La rabia de los otros

Vivimos en medio de pandemias, normalizadas por la fuerza de la costumbre.

El hambre que azota a naciones enteras alrededor del mundo, no es normal. La miseria en la cual se consume la vida de millones de seres humanos ha sido producto de sistemas económicos depredadores basados en la acumulación de riqueza, la cual se ha obtenido por la fuerza de las armas y la intimidación, la corrupción de líderes locales y la eliminación de cuadros políticos con arraigo popular y tendencia democrática. La consecuente captura de espacios de poder –entre los cuales se insertan las organizaciones políticas, los medios de comunicación, las grandes corporaciones y las instituciones religiosas- ha predispuesto a los sectores populares a aceptar como normal un estado de cosas capaz de privarlos de una buena cantidad de derechos garantizados mediante convenios y convenciones ratificