Las ataduras de la Historia

La sociedad se acomoda en la indiferencia, y desde ahí contempla el futuro.

Regresando al sabio consejo de las páginas del diccionario, podemos establecer con cierta certeza que “la ética se relaciona con el estudio de la moral y de la acción humana. Que su concepto proviene del término griego ethikos, que significa “carácter”. Que una sentencia ética es una declaración moral que elabora afirmaciones y define lo que es bueno, malo, obligatorio, permitido.” Es decir, se trata de una cualidad supuestamente intrínseca del ser humano como parte de una sociedad dentro de la cual tiene responsabilidades y compromisos.

Por ello resulta incomprensible y decepcionante la realidad del entorno social y cultural en países del tercer mundo como los nuestros, en donde predomina el egoísmo, la pérdida de sensibilidad humana y la indiferencia con tal de eximirse de participar en acciones capaces de restablecer el orden, proteger los valores, luchar contra la injusticia y propiciar la construcción de marcos legales sólidos y estables. En América Latina hemos experimentado la violencia política, pero también hemos recuperado libertades a partir de movimientos ciudadanos que han sido capaces de revertir el curso de la historia y darnos otra esperanza de progreso y paz.

Esto significa que cuando la sociedad se mantiene alerta y consciente de su papel, es capaz de transformar un sistema de represión y muerte en uno de desarrollo y esperanza. Por esta razón, cuando uno de nuestros países cae en la aceptación del abuso constante de sus entes más poderosos, provoca un terrible desasosiego; una sensación de náusea, un golpe en pleno esternón. Es ahí en donde se manifiesta el desinterés por el destino de un país y de una sociedad de la cual pretendemos desvincularnos emocionalmente para refugiarnos en nuestro pequeño espacio de dudosa seguridad. ¿Cómo no dudar de si este conglomerado humano tiene un corazón que late bajo esa coraza de indiferencia?

Las noticias aparecen, se repiten durante algunos días abundando en detalles nuevos, y luego nada. Simplemente hay otra, tan impactante como la anterior, minuciosamente descrita con ese lenguaje profesional que practicamos a diario los periodistas elevándolo a las alturas de la perfecta esterilización emocional. Todo pasa y el olvido se instala pronto. ¿Acaso tenemos la culpa de haber anestesiado la conciencia colectiva? Ha de ser así: una cuestión de clase, color o tono de voz, un rasgo del carácter o un gen oculto en un minúsculo infinitesimal cromosoma, porque de otro modo sería simple maldad.

¿Es que esta comunidad humana sabe lo cara que resulta la indiferencia? ¿Sabrán las niñas raptadas por una red de trata que había vecinos conscientes de su situación pero no intervinieron porque no era asunto suyo? ¿Quizás pensaban que pertenecían a quienes las explotan así como otros creen que los niños abusados les pertenecen a padres que los torturan?

La denuncia no es una cultura socialmente aceptada, es una de las ataduras de la historia, en donde la ética se disuelve. La idea de ser responsable en la construcción de una sociedad justa no termina de calar en mentes ni corazones almidonados de prejuicios. Si no se actúa para rescatar a una víctima de violencia, menos aún para rescatar a un país de la corrupción. Más fácil es hacerlo para reclamar por el estruendo de una fiesta. Menos comprometedor. Mucho menos.

Somos reflejo de nuestros valores, pero también de nuestros prejuicios.

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Quid pro quo o el negocio perfecto

Una forma perversa y efectiva de corrupción transformada en valor cultural.

Según lo establece el DRAE, Quid pro quo es una locución latina que significa literalmente ‘algo a cambio de algo’. Se usa como locución nominal masculina con el sentido de ‘cosa que se recibe como compensación por la cesión de otra’. En términos corrientes, es un buen negocio y en nuestros países -dependientes de un sistema económico alineado con los intereses de los grandes capitales- es el mecanismo perfecto para obtener el bocado más grande. Dicen con toda razón que en donde hay quien reciba el soborno, siempre habrá quien lo ofrezca.  En los países subdesarrollados, cuyas normas y leyes se han diseñado para beneficio de algunos grupos muy reducidos de propietarios del gran capital, esta ha sido la palanca para financiar multimillonarias campañas políticas, propiciar incursiones bélicas y rediseñar el mapa.   

De esta mancuerna entre los poderes económico y político surgen no sólo las estrategias comerciales del primer mundo, sino también las tácticas puntuales para infiltrarse en las estructuras de las naciones en desarrollo con el propósito de planificar la utilización más rentable de sus recursos naturales, su mano de obra barata y sus mercados emergentes.

