Cómo evaluar a un país

Existen innumerables instrumentos para evaluar calidad de vida, desarrollo, gobernanza.

Unos son más eficaces, otros tienen la fuerza suficiente para obligar a los Estados a responder por sus deficiencias y vacíos institucionales aunque solo sea desde un punto de vista moral. Este año, se aplicará el Examen Periódico Universal en Derechos Humanos, EPU, instrumento creado por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU para revisar cada 4,5 años la situación de los derechos humanos en 42 Estados, con la finalidad de identificar aquellos aspectos susceptibles de mejora a partir de una serie de recomendaciones surgidas del análisis efectuado por organizaciones de la sociedad civil en esos países.

En el informe nacional de Guatemala correspondiente a 2017, elaborado y presentado por la Red Niña Niño, enfocado en la situación de la niñez y adolescencia en Guatemala, se observa una vez más el estado de abandono de este sector y cómo el enorme potencial de la niñez se pierde al obligarla –por la falta de políticas públicas, inversión en alimentación, educación y salud y mecanismos de protección integral- a sobrevivir en las condiciones más precarias posibles de imaginar. Es importante recalcar que la Red Niña Niño, creada hace 3 años con la integración de 40 organizaciones nacionales e internacionales con el objetivo de dar seguimiento a las recomendaciones del Comité de Derechos del Niño, no tiene poder vinculante, por lo cual el Estado no está obligado a implementar los cambios sugeridos en sus informes.

La evaluación de este período, sin embargo, señala una vez más la necesidad urgente de atender de manera prioritaria a la población menor de 18 años, cuyos derechos han sido relegados por las sucesivas administraciones de gobierno observándose un incremento en temas tan importantes como la falta de acceso a la educación, los embarazos en niñas y adolescentes y el abandono de la niñez migrante provocada por la situación de pobreza y marginación, cuya primera consecuencia es la desintegración familiar.

A pesar de este escenario tan desfavorable como complejo, es imperativo rescatar el enorme valor potencial del sector infantil y juvenil –NNA- cuyo aporte, de contar con las condiciones adecuadas para su desarrollo integral, podría constituir una de las vías más seguras y sostenibles para generar una nueva forma de ciudadanía, incluyente y participativa. La mayor riqueza de un país es su población, pero para Guatemala es, fundamentalmente, ese sector de nuevos ciudadanos privados de acceso a la riqueza y sus beneficios por obra y gracia de un sistema político y económico excluyente y corrupto.

Tal y como lo indica el informe de la Red Niña Niño, Guatemala es uno de los países más hostiles del mundo con su población infantil y juvenil y los indicadores de violencia criminal en contra de este sector superan con creces a los de otras naciones en condiciones similares de subdesarrollo. Las conclusiones planteadas en el documento –la mayoría de ellas similares a las propuestas en los informes 2008 y 2012- enfatizan la necesidad de un esfuerzo interinstitucional fuerte y enfocado en la restitución de los derechos de la niñez, cuya prioridad ha sido relegada por un Estado que ha dado mínima o nula respuesta a recomendaciones anteriores.

Un país evaluado en estos aspectos –y consiguientemente, reprobado- evidencia un vacío total de objetivos y de políticas públicas orientadas al desarrollo. Pero, sobre todo, da muestra de un divorcio progresivo con los compromisos internacionales en materia de respeto por los derechos humanos de la niñez y adolescencia, como una de las obligaciones superiores de todos los Estados signatarios de Tratados y Convenciones sobre este importante tema.

Reprobamos el examen sobre respeto de derechos humanos de niñez y adolescencia.

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La consigna del silencio

Miedo y vergüenza, algunos obstáculos creados a partir de estereotipos de género.

Todo ser humano que haya sufrido una agresión sexual ha sido tocado en lo más profundo de su integridad. En esto no hay excepciones y, si las hay, suelen ser muy raras. Un niño, niña, adolescente o adulto víctima de tal escarnio difícilmente podrá borrarlo de su memoria, guardando esa imagen con una dolorosa sensación de repugnancia y culpabilidad. Y el silencio. Ya sea por miedo a las consecuencias sociales y familiares o porque sobre ellos pende la amenaza de una cruel revancha, el silencio tras la violación parece haber sido históricamente la marca de identidad de los crímenes de tal naturaleza y los depredadores cuentan con ello.

