Quédate en casa (si puedes)…

La clase trabajadora, la más castigada en estos meses de pandemia.

Te exigen quedarte en casa y no puedes evitar echar una mirada a tu alrededor con una creciente sensación de inseguridad; estás consciente de que ese mandato tiene muchas aristas y abandonar tus actividades no es una posibilidad real. Para empezar, si tu familia tiene la inveterada costumbre de comer todos los días, para abastecerse de alimentos es preciso salir de casa. Si tu jefe (o tú mismo) está ansioso y angustiado por sostener su negocio a pesar de las restricciones, es preciso salir de casa. También debes hacerlo cuando laboras en una institución fundamental, como los servicios de salud, en donde tu trabajo es vital. Salir de casa, cuando no hay otra opción, es lo que al final del día permite a otros mantener su reclusión sin mayores problemas.

Esto, porque existe un intrincado engranaje de actividades esenciales de las cuales dependemos todos y sin cuya dinámica enfrentaríamos serios obstáculos para sobrevivir. Es un hecho indiscutible nuestra dependencia del trabajo de los demás, sobre todo si ese trabajo nos provee de alimentos, de energía para procesarlos, de una rutina para eliminar los desechos producidos a diario en los hogares, de la entrega a domicilio cuando podemos gozar de esos servicios, de todos y cada uno de los aspectos que garantizan una cierta estabilidad en el orden de la vida cotidiana.

Por eso el mandato de quedarte en casa tiene sus bemoles, dado que no cualquiera puede atender a tan sabia precaución. Sin embargo, ese confinamiento semi voluntario ha comprobado ser el único mecanismo posible para alcanzar los objetivos -tan abstractos como incomprendidos- de “aplanar la curva”, reducir los contagios y así romper la secuencia ascendente que se cierne sobre la población como una amenaza ubicua y perversa. La pandemia ha demostrado en estos meses su inmenso poder sobre todo lo que hemos considerado más o menos inamovible: ha destrozado nuestra capacidad de confiar y nos obliga a evaluar hasta qué punto somos capaces de sobreponernos a una realidad diferente, a un cambio de rutinas, a un encierro forzoso, a una transformación sutil y progresiva en nuestra manera de ver el mundo.

Durante el transcurso de este fenómeno, no solo nuevo sino también difícil de comprender, hemos sido dirigidos por mandatos no siempre basados en el sentido común, muchas veces contradictorios, en numerosas ocasiones orientados a favorecer a ciertos sectores en desmedro de la salud de la población y con un manejo muy deficiente de la información. Esto ha provocado un ambiente de rebeldía, especialmente entre los segmentos más jóvenes y otros cuyos intereses específicos –políticos o económicos- terminan por desembocar en una abierta actitud de rechazo hacia las normas de contención de la epidemia.

Aun cuando las consecuencias no han tardado en manifestarse en repuntes de contagios y pérdida de vidas humanas, la restricción contra libertades personales empiezan a verse como un sacrificio que sobrepasa la capacidad de tolerancia. En este proceso, la falta de confianza en las autoridades ha jugado un papel fundamental; sobre todo, en desmedro de un tejido social que empieza a mostrar sus debilidades y de sistemas de gobierno poco acostumbrados a enfrentar la realidad de sus profundas fallas. Aquello que nos golpea hoy es, más que un virus, una enfermedad social endémica evidenciada en la pérdida de sentido de nación y de todo lo que eso implica. Quedarse en casa no es más que un recurso de protección eventual. Lo más importante vendrá cuando salgamos de ella.

Difícil contener los deseos de salir, de regresar a la normalidad.

AUDIO:

elquintopatio@gmail.com

http://www.carolinavasquezaraya.com

 

Nada claro en el horizonte

Con la incertidumbre como telón de fondo y la precariedad como amenaza.

Así estamos. Acechados por la amenaza de la opacidad de los gobiernos, en cuyos cuadros no parece reinar el sentido común y, menos aún, la sensibilidad humana. Nos ocultan datos para obligarnos a vivir en una especie de limbo, gris y engañoso, cuya superficie se quiebra en pedazos cuando la enfermedad y la muerte nos toca de cerca. Entonces, aun si nos esforzamos por escarbar en la escasa información disponible, sabemos muy bien cuánto se nos oculta y entonces la amenaza que nos mantiene en estado de alerta se transforma en un peligro mucho más inmediato y real.

Las autoridades ya ni siquiera intentan disimular sus incapacidades para enfrentar una pandemia que sin duda se llevará a la tumba a millones de personas cuyo único pecado es ser pobres, vivir bajo regímenes económicos y políticos en los cuales la corrupción es la norma o en Estados capturados por un sistema económico voraz. Entre estos países no solo entran los más vulnerables y subdesarrollados. Están algunos tan poderosos e influyentes como las ricas naciones de primer mundo en donde la administración de recursos para enfrentar la pandemia se rige por los intereses corporativos y las ambiciones políticas, relegando a sus ciudadanos al papel de meros espectadores, sin voz ni voto en las decisiones de las cuales depende su supervivencia.