En otras palabras, mientras las condiciones de pobreza extrema, desigualdad, discriminación y corrupción existan de manera predominante en las naciones del tercero y cuarto mundos, las pretensiones de estas naciones en términos de igualdad de oportunidades o inserción plena en los procesos de globalización no pasarán jamás de ser fantasías de sus reducidos círculos de decisión.

En los sucesivos informes de Transparencia Internacional sobre la percepción de corrupción en los países del mundo, se puede apreciar cómo se establece, de manera evidente, la relación entre aquellas naciones cuyas compañías multinacionales pagan los sobornos y aquellas cuyos funcionarios los reciben.  Las primeras, ricas, poderosas, con democracias estables; las segundas, carentes de instituciones fuertes, con la mayoría absoluta de su población viviendo bajo la línea de la pobreza, pero con una impresionante riqueza en recursos naturales.

Esta realidad, sumada a la destrucción patente del entorno con su secuela de devastación de los ecosistemas, el robo de las aguas y la pérdida de oportunidades en las comunidades afectadas, constituye el escenario sobre el cual deberían delinearse las políticas mundiales tendentes a propiciar políticas de desarrollo. Los informes de desarrollo humano elaborados por la ONU para mostrar un escenario más o menos aproximado de los efectos de la corrupción, muestran lo que ya sabemos: una división entre bloques, una visión opuesta respecto a las prioridades –Estados poderosos evadiendo su responsabilidad en la destrucción del medio ambiente y países en desarrollo exigiendo políticas más acorde con sus necesidades- pero, en resumen, un ambiente de polarización que no ayuda a paliar el hambre ni las carencias básicas de la población mundial.

En medio, resulta patente la pérdida de soberanía de nuestros países, en donde existen leyes casuísticas cuyo propósito consiste en ocultar, justificar y otorgar impunidad a decisiones ilegítimas de gobernantes venales. Todo ello, santificado por los Estados más poderosos cuyo respaldo a un oscuro quid pro quo, negociado por la industria mundial con corruptos locales, sumen a nuestras naciones en la miseria y el desamparo. 

La integridad del territorio es un mito en países que cada día pierden un pedazo.

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Un territorio ancho y ajeno

La voracidad corporativa sobre naciones dependientes con gobiernos corruptos es un freno al desarrollo.

“Usted haga lo que quiera con las aguas de mis ríos, con el paisaje de mi tierra, con el aire que respiro, con la salud de mis compatriotas, con el honor de mi patria”. Este mensaje va implícito en la ceremonia de la firma de las concesiones para proyectos extractivos y de explotación de recursos en los países del quinto mundo -a los cuales pertenecemos en este castigado continente- al establecer el soborno e impedir, con solo una orden presidencial, la opinión de expertos en impacto ambiental, las protestas de las comunidades afectadas o los reclamos de la sociedad civil. Es el momento preciso cuando se rompen los límites de la soberanía y el sentido humanitario.

La ruina de los países subdesarrollados -porque hablar de países en desarrollo es otra gran mentira- es la corrupción. La toma de decisiones a partir de la conveniencia personal, el cálculo de comisiones, el enriquecimiento propio de los funcionarios y las empresas involucradas, llevan a una nación a agotar sus recursos de manera irracional, sin ninguna consideración de carácter social y mucho menos con una planificación de desarrollo de largo plazo. Es el aquí y el ahora, pero sobre todo es el “para mí”.

No importa la cantidad de documentos reveladores de contaminación, destrucción del entorno o regalías ridículas obtenidas de las grandes corporaciones que se apoderan de los ríos, de los minerales o de los mega proyectos agroindustriales que asesinan fauna y flora, pero también oportunidades de desarrollo. En el cinismo de los gobernantes al intentar justificar el ecocidio, se observa hasta qué punto las autoridades ceden ante las presiones de las compañías respaldadas por gobiernos de primer mundo para finalmente entregarlo todo a cambio de nada.

Al destaparse los escándalos de esas negociaciones, los entes involucrados pretenden tapar sus delitos con la promesa de revisar contratos y aumentar regalías, pero jamás se abre la puerta a la participación de la sociedad civil en la toma de decisiones, como si el país fuera tierra de nadie. Todo lo contrario: se persigue, secuestra y asesina a líderes comunitarios por el solo hecho de defender su entorno y sus medios de subsistencia. La consulta popular, que debería ser una norma inquebrantable de la política local, se tipifica como delito.

