La cultura del verbo

Cuán fácil es opinar para resguardar lo propio y despedazar lo ajeno.

Una de mis experiencias más dolorosas ha sido observar a través de la televisión las horrendas escenas en donde aparecen los cuerpos quemados de 41 niñas en un hogar de refugio para menores, administrado por el Estado de Guatemala. Entonces pienso en quienes lo vivieron de cerca, en esos policías y monitores apostados frente a las puertas del salón en llamas porque quizá algún superior en el mando les dio la orden de no abrirlas. Pienso en los verdaderos responsables de esas muertes tan crueles como injustas y me pregunto si serán capaces de conciliar el sueño o de mirar a sus hijos a los ojos con la mirada limpia y la conciencia en paz.

La fecha del criminal acto de violencia contra esas niñas no podía ser más icónica. Fue el 8 de marzo de 2017, el Día Internacional de la Mujer, cuando perdieron la vida en un escenario más propio de los ritos de la Inquisición que de una sociedad moderna, supuestamente democrática, aparentemente solidaria y con un gobierno regido dentro de un marco de Ley. Desde entonces se han sucedido incontables publicaciones de artículos, comentarios, opiniones e hipótesis para explicar lo inexplicable y justificar uno de los hechos cuyas consecuencias pudieron poner en jaque a todo el aparato de gobierno.

En los días posteriores algunas cabezas cayeron y con ellas también el silencio. En una especie de concierto moralista teñido de racismo se comenzó a perpetrar la seguidilla del crimen, señalando a las niñas muertas de ser culpables de su propia destrucción. En declaraciones de las autoridades, en redes sociales e incluso en medios de comunicación formales se las acusó de conflictivas, pandilleras, rebeldes, drogadictas y prostitutas. Aun cuando las investigaciones han ido abriendo las espesas cortinas tras las cuales se ocultaban los crímenes cometidos contra ellas por redes de trata, no se las reivindicó de manera consecuente con su calidad de víctimas inocentes de un aparato perverso cuyos tentáculos continúan aferrados a estructuras intocables.

El verbo es poderoso y también lo es la moralina cruel de sociedades marcadas por el desprecio contra quienes viven una realidad de pobreza, exclusión y racismo. Las palabras impresas o emanadas a partir de la propia idea de una verdad supuesta, resultan altamente inflamables en un contexto de estereotipos arrastrados durante generaciones y cuya persistencia es considerada una forma de cultura. Las niñas del Hogar Seguro Virgen de la Asunción, asesinadas de la manera más injusta y dolorosa posible de imaginar, experimentaron la marginación desde mucho antes: desde el día de su ingreso en un mundo hostil en donde se les negó la oportunidad de educarse, desarrollar sus capacidades en un ambiente propicio y, en definitiva, de vivir la infancia feliz a la cual todo niño tiene pleno derecho.

La publicación de un intento de reparación tardía al esclarecer los motivos por los cuales las menores habían ingresado a ese antro de tortura y explotación no ha sido suficiente para limpiar el lodo con el cual fueron salpicadas desde el inicio. Se requieren más palabras y mejores hechos, como por ejemplo una declaración formal y una explicación desde las esferas desde las cuales emanaron las órdenes para someterlas al encierro. Se requieren acciones preventivas para evitar nuevos crímenes contra tantas víctimas inocentes que aún permanecen en esos hogares estatales. Se requiere la demanda de la ciudadanía para ejecutar acciones de reparación del sistema de protección de la niñez. En fin, se requiere un profundo acto de conciencia en palabras, pero también en acciones.

Las palabras son poderosas y mal empleadas pueden herir como la espada más afilada.

Elquintopatio@gmail

@carvasar

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Sony World Photography Award 2017

http://www.telegraph.co.uk/news/2017/03/27/sony-world-photography-award-2017-winners-runner-ups/jianguo-gong-china-winner-open-culturetaken-wuhan-city-hubei/

La verdad detrás de la máscara

Todos los trucos para disimular, engañar o convencer, ocultan una mentira.

Cuando un gobernante se siente acorralado por el fracaso de su gestión, su primera reacción es denostar, atacar o amenazar a la Prensa y luego -como un acto absolutamente contradictorio- buscar apoyo de expertos en estrategias de comunicación para iniciar una campaña capaz de restaurar su empobrecida imagen pública. ¿En dónde se realiza esa campaña? Obviamente a través de los mismos recursos usados por sus detractores: prensa y redes sociales.