Durante estos meses he concentrado mi atención en los dos países que marcaron mi vida de manera indeleble: Chile y Guatemala. Uno, con reputación de haber alcanzado un alto grado de desarrollo y, el otro, en el foso del más crudo abandono. Ambos, ricos en recursos y ambos también, experimentando el golpe certero de un sistema político y económico que –a pesar de las distancias aparentes de sus realidades- los equipara. Solo faltaba un ataque viral de enormes proporciones para que se cayeran los velos que cubrían sus fachadas y pudiéramos observar cuánto camino les falta para convertirse en auténticas democracias, con todo lo que de superior en respeto por los derechos humanos eso implica.

Tanto en uno como en el otro, las autoridades han decidido ocultar los alcances de los contagios y de las muertes por Covid19. Y ambos han decidido hacerlo no por evitar el pánico colectivo, sino por mantener una imagen de falso control hacia una comunidad internacional la cual, al fin de cuentas, tampoco los ayudará a salir del paso. En Guatemala y también en Chile, las autoridades se han negado –como hace Trump, su patrón- a escuchar a la comunidad científica, a los expertos en control de epidemias y a los especialistas en manejo de datos. En ambos casos también, han abandonado la infraestructura sanitaria estatal para beneficiar a sus sectores económicos con privatizaciones y convenios altamente sospechosos y perjudiciales para el Estado.

A estas alturas y después de varios meses de confinamiento –cuando se puede- y de trabajar en condiciones de riesgo –cuando no queda otra opción- la población se encuentra sometida a decisiones políticas carentes de bases sólidas y, en la mayoria de casos, surgidas de consideraciones ajenas al bien común. ¿Qué nos espera en el horizonte? Después del impacto de la pandemia en la situación laboral y económica de millones de familias, de la precariedad en la atención sanitaria, de la falta de alimentos para satisfacer las demandas de una población castigada desde todos los ángulos, no se puede esperar una recuperación milagrosa e inmediata. Pasarán meses y probablemente años para recuperar todo lo que la situación nos ha quitado. Con la salvedad, claro está, de quienes ya no lograron sobrevivirla.

Decisiones vitales se basan en meras consideraciones econímicas.

AUDIO:

elquintopatio@gmail.com

http://www.carolinavasquezaraya.com

 

Tiempo de resaca

Pasado el primer golpe, se relajan las precauciones y aumentan las víctimas mortales.

La estupidez humana no parece tener límites. En especial, cuando se apodera de quienes administran las instituciones de las cuales depende la seguridad y la supervivencia de millones de seres humanos. Nunca esta falencia se había manifestado de manera tan clara como ante la presencia de una pandemia que casi ningún gobierno ha logrado controlar y a la cual los pueblos menos favorecidos –como los nuestros- enfrentan con una carga inmensa de engaños, ignorancia, escepticismo, miedo y rechazo. Pero no es un cuadro exclusivo de los países subdesarrollados, está presente también en aquellas naciones cuyos líderes se encuentran fuertemente atados a compromisos inmorales con un sistema neoliberal deshumanizante y controlan una emergencia sanitaria desde una perspectiva eminentemente empresarial.

Este virus vino a revelar de golpe la verdadera dimensión de la miseria humana; pero también de la poderosa maquinaria desde cuyos engranajes se manejan las redes de influencia planetaria, los acuerdos secretos de grupos de inmenso poder económico, las presiones de complejos corporativos de los cuales depende la vida humana y la integridad del entorno natural. En fin, de todo ese conjunto de factores cuya presencia ubicua y, en muchos casos anónima, condiciona hasta el más mínimo aspecto de nuestra existencia. En estos meses, pero muy puntualmente en las últimas semanas, la falsedad de un discurso político comprometido marca una ruta llena de peligros para una población enfrentada sin herramientas a un enemigo invisible y altamente letal.

Ha llegado la hora de la resaca y se empiezan a ver los bordes deshilachados de un tejido institucional débil: falta de infraestructura hospitalaria, carencia de recursos para el personal sanitario, incapacidad para manejar las emergencias y un sistemático ocultamiento de las cifras verdaderas con el absurdo objetivo de presentar una cara un poco más decente ante la comunidad internacional. Sin embargo, ese afán de ocultamiento terminará por estallar cuando las consecuencias de la falta de estrategias sensatas y orientadas al servicio público sean tan abrumadoras que resulte imposible ocultarlas.

