nuestro continente, los pueblos del mundo nunca habían sido más ignorados. 

Los abusos constantes de los grandes poderes corporativos, con la abierta complicidad de un sistema neoliberal disfrazado de desarrollo, han transformado a la política internacional en un siniestro juego de poder en donde la vida humana ha dejado de existir como un factor en la toma de decisiones. Este marco, cuyos límites se reducen a la búsqueda incesante de concentración de la riqueza, ha convertido al planeta en un campo de batalla en el cual se impone una estrategia de exterminio. El fenómeno de las migraciones, en este contexto, no se reduce a huir de la violencia o a la búsqueda de mejores oportunidades -como algunos pretenden creer- sino a la urgente necesidad de conservar la vida.

Los gobiernos, especialmente de los países más desarrollados, pretenden criminalizar a las enormes caravanas de seres humanos desplazados de sus territorios. Los culpan por escapar de guerras que esos mismos países han provocado, sin otra excusa que el saqueo de sus riquezas. Los satanizan por tener la audacia de proteger a sus familias contra la perversa invasión de sus territorios y la destrucción de su hábitat. Esos países desarrollados que acumulan privilegios con la mano derecha mientras devastan continentes enteros con la izquierda, han invisibilizado a los pueblos y les han quitado su dignidad.

Los derechos humanos, a pesar de todas las convenciones, tratados y discursos mediante los cuales se pretende proteger una idea abstracta y caduca como el de su respeto irrestricto, se violan a destajo bajo un sistema aparentemente legal cuyo objetivo es convertir al mundo en un territorio abierto al saqueo y a la exclusión de las grandes mayorías. En este planeta, la vida y la supervivencia cuelgan de un hilo fino; la codicia imparable de grupos de poder -tales como la industria farmacéutica, las industrias minera y petrolera, las compañías que se han apoderado del agua y de los océanos- han transformado a la Humanidad en un recurso o en un obstáculo, dependiendo de sus mezquinos intereses, escatimándole el protagonismo que le otorga su naturaleza.

Con el mayor de los cinismos, pretenden hacernos creer en la legitimidad de sus supuestos derechos y que los nuestros -como pueblo que somos- no existen más. Nos inoculan virus para desarrollar vacunas que engrosarán sus ya abultadas arcas, nos convencen de que migrar es ilegal, nos quieren sometidos y callados a fuerza de represión y, gracias a todo eso, van definiendo un mundo a su conveniencia. Los países más desarrollados gracias a nuestro patrimonio -África y América- desprecian nuestra cultura, nuestro color y nuestro derecho a vivir libres de sus invasiones y lejos de su industria bélica. 

Nos condenan por constituir un estorbo para sus planes de explotación y plantan en nuestros gobiernos a seres corruptos y criminales, individuos dóciles capaces de entregar a sus naciones a cambio de sobornos. Para ello, asesinan a líderes cuya conciencia se oponga a sus intenciones. De ese modo, hemos transitado por una historia cargada de pérdidas; una línea de tiempo que nos ha dejado cicatrices profundas y miedos tan acendrados que paralizan el espíritu y lo condicionan. Estos pueblos, invisibles para los grandes poderes económicos y políticos, son la fuerza viva indispensable para enderezar el rumbo.

Hemos transitado por una Historia cargada de pérdidas, una dolorosa línea de tiempo. 

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Daños colaterales

Millones son las víctimas causadas por el abandono de políticas públicas esenciales. 

Guatemala se encuentra hoy a las puertas de un golpe de Estado, el cual se ha venido gestando de manera solapada desde el palacio presidencial y las más altas instancias de sus instituciones. Las maniobras conducentes a la situación que hoy vive ese país han sido pergeñadas de tal modo como para causar una parálisis jurídica y la invasión de los espacios en donde se toman decisiones fundamentales. Para ello, quienes administran y manipulan los mecanismos políticos han instalado a sus cómplices en las Cortes, la Asamblea legislativa, el Ministerio Público y todas aquellas instancias clave de las cuales depende la estabilidad política de la Nación. 

Desde la perspectiva política, Guatemala se puede considerar un Estado fallido. Capturado por un grupo de delincuentes -denominado el “Pacto de Corruptos” por los alcances de sus abusos de poder- el país ha caído en picada en todos sus indicadores de desarrollo, considerados “daños colaterales” entre los políticos actuales. Esa nación, la más rica de Centroamérica, ha sido sistemáticamente saqueada durante las últimas administraciones, al punto de ocasionar daños irreparables, en especial entre los más jóvenes y desprotegidos. Con índices como el de coeficiente intelectual que la ubican en el puesto 196 -de entre 199 países- una de las tasas más bajas del mundo provocada por la desnutrición crónica, el desarrollo futuro de Guatemala es prácticamente inviable y sus niños, niñas y adolescentes enfrentan un futuro de miseria y privaciones de todo tipo. 

Mientras eso sucede a lo largo de su territorio, la casta política y la élite económica arrasan con todas las riquezas, convirtiendo a esa nación en una república bananera sin futuro y sin esperanzas de recuperación. De ahí la sorpresa que hoy mantiene en jaque a sus centros de poder: el surgimiento inesperado de Bernardo Arévalo De León en las elecciones del pasado mes, un candidato con fuerte vocación democrática cuya propuesta capturó los votos de una ciudadanía hastiada de los abusos y los engaños, y quien ¡oh, sorpresa! alcanzó el segundo lugar en los comicios.

En un incesante tráfago de maniobras ilegales, el actual Presidente y sus aliados intentan frenar el posible y más que probable arribo de Arévalo a la primera magistratura, conscientes de que a partir de ese momento se verán enfrentados a la acción de la justicia; sus cómplices perderán el poder que hoy detentan de manera ilegítima y se iniciará una etapa plagada de obstáculos hacia el retorno de la institucionalidad perdida. 

Todo lo anterior representa una amenaza de tal calibre para quienes hoy detentan el poder, como para temer actos desesperados y violentos por parte de quienes se ven hoy enfrentados a la posibilidad de perderlo todo. Este potencial escenario podría ocasionar un quiebre rotundo en la historia reciente de ese país, el cual ha sufrido ya los estragos de la guerra interna, de los abusos de sus castas privilegiadas y de la represión por parte de sus cuerpos armados. 

Guatemala tiene el derecho de decidir su destino sin amenazas y con la legitimidad que le otorga su texto constitucional. Ningún delincuente mareado de poder debería tener la potestad de frenar el curso de su historia y, menos aún, de privar a sus habitantes de un futuro lleno de esperanzas. Tampoco la tiene una élite económica ciega y voraz, cuyo destino depende de una sociedad saludable y productiva.

Guatemala se debate entre la dictadura y una posible restitución de la democracia plena. 

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