Cómo elegir a un gobernante

Un cargo de elección popular debe ser ocupado por una persona ética y capaz de ejercerlo.

En la carrera por el poder político suele perderse, además del respeto por la verdad, algo absolutamente indispensable: la transparencia y la capacidad de mostrar un perfil idóneo y a prueba de escrutinio para el cargo ambicionado. En un mundo orientado hacia la absurda soberanía de las leyes del mercado y frente a sociedades desprovistas de elementos de juicio confiables ante la oferta política -como sucede en la mayoría de países latinoamericanos- quienes triunfan suelen ser los más poderosos, los más tramposos, pero no siempre los mejores.

Las grandes mayorías han sido desprovistas de acceso a una educación de calidad y este hecho repercute en la carencia de capacidad de análisis, de acceso a una información objetiva y comprobable sobre la oferta electoral, pero también en una inevitable aceptación de decisiones emanadas por instituciones que han perdido de vista su misión. Estas instituciones suelen desviarse de su misión para complacer y apañar a sectores interesados en apoderarse del poder. En este escenario los conceptos de soberanía, independencia, democracia y gobernanza han sido desprovistos de todo su significado.

Para iniciar el proceso de elegir a un gobernante: presidente, alcalde, asambleísta o cualquier otro cargo de elección popular, es indispensable descartar antes de seleccionar. Es decir, dejar de lado a todo aquel individuo -hombre o mujer- cuyos antecedentes muestren conflicto con la ley, actos de corrupción, falsedad o incumplimiento de promesas de campaña en eventos previos, ocultamiento del origen de su patrimonio y falta de transparencia en el financiamiento de su propaganda política. Para ocupar un cargo político, la ética es un factor absolutamente indispensable, pero también la capacidad profesional y técnica que lo respalde para ejecutarlo con eficiencia y eficacia.

Un estadista es, según la RAE “una persona con gran saber y experiencia en asuntos de Estado”. Pero es mucho más que eso: es quien conoce las necesidades de su pueblo y busca resolverlas, apelando al consenso ciudadano para tomar decisiones equilibradas; es quien genera un avance sostenible en todos los campos de acción, independiente de presiones de grupos de poder; es quien comprende sus limitaciones en el ejercicio del cargo y sabe rodearse de un equipo respetuoso de la ley. Pero sobre todo, es quien no transa con grupos de poder económico ni con organizaciones criminales que solo buscan su propio beneficio, contra el beneficio de las mayorías. 

Para elegir a un gobernante no basta con acudir a convocatorias de carácter proselitista y escuchar discursos. Hay que darse a la tarea de investigar, porque dar el voto es una decisión de enorme alcance y serias consecuencias. El sufragio es una declaración de confianza, de compromiso y de ejercicio ciudadano, por lo cual nunca debe responder a la coacción ni al pago de un soborno. Es el acto cívico más importante para una democracia y venderlo por dinero, regalos o una bolsa con alimentos es una traición contra la integridad personal y la del país.

Al dar una mirada a los procesos electorales cercanos a estas fechas resulta doloroso comprobar cuánto se ha perdido en términos de poder ciudadano, cuánto se ha deteriorado la institucionalidad y cuánta incertidumbre amenaza la incipiente democracia de nuestras castigadas naciones.

La falta de reflexión frente al sufragio es un acto de negligencia y tiene consecuencias.

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Flores, corazones y bombones de chocolate

Cerca del Día de la Madre, veamos la realidad desde otra perspectiva.

¿Sabías que dentro de unos días se celebra el Día de la Madre? Seguro que no, ya que naciste en donde esas noticias no llegan. Tu madre te dio a luz en las peores condiciones y seguramente nunca ha tenido oportunidad de celebrar nada. Cuando llegaste, caíste en medio de unos trapos sobre el suelo duro y sobreviviste por puro milagro. Si no te hubieras aferrado al pecho de tu madre, no hubieras durado ni un día porque no traías carne suficiente sobre tus huesitos diminutos. A partir de ese instante pasaste a ser un dígito más en las estadísticas de la desnutrición infantil, esas preparadas con tanta acuciosidad por doctos expertos internacionales en sus elegantes oficinas de la capital. 

Dicen que nunca debiste haber nacido, dicen también que por culpa de tu madre el país está como está, tan subdesarrollado: por parir un hijo tras otro y no entender que eso solo multiplica la pobreza. Mejor se hubiera esterilizado y así habría más oportunidades para todos. Eso dicen, ¿tú, qué opinas? En fin, tu infancia ha sido difícil, la tortilla remojada no calma la urgencia de tu estómago pero no hay más para comer. 

Pero dicen por ahí que hay programas para niños como tú, lo que es muy bueno, eso dicen también. Vienen los camiones y reparten las bolsas con la foto de una señora galana, pero dura poco y el hambre vuelve por días, semanas y meses. Tu padre está en el campo y ni se entera, lo llevaron a la costa a trabajar mientras tu madre se las ingenia para darles aunque sea esa tortilla remojada.