A todo esto, y debido al caótico y poco eficiente desempeño de las autoridades, se empieza a vislumbrar un relajamiento de las medidas. En parte, por las presiones de los grupos corporativos cuya incidencia en las políticas públicas es de larga data y cuyos intereses comerciales empiezan a mostrar cierto desgaste, y en parte porque la falta de información oportuna y veraz hacia la ciudadanía se traduce en un total desconcierto y, consecuentemente, en una toma de decisiones poco afortunadas y de alto riesgo. No acostumbrada a mantener una rutina de confinamiento durante un tiempo prolongado, la gente se arriesga, sale de su encierro, retoma rutinas normales, desquita su ansiedad en reuniones sociales irresponsables y, finalmente, termina por ocasionar un aumento descontrolado del índice de contagios sin experimentar culpa alguna por el impacto de sus acciones.

La inveterada costumbre -siempre presente en nuestros ámbitos políticos- de otorgar posiciones de enorme responsabilidad a personajes carentes de los conocimientos y la experiencia necesarias para desempeñarlas, ha llevado a nuestros países a una situación cada vez más vulnerable y al fracaso sistemático de los gobiernos de turno. Si esto, en situaciones normales, ya es una tragedia para millones de ciudadanos en situación de pobreza, en estos tiempos de pandemia será una catástrofe humanitaria de proporciones inimaginables. Qué nos depara el destino, es algo imposible de predecir.

La falta de información veraz y oportuna es una constante amenaza.

AUDIO:

elquintopatio@gmail.com

http://www.carolinavasquezaraya.com

 

El gran hermano y su alter ego

La vigilancia contra los ciudadanos ha sido una de las grandes amenazas de nuestro tiempo.

George Orwell, gran novelista y ensayista inglés, dio vida a uno de los personajes más perturbadores de la novelística del siglo pasado en su novela 1984. En ella, el Gran Hermano (The Big Brother) –presencia ominosa e invisible- representa a los mecanismos de vigilancia ciudadana creados con el propósito de controlar hasta el más insignificante brote de rebeldía y, de ese modo, anticiparse con todo el aparataje institucional a cualquier amenaza contra el centro del poder. En esos años, finales de la década de los 50 y no muy lejos del fin de la II Guerra Mundial, la sola idea de un sistema tan sofisticado de espionaje estaba íntimamente vinculada a las estrategias del Tercer Reich instauradas por el régimen nazi en Alemania, cuya aplicación dio como resultado la abolición de cualquier forma de rebeldía contra el gobierno hitleriano y la infiltración de su ideología fascista.

Con el transcurrir de los años, este sistema ubicuo y solapado se fue instalando por medio de los más refinados mecanismos de vigilancia personal en distintos países, y no solamente en aquellos con regímenes dictatoriales, en donde resultaron de gran utilidad para medir situaciones relativas a la vida ciudadana, tales como sus intereses intelectuales, tendencias políticas, hábitos de consumo y muchas otras líneas de investigación capaces de insuflar información a los aparatos que controlan la política, el comercio y las finanzas. Sin embargo, la sofisticación de las nuevas herramientas tecnológicas han llevado al Gran Hermano a territorios mucho más invasivos. Los gobiernos que poseen y controlan esos recursos tan avanzados han podido permear nuestros hábitos, actitudes y hasta nuestros más recónditos pensamientos haciendo uso de procesos de datos y vigilancia estrecha de nuestro entorno.

Lo que no entraba en sus planes, es que también la ciudadanía puede contraponer a su propio Gran Hermano y vigilar con extrema agudeza y cercanía a todos y cada uno de los movimientos originados desde los centros de poder. Esto demuestra, sin lugar a dudas, la fuerza de una tecnología convertida en uno de los instrumentos más democratizadores de las últimas décadas. Teléfonos inteligentes, acceso a la nube, comunicación instantánea y la capacidad de trastocar el mundo unidireccional de los más poderosos en uno mucho más accesible, desde donde es posible contrarrestar la fuerza de esos poderes que hasta no hace mucho gozaban de un fuerte blindaje.  

El mejor ejemplo de la potencia de este alter ego del Gran Hermano es la capacidad de las sociedades para ejercer una vigilancia directa y documentada de las acciones y también los abusos de poder de sus gobernantes y de sus instituciones, tal como se ha observado en las evidencias videográficas de asesinatos, tortura, detenciones arbitrarias y delitos contra la ciudadanía cometidos por las fuerzas del orden en distintos países del mundo. En Estados Unidos, desde hace apenas un par de semanas, la reacción inmediata de la ciudadanía por el asesinato de un ciudadano afroamericano ha desatado el nudo del silencio invadiendo las calles de sus principales ciudades con manifestaciones masivas y la expresión más contundente del rechazo de sus pobladores a las prácticas racistas en ese país.

Aun cuando este símil imperfecto e incipiente del Big Brother carece todavía del poder para llegar al extremo de equilibrar las fuerzas entre los pueblos y sus gobiernos, es un avance significativo hacia un ambiente político y social capaz de reflejar de mejor manera las aspiraciones ciudadanas de justicia y transparencia.

La tecnología es una poderosa aliada en la búsqueda de la justicia.

AUDIO:

elquintopatio@gmail.com

http://www.carolinavasquezaraya.com