Durante la semana pasada y como eco de mi columna anterior sobre el incesto, he recibido más información sobre ese tipo de casos. Por las características de quienes me han compartido situaciones similares existentes en su entorno –personas instruidas con posibilidad de actuar- he podido observar el inmenso poder del silencio incluso en ámbitos de cierto nivel cultural, en los cuales se supone que los prejuicios ya han perdido su fuerza. Sin embargo, ahí están; todavía bien instalados en una suerte de umbral de la privacidad, algo así como una cápsula en donde el valiente intruso que desea denunciar termina por arriesgar más que el hechor.

Esto no es nuevo. No en el incesto y tampoco en otra clase de agresiones sexuales, como lo demuestra el largo silencio que ha precedido a las recientes denuncias de la industria cinematográfica en contra de algunos de sus gurús más poderosos. Ahí no se trataba de niñas indefensas en manos de un depredador, sino de mujeres plenamente conscientes de sus derechos, pero quienes guardaron el mismo silencio oneroso de la mayoría de víctimas. Vergüenza, dolor, impotencia y miedo a las consecuencias de hablar, parecen ser la nota constante.

Si en mujeres poderosas la violencia sexual tiene ese efecto intimidatorio, ¿qué podemos esperar en una niña, un niño o una mujer atados a una relación de poder caracterizada por los abusos? ¿Cómo es posible que un ciudadano ignore los pasos a seguir para realizar una denuncia anónima sobre un crimen de tal magnitud? Esto solo revela que ese silencio continúa alimentado por una carga enorme de prejuicios y estereotipos capaces de re victimizar de manera continuada a quienes sufren estos atropellos, abandonándolas a la voluntad de quien o quienes los agreden.

Urge hacer algo al respecto. Es imperativo iniciar campañas masivas de prevención de la violencia sexual en hogares, escuelas, templos, iglesias, hospitales y todo espacio en donde exista un menor en riesgo o un adulto ignorante de los pasos a seguir para denunciar. Urge reforzar la capacitación de los elementos de policía, investigación y administración de justicia para quitar ese velo de duda ante la palabra de un menor, una duda que desde el primer momento ampara a los perpetradores y coloca a las víctimas en una posición de riesgo.

Si las madres no denuncian por el siempre presente temor a quedar sin sustento económico, buscar la manera de darles acceso inmediato a los bienes familiares, los cuales usualmente se encuentran bajo control absoluto de la pareja abusadora, lo cual también está tipificado en la ley Contra el Femicidio y Otras formas de Violencia contra la Mujer como violación de sus derechos económicos. Buscar rutas y soluciones viables a esta realidad cada día más espeluznante debería ser una tarea prioritaria para juristas y expertos, cuyo aporte sirva para liberar y dar esperanzas de justicia reparadora a tantas víctimas inocentes cuyas voces permanecen en el más profundo silencio.

Las agresiones sexuales no deben señalar a la víctima sino al hechor. Urgen medidas de prevención.

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Ese cuerpo no te pertenece

La experiencia más dura para una niña es ser violada y no recibir justicia ni protección.

La niña es violada por su padre desde los 8 años. Cumplirá 12 y ahora teme que su hermanita menor sufra la misma suerte. Una amiga de su madre, quien conoce el caso, en lugar de denunciar reúne a su grupo de oración para pedir la intercesión divina, quizá pensando que al fin y al cabo se trata de un asunto privado en el cual nadie más que la propia familia tiene derecho de actuar. O quizá esta mujer de verdad cree en los milagros y entonces ese y todos los papás, tíos, hermanos, maestros, sacerdotes, pastores, médicos y vecinos recibirán la iluminación divina y dejarán de abusar a sus hijas, sobrinas, hermanas, primas, alumnas o hijas de sus feligreses. Esta historia no es invento mío, me la ha compartido un lector horrorizado por el destino de esas víctimas inocentes.

Los embarazos en niñas y adolescentes menores de 14 años no son producto de una violación aislada, sino por lo general se producen por abuso sexual reiterado. Su enorme incidencia ya no permite continuar en el engaño de considerarlos casos aislados, sino producto de una norma tácita de conducta del sistema patriarcal, entre cuyos postulados figura una especie de permiso de propiedad de los cuerpos de las niñas y las mujeres. Esta actitud de desprecio viene desde el momento del nacimiento –el cual, además, en muchos casos genera frustración por ser niña y no varón ese nuevo miembro de la familia- y de manera automática esa nueva vida pasa a constituir parte del patrimonio, quedando sus derechos eliminados de la ecuación. Es de ese modo como una mayoría abrumadora de niñas termina en situación de marginación, utilizadas para labores domésticas, explotadas y discriminadas desde los primeros años de vida, en una posición de absoluta desigualdad.