Lo que no han logrado entender los políticos en funciones es que nada puede reparar el daño de una mala gestión gubernamental más que acciones puntuales para retomar el rumbo perdido, si es que alguna vez hubo un rumbo correcto. En caso de no haberlo, regresar a los discursos de campaña y desde ahí cumplir lo prometido a la ciudadanía. Es una norma básica de ética política, un valor esencial para transformar una administración mediocre con un giro histórico hacia el desarrollo sostenible en un marco de justicia social.

Sin embargo, al parecer es más fácil utilizar una máscara para ocultar la verdadera naturaleza de las intenciones de un político en el poder. Desde un extremo al otro del planeta, esta costumbre se ha legitimado como una de las tácticas más recomendadas para regir los destinos de una nación. Mentir, mentir y mentir porque algo queda fue el valiosísimo consejo de Goebbels dedicado a gobernantes, políticos y empresarios expertos o novatos, cuyos objetivos estén basados en la explotación de una masa humana condenada a nunca conocer la verdad. La realidad es cruel: esa forma de manipular hechos y actitudes ha generado inmensos beneficios a quienes manejan los hilos de la historia.

Pero no todo resulta como ha sido planificado y eso queda ilustrado en otra frase tan común como la anterior: “la mentira corre rápido, pero la verdad siempre la alcanza”. Esto sería la salvación para muchas naciones en vías de desarrollo que padecen esta dura realidad, si no fuera porque antes del surgimiento de esa ansiada verdad hay un período de oscuridad de duración indeterminada durante el cual la mentira reina aprovechándose de las circunstancias, con el resultado de acabar con el patrimonio de un país entero y plantar en plena democracia las raíces de una auténtica dictadura disfrazada de estado de Derecho.

Una de las grandes mentiras de un sistema diseñado para controlar el poder de manera desleal ha sido, precisamente, convencer a la ciudadanía sobre la pertinencia de cierta certeza jurídica. Es decir, de la validez indiscutible de leyes emanadas por instituciones legislativas generalmente corrompidas por medio de presiones, de dinero y de la promesa de otras fuentes de beneficios. Esto requiere un proceso de reflexión muy profundo para romper el pensamiento estereotipado de que todas las leyes son justas o todas llevan una buena intención. En realidad, como sucede con los textos de historia, las leyes han sido escritas por los vencedores en batallas regidas por intereses ajenos al bienestar general.

Las máscaras, así como las campañas de imagen pública para desviar la atención o reducir el impacto de una mala gestión, son elementos transitorios cuya efectividad depende de muchos factores. El más importante de ellos es el nivel de conciencia de una ciudadanía informada, por ello es esencial el desempeño ético de otras instituciones capaces de establecer un equilibrio saludable en este juego de adivinanzas y ocultamientos. Allí es en donde la configuración de partidos políticos incluyentes y solidarios y una prensa ética juegan un papel fundamental.

No todas las leyes son justas, no todos los gobernantes son éticos, no todo es lo que parece ser.

Elquintopatio@gmail.com

Desde las alturas del Olimpo

Nunca más evidentes las distancias sociales como cuando se cree en las diferencias.

Cuando recién llegada a Guatemala me invitaron a una cena, decidí que lo mejor para halagar a mis anfitriones sería lucir una exquisita prenda bordada por una mujer del altiplano, región en donde me había encandilado el derroche de color y delicadeza de los textiles indígenas. Craso error. Al recibirnos, la señora de la casa me miró de arriba abajo y con un tono condescendiente me dijo: “Querida, como eres extranjera, te voy a explicar que “eso” no se usa en nuestros círculos”. Dicho lo cual dio media vuelta y me guió hacia el salón en donde estaban las demás señoras. Las que no se mezclaban con los hombres porque la política no era cosa de mujeres. Eran los años 70, bajo el gobierno del general Carlos Arana Osorio.

Yo venía de Chile, un país tan democrático como para exasperar a la Casa Blanca, la cual no tardó en imponerle un dictador. Mi discurso era otro, era una participación igualitaria en temas de interés común, era una inmersión total de la juventud en la política nacional, era un fervor democrático que ni siquiera se discutía. Esa noche tuve mi primer encuentro con los estrictos códigos de la sociedad conservadora de este país y, por supuesto, no sería el último. Han transcurrido muchos años y nada ha cambiado.