La explotación minera es una vertiente atractiva de inversión extranjera. Pero resulta mucho más onerosa que rentable por los gravísimos daños en pérdida de integridad social y ambiental ocasionados al territorio en donde se realiza la explotación. No se trata solo de contaminación del ambiente, sino también de la degradación provocada por las estrategias divisionistas de las compañías, al armar un escudo protector introduciendo elementos de discordia entre los pobladores afectados y blindarse por medio de verdaderos ejércitos independientes con el propósito de alejar de sus instalaciones a los visitantes, incluso con investidura oficial.

Las operaciones de este tipo se ejecutan en territorios liberados. La soberanía se transfiere a una compañía extranjera que puede hacer lo que desee, exenta de la fiscalización de la población y protegida por el Estado. El tema, controversial como todo lo relacionado con el dinero, es de una importancia vital para el futuro de nuestras naciones. Ya es hora de escoger mejor a quienes nos representan.

La integridad del territorio es esencial en una verdadera democracia.

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El cuento de la lechera

El sueño estadounidense de la hegemonía absoluta es una trampa mortal.

Cuenta la fábula de Samaniego cómo una lecherita construía castillos en el aire con el producto de la venta de la leche, hasta tropezar y romper la vasija que la contenía, perdiéndolo todo. Una lección de vida, pero también un ejemplo de cómo la ambición lleva al ser humano a perder la perspectiva. Enfrentado al riesgo inminente de una guerra insensata -como todas las guerras- con el objetivo primordial de expandir sus dominios geopolíticos, territoriales y acabar ¡por fin! con su más acendrado enemigo, el eje occidental, liderado por Estados Unidos, tiene al mundo en vilo.

Los detalles de esta saga brutal en cuya trayectoria, ya en estos momentos, pierden la vida y la seguridad de su hogar miles de seres humanos inocentes, se exhiben sin cesar por medio de los noticiarios y periódicos, por las redes sociales y cualquier recurso mediático capaz de mantener la atención e imprimir el tono del mensaje elaborado desde los centros de poder occidentales. La guerra es un instrumento útil y provechoso en manos de gobernantes de cualquier tendencia, de cualquier bando, cuyo fin nunca ha sido la libertad ni el bienestar de los pueblos involucrados, sino la satisfacción de sus afanes expansionistas. 

Ucrania es un país rico en recursos y con una posición geográfica y estratégica que lo coloca en la mira de las potencias de ambos lados. Con más de 40 millones de habitantes y una superficie de 600 mil kilómetros cuadrados, en donde abundan los recursos minerales, es un “bocatto di cardinale” en términos de explotación, pero también un enclave fundamental para adentrarse en la esfera rusa del poder. Con la inexcusable complicidad de Europa y la OTAN como palanca para presionar los límites de la tolerancia y encender la mecha de una guerra de proporciones incalculables, Estados Unidos vuelve a demostrar una falta de sensatez capaz de hacer estallar al planeta.

Destaca, en este momento histórico, la labilidad del ejercicio periodístico. Esa facilidad de cambio -labilidad- hacia objetivos ajenos a su naturaleza y a su compromiso con la verdad. El daño que puede hacer una campaña bien orquestada de desinformación hacia grandes conglomerados humanos, carentes de recursos de comparación, es inmenso. Hoy, la población está obligada a investigar por su cuenta y ese ejercicio solo surge en pequeñas minorías, mientras las masas quedan a merced de la manipulación ideológica y de los cuentos de terror.

Mientras se observa con horror una escalada bélica cuyas consecuencias serán devastadoras para los países involucrados, pero también para todo el resto de naciones, los líderes mundiales parecen haber perdido la capacidad de raciocinio y se enfrentan en un duelo del cual no habrá vencedor. El mundo es más reducido de lo que se piensa y en caso de estallar la guerra que todos temen, no habrá ninguna posibilidad de estar indemne de sus consecuencias. Los países en desarrollo, los más vulnerables, sufrirán la ola expansiva en términos económicos, políticos y en una pérdida brutal de oportunidades de desarrollo. El costo de una guerra se refleja en un quiebre histórico cuya cauda es siempre la pobreza y la pérdida de vidas humanas. La ambición desmedida por el poder geopolítico no es excusa para detonar esa conflagración. A Estados Unidos y sus aliados ya se les ha roto la vasija antes de esta coyuntura, pero no parecen haber aprendido la lección.

La verdad en el periodismo es un bien escaso, inasible y en peligro de extinción.

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