Este “cuadro de costumbres” no es exclusivo de Guatemala ni de otros países de la región. El incesto y las violaciones sexuales perpetrados contra niñas desde sus primeros años de vida son algunas de las aberraciones cometidas de manera sostenida e impune dentro y fuera del seno familiar. Tampoco es una práctica propia de sectores pobres y con bajo nivel educativo, ya que estos delitos cruzan todos los grupos sociales sin distinción alguna. Si un día se rompieran los diques de esas mal llamada “privacidad” y hablaran las víctimas de incesto y violaciones durante sus años de niñez y adolescencia, estallaría un ensordecedor coro de voces.

Por supuesto, los violadores no atacan solo a sus hijas, también lo hacen con sus hijos desde muy temprana edad, indiferentes al daño físico y emocional provocado sobre ellos. Los resultados de esa violencia, pero sobre todo las consecuencias del silencio de quienes conocen los abusos y prefieren ignorarlos, representan una carga psicológica que durará toda la vida y tendrá impacto sobre cualquier relación futura de esos niños y niñas.

Mientras estos abusos suceden y se multiplican, los derechos de la niñez son ignorados por el Estado y por las instituciones cuyas responsabilidades tocan a este sector vulnerable de la población, como educación y salud. Las niñas embarazadas no solo no reciben una atención prioritaria, sino se las considera parte secundaria de la ecuación y se las obliga a mantener un embarazo por violencia y una maternidad no deseada, que acabará para siempre con sus esperanzas de desarrollo. Para ellas no solo no hay justicia, tampoco el respeto por su condición de niñas con derechos.

La ciudadanía tiene un papel protagónico en este escenario de enorme desigualdad por no denunciar los abusos, por encubrir el incesto –con lo cual lo propicia- y por evadir su responsabilidad en el ámbito de la protección integral de la niñez. Abstenerse de denunciar es participar de los crueles actos cometidos contra este sector tan desprotegido. Ya es hora de actuar.

Las niñas son desprotegidas desde la cuna y con el tiempo se convierten en un objeto a merced de quienes abusan de su integridad.

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La pirámide rota

Las estructuras sociales pierden su permeabilidad, hoy la pobreza es un estatus fijo.

En Guatemala, las esperanzas de progreso para amplios sectores de la población perteneciente a los estratos medios y pobres resultan cada día más utópicas. El progreso individual, ese estado de superación holística resultado de una educación de calidad y un buen estado físico y psicológico -todo lo cual sumado a un trabajo exitoso propician la realización personal- ha pasado a ser un objetivo lejano en un sistema cuyo concepto de éxito se divorcia progresivamente del esfuerzo bien concebido para casarse con la especulación, el negocio turbio y el dinero fácil.

Para la juventud actual -con marcadas excepciones- el camino se presenta cada vez más difícil y las oportunidades de transitar por la escala social hacia posiciones más ventajosas se topa con obstáculos casi insuperables, como la competencia desleal, la corrupción y sobre todo las estrategias políticas concebidas para mantener a la ciudadanía sometida a los caprichos legales de quienes durante generaciones han cooptado todos los ámbitos del poder.

El panorama no es alentador para las nuevas generaciones, las cuales surgen en oleadas progresivas en número y en expectativas. Un país como Guatemala, cuyos jóvenes representan una mayoría abrumadora, debería destinar también un porcentaje importante de su presupuesto a sus demandas de educación, salud y trabajo, debido a que en esa masa poblacional se encuentra el único germen posible para garantizar el tránsito indispensable hacia una economía al ritmo del siglo. Pero no lo hace. Las prioridades del sector político, el más desprestigiado y señalado por graves actos de corrupción, tiene otras miras para los fondos estatales.

Si en la ciudad capital la juventud se enfrenta a obstáculos cada vez más difíciles de superar, en las demás regiones del país las cosas no son mejores, siendo uno de los mayores problemas la evidente ausencia de Estado en la mayoría de sus departamentos, en donde la administración de justicia –uno de los estamentos fundamentales de una nación- no solo es débil y vulnerable, sino muchas veces ni siquiera es accesible. A eso es preciso añadir la violencia generada por las redes de trata y narcotráfico, las cuales se han infiltrado en la institucionalidad carcomiendo así los cimientos del estado de Derecho y poniendo en jaque la vida de sus habitantes.

En ese escenario tan desfavorable para la niñez y la juventud guatemaltecas no se percibe avance alguno capaz de generar una cierta expectativa de progreso. Este sector tan marginado como numeroso crece y se aglutina en una pirámide cuya base se ensancha cada día más y cuyo ápice se aleja en igual progresión. Es decir, aumenta el número de jóvenes sin estudios ni trabajo y en directa proporción se reducen sus posibilidades de ingresar por su propio esfuerzo en los estratos sociales superiores.