Los estratos sociales se ilustran con mucha precisión en la pirámide maya, cuyos escalones extremadamente elevados fueron diseñados para desanimar a quien pretenda escalarla. El color de la piel, los ojos y el cabello, la manera de vestir y caminar, la estatura corporal y la estructura ósea –todo ello producto de mezcla de razas y calidad nutricional desde la infancia- configuran a esa nación extraña, ajena y distante cuyos cuarteles están fincados en zonas residenciales, con ramificaciones bien protegidas a lo largo y ancho de las mejores tierras agrícolas de Guatemala. La repartición del país se consolidó bajo una visión colonial de conquista, pensamiento instalado en el inconsciente colectivo de una sociedad que ni siquiera lo discute, quizá por el inmenso desafío que representa un cambio de dirección.

Escuchar el discurso hegemónico de las clases dominantes (perdón por el cliché) nos traslada a otro país, un país en donde el indigenismo es una amenaza contra el desarrollo económico, un país en donde los derechos de propiedad son superiores al derecho a la vida, un país en donde, finalmente, poseer equivale a ser. Es una especie de nación encapsulada gracias a su enorme poder material, pero rodeada de muros opacos que le impiden ver las dimensiones descomunales de su error. Esa falsa sensación de seguridad y pertenencia, ofensiva para el resto de la ciudadanía, se ha desplegado en toda su gloria durante los recientes sucesos en el Congreso de la República entre bandos contrarios, por la aprobación o rechazo de las reformas a la Constitución Política de la República.

La rabia y la soberbia de quienes temen perder privilegios y hegemonía –lo cual, si hablamos claro, equivale a pasar a formar parte del común de los ciudadanos- resulta tan intolerable para las clases dominantes como para haberse tomado la molestia de acudir en carne y hueso a un Congreso que desprecian para enfrentarse a ese contingente de ciudadanos cuyas pretensiones amenazan la estabilidad de un estatus histórico.

El desafío para quienes aspiran a consolidar la democracia y convertir a este país en un miembro íntegro de la comunidad internacional, con perspectivas de desarrollo basado en justicia social y el pleno imperio de la Ley, equivale a refundar el Estado. El tinglado de privilegios, exenciones fiscales, concesiones dudosas y preferencias frente a las Cortes no es más que una herencia de tiempos pasados y políticas caducas.

Violencia, nuestra marca de identidad

La indiferencia ante el sufrimiento ajeno parece ser la marca de identidad de nuestra especie.

No es necesario escarbar demasiado para ver las manifestaciones de esa fascinante estructura de instintos e impulsos, deseos y rechazos propios de nuestra naturaleza imperfecta. Estamos constituidos de odios y amores, dependencias y apetitos, girando en torno a un egoísmo difícilmente controlable. ¿Qué nos impide actuar como seres primitivos, sino el miedo a las consecuencias? El amplio panorama de la historia pasada y presente es un gran tratado sobre la violencia y el ansia de poder, pero especialmente sobre los mecanismos de represión -más o menos efectivos- sobre una Humanidad abandonada a sus deseos.

Las religiones han cumplido su papel: el miedo al castigo y a la perdición del alma ha actuado como un disuasivo poderoso sobre grandes masas, pero el mensaje de amor nunca ha sido suficientemente efectivo como para modificar el impulso atávico de destruir a quienes piensen o actúen diferente, porque esa defección representa una amenaza para la hegemonía de un grupo social sobre otro. De ahí las guerras santas con su orgía de sangre y su mensaje de odio. Es entonces cuando surge la duda de si el primer acto humano está condicionado por ese terrible sentimiento.

En qué momento de la historia se produjo la marginación de la mujer resulta difícil de determinar, en parte porque el relato del pasado está ya teñido con una visión patriarcal. Pero el hecho es que esa marginación se fue perpetuando y fortaleciendo al punto de convertirse en un valor social indiscutible, incluso, para la población víctima de tales prácticas. Contra la mujer resulta fácil ejercer violencia. Es físicamente más débil y psicológicamente ya viene programada desde la niñez para someterse a la voluntad masculina. Los impulsos de liberación son ridiculizados por la colectividad con el propósito de detener ese afán independentista, lo cual impacta profundamente en la psiquis y en la autoestima de ese importante segmento de la población.

Únicamente por eso y por esa inclinación natural a destruir al otro que en apariencia caracteriza a nuestra especie, es posible entender la pasividad ciudadana ante el asesinato de niñas y mujeres, las violaciones sexuales, la práctica “hogareña” del incesto, la falta de atención a sus necesidades básicas de protección, educación y salud. Allí es en donde mejor se identifica el odio ancestral que plasma su impronta en nuestros actos cotidianos. En ese desprecio por la vida misma es en donde podemos vernos en un espejo de alta definición, sometidos a la fuerza de prejuicios y atavismos heredados.