Has visto a otros niños asistir a la escuela de la aldea, y no entiendes por qué tu madre no te deja ir. Dice que no tiene con qué pagar los útiles y tampoco con qué comprarte ropa ni zapatos. Esto de nacer pobre sí que es feo. Las bolsas de la señora galana no traen ropa ni zapatos y tampoco traen cuadernos, porque seguro esa señora no ha pensado que quizás los necesites.

Ayer amaneciste con fiebre y una diarrea que no paraba, pero no había para medicinas. Tu madre te envolvió bien en una chamarra y te cargó hasta el centro de salud, a más de tres horas de camino. Allí se sentaron a esperar pero pasó el tiempo y nadie se acercó a verte. Al fin te ingresaron, pero le dieron a tu madre pocas esperanzas porque no hay antibióticos. No entendiste muy bien, pero al parecer no hay dinero para medicinas ni equipo, por eso no te canalizaron la vena para hidratarte ni te pusieron suero porque no había. De todos modos el médico le dio a tu madre unas pastillas y le dijo que te llevara la semana próxima. 

Así has vivido algunos meses; toda una hazaña para un niño como tú en un país como este. Cuando crezcas, si acaso creces, tu cerebro habrá desarrollado solo una pequeña porción de su potencial, ese que sería indispensable para darte la oportunidad de prosperar y volverte un ciudadano productivo. Tampoco tu cuerpo habrá alcanzado el peso ni la estatura normal para tu edad; serás esmirriado y bajito, con poca resistencia a las enfermedades y escasa capacidad intelectual. 

Lo que no sabes es que formas parte de una cadena de explotación y abuso. La Constitución dice que deben protegerte, alimentarte, educarte y ofrecerte todas las oportunidades para tu desarrollo integral. Pero eso tampoco venía en la bolsa de la señora galana.

La infancia abandonada es el caldo de cultivo para un escenario de violencia y desigualdad.

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Prejuicios y estereotipos

La repetición irreflexiva de estereotipos construye muros y condena sin pruebas.

Preocupa observar la divulgación de conceptos discriminatorios, cuyo trasfondo indica cuánto más fácil es evitar el trabajo de analizar que elaborar una explicación fácil a nuestras frustraciones. Estos surgen cada vez que se menciona la importancia del respeto por los derechos humanos como una de las columnas fundamentales que sostiene las relaciones dentro de una comunidad. Desde hace mucho es posible observar cómo la mayoría repite: “cuando lo sufra en carne propia, dejará de defender a mareros y criminales”.

Es importante señalar que las obligaciones de cualquier instancia estatal o internacional dedicada a velar por el respeto a los derechos humanos no se limitan a velar por los de las personas correctas que viven dentro del marco de la ley. También incluyen vigilar que no se repitan los abusos que han llevado a nuestros países a convertirse en los más violentos, con cientos de miles de víctimas inocentes enfrentadas a conflictos armados más estratégicos que políticos, en los cuales muchas instituciones de los Estados se dedicaron a eliminar selectivamente a líderes populares y abrieron las puertas a la intervención de gobiernos extranjeros.

Los mareros, pandilleros, “vacunadores” -o como quiera llamarlos- aunque usted no lo crea, no pueden ser condenados sin oportunidad de un juicio justo. Para llegar a la raíz del problema los tiros, en este caso, han de apuntar al fortalecimiento y depuración de los sistemas de justicia, pero también hacia la reformulación de políticas públicas más orientadas al desarrollo y la sostenibilidad que al enriquecimiento de las élites. Muchos de los delincuentes que amenazan la seguridad ciudadana son producto del abandono de los Estados, con índices de corrupción vergonzosos y cuyos niveles de oferta educativa para las mayorías están entre los más bajos del mundo. Es inconcebible que la población tolere ser representada en las asambleas legislativas por individuos marcados por la corrupción, pero rechace enfáticamente el trabajo de instancias creadas para evitar la proliferación de escuadrones de la muerte.

Ve con impasible conformidad cómo diputados, jueces y gobernantes –entre los cuales los hay corruptos, abusivos, violentos y adictos al poder- se recetan exenciones de todo tipo, mientras permite que los fondos estatales destinados a salud, seguridad, educación, alimentación y vivienda sean saqueados por esos mismos vividores. En contraste con el discurso tibio y ambiguo de estos funcionarios, los informes de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos insisten en señalar claramente la participación directa o indirecta de agentes estatales en ejecuciones extrajudiciales, asesinatos de reclusos en las cárceles y operativos de limpieza social, y señala que los índices de violencia para países oficialmente sin guerra, están entre los más altos del mundo. 

Repetir frases condenatorias hacia el trabajo de quienes creen en la protección de los derechos inherentes a nuestra condición de humanos, revela una pérdida de perspectiva cuyo poder desarticulador del tejido social constituye un retroceso moral en nuestras sociedades. Los derechos humanos son inherentes a todos nosotros, con independencia de nacionalidad, género, origen étnico o nacional, color, religión, idioma o cualquier otra condición. Defenderlos es deber de todos.

Los derechos humanos son condiciones inherentes a la persona que le permiten integrarse a la sociedad de manera digna.

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