La pirámide, si se pudiera ilustrar de algún modo, está segmentada, rota en 3 partes que han dejado de pertenecer a un solo cuerpo social: una gran masa de ciudadanos transitando desde las clases medias hacia una pobreza cada vez más acentuada y un importante segmento de pobres que no tienen acceso a bienes ni servicios; otro sector menor, integrado por quienes han tenido oportunidades de estudio y empleo pero continúan sometidos a un sistema que les impide aspirar a mayores privilegios y, por último, un puñado mínimo de la sociedad integrado por unas cuantas familias que lo poseen todo y quienes, además de controlar la economía, también dirigen el rumbo de la política y con ello el destino de millones de ciudadanos.

Las nuevas generaciones tienen un papel protagónico en un desarrollo económico con visión global.

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¡Cómo nos cuesta entender!…

… Que la protección de la niñez no es un asunto opcional, sino una prioridad absoluta.

Nos cuesta entender la importancia de proteger a la niñez, pero le damos alas -¡y fuertes!- a las campañas contra toda forma de educación en sexualidad y no digamos a los discursos moralistas contra cualquier intento de legalización del aborto. Y ahí están los resultados: una inmensa población infantil abandonada a su suerte desde antes de nacer, desnutrida y privada de servicios básicos, alejada de las oportunidades de educación y ¡ni qué decir! de sus posibilidades de ser felices.

Pero nos enfrascamos en la política como si ahí, en esos antros privilegiados, hubiera alguna respuesta a las demandas de este gran sector sujeto a las decisiones de los demás. Porque ser niña o niño en países como los nuestros no es para tomárselo a broma. Sin educación, sin derecho a nada y sin acceso a decisión alguna sobre su vida, esos millones de menores marginados podrían incluso morir sin haber ingresado a los registros civiles y, por tanto, sin siquiera figurar en las estadísticas. Es decir, nunca existieron.

Sin embargo ahí están, recordándonos –desde la parada del semáforo o en cualquier esquina apestosa- que nos hemos desviado a tal punto de los objetivos de desarrollo que incluso su visión nos resulta molesta. Volteamos la cara para no verlos, cerramos la ventanilla para no escucharlos y en cuanto es posible nos alejamos espantándolos del pensamiento. No hay sentimiento alguno más que la repugnancia contra la pobreza, porque “es culpa de los padres”, decimos con ese desprecio atávico del pudiente contra quien sobrevive en la miseria.

La niñez, entendámoslo de una buena vez, es responsabilidad de todos. No descarguemos nuestra ira en el niño sicario, descarguémosla contra quienes no hemos tenido los arrestos para cambiar la situación de ese infante desprotegido, abandonado y orientado hacia un destino tan cruel. Comprendamos en toda su dimensión las consecuencias de una indiferencia ciudadana capaz de olvidar que no hace mucho murieron quemadas vivas 40 niñas en una institución estatal creada para protegerlas. Los comentarios alevosos rodeando el atroz hecho abundaron tanto como los solidarios y eso jamás debió ocurrir; porque no importa cuál era el motivo de su institucionalización, el solo hecho de esa marginación revela un vacío a llenar, una obligación incumplida, una deficiencia fatal en nuestra escala de prioridades.

Entendamos bien el concepto universal de los Derechos del Niño y la Niña y repasemos esos principios tratando de extrapolarlos con la realidad actual de la niñez que nos rodea: los niños y niñas son seres humanos sujetos de derechos y deben ser capaces de desarrollarse física, mental, social, moral y espiritualmente con libertad y dignidad. Ahora intentemos, con la mente lúcida y libre de prejuicios, evaluar la dimensión de nuestros fallos como sociedad. La profunda grieta entre quienes tienen todo y quienes nada poseen y el sistema que ha hecho eso posible. Ahora analicemos cuánta población infantil hemos sacrificado en aras de los privilegios.

No existe comunidad humana capaz de presumir de desarrollo si más de la mitad de su población infantil es condenada a la ingrata suerte de vivir en condiciones de hambre y abandono como sucede en Guatemala. No podemos, por lo tanto, permitirnos el lujo de mirar hacia otro lado cuando niñas y niños son víctimas de trata, de incesto, de violación, de asesinato o ingresan a las pandillas porque éstas son su último recurso de supervivencia. No tenemos derecho a condenarlos si jamás protestamos por ellos a quienes tienen la llave de la política en sus manos. Entendamos, por fin, que en ellos reside el futuro de la nación.

No seamos ciegos y sordos a las demandas del sector más necesitado de protección: la niñez.

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