Cuando miramos alrededor y vemos tanta destrucción y tanto silencio de los justos, se agolpan las preguntas sobre cuándo se produjo la pérdida de los principios y valores de la sociedad, pero también si esos principios alguna vez existieron o simplemente no había desafíos que pusieran ese hecho en evidencia. Hoy, entre tanta agresividad, crimen impune e indiferencia, es imperativo retomar el tema y cuestionarse con seriedad y compromiso cuál es el papel de la comunidad en este escenario de dolor y muerte. Estamos rodeados de maldad y hemos sido incapaces de reaccionar para detenerla. Si la comunidad es tan devota y amante de la paz como aparenta en las redes sociales y en sus círculos personales ¿cómo es posible permanecer impávida ante el horror que la rodea? ¿O es que su discurso de amor al prójimo solo funciona como un maquillaje para disimular su insensibilidad y falta de empatía? Solo por medio de un despertar de la conciencia será posible revertir esa tendencia autodestructiva y reparar profundas carencias.

 

Elquintopatio@gmail.com

Se perdieron el rumbo y la empatía

 

La pérdida de valores y de sensibilidad humana es el mayor de los problemas

Cuando a la solidaridad y la empatía se anteponen el interés personal, la preeminencia de un sistema de creencias políticas o religiosas y la búsqueda del éxito -expresado fundamentalmente en términos materiales- resulta indefectible la pérdida de sensibilidad humana ante los otros, dado que la energía se enfoca en la consecución del bienestar individual por encima de todo. Esto no es algo propio de uno u otro territorio, sino un fenómeno presente en toda comunidad humana y en distintos grados, dependiendo de sus niveles culturales y educativos.

Es usual creer que quienes menos poseen presentan actitudes más agresivas y crueles que quienes han tenido el privilegio de gozar de bienestar económico y acceso a la educación en sus distintos niveles. Eso no es así, por lo general las comunidades más pobres suelen ser también las más solidarias. A ellas las une su proximidad cotidiana, sus necesidades compartidas y una visión más real de sus carencias. Pero también de ellas surgen los mayores desafíos, por medio de generaciones de jóvenes privados de oportunidades de todo tipo y ávidos de encontrar un camino hacia su desarrollo. Entre esos caminos, sin embargo, se encuentran algunas de las rutas más peligrosas para la estabilidad de una nación.

Es evidente que la violencia presente en el mundo actual ha transformado a las relaciones humanas. El contexto global, aun cuando parece lejano y ajeno, influye de manera cada vez más importante sobre las naciones más débiles. La creciente tensión mundial y los conflictos en países de la región inciden en un pesimismo colectivo y en una visión superficial de los motivos de las crisis internas, como si estas pudieran resolverse con fórmulas importadas.

Pero es importante entender que los sistemas sociales, diseñados para controlar a los pueblos y someterlos a un marco valórico definido por los centros de poder político y económico, no solo se expresan en términos legales sino también en una estratificación rígida de la sociedad a partir de la privación de derechos de los sectores más vulnerables y, por ende, de menor incidencia en las decisiones. Esta manera de crear divisiones es una marca de identidad en los países menos desarrollados y muy particularmente en aquellos cuyo fuerte porcentaje de población indígena, campesina, joven y pobre permite a sus centros de poder una mayor hegemonía, de manera muy puntual en la criminalización de la pobreza y sus demandas, así como en la marginación de sus nuevas generaciones y la eliminación de sus líderes.

Guatemala no es la excepción. Los muros elevados por las clases política y económica para impedir el acceso a la educación a grandes sectores de la ciudadanía han tenido, entre otras de sus variadas consecuencias, una migración de la juventud marginada hacia actividades delictivas, la huida de miles de jóvenes hacia otros países en busca de oportunidades y, sobre todo, una creciente ruptura del tejido social. Esto último, expresado en el discurso de odio y racismo cuyo impacto se percibe a través de distintos medios con una fuerza descomunal. Los incidentes de agresiones, asesinatos y enfrentamientos entre grupos muestran la peligrosa decadencia de una sociedad intolerante e incapaz de ver a sus semejantes como semejantes. Es decir, una absoluta pérdida de empatía y solidaridad, provocada por lacras estructurales impresas en un sistema de valores caduco e inhumano cuya principal característica es el desprecio por la vida y la incapacidad de ir más allá de lo evidente para analizar, con toda la honestidad posible, los orígenes de sus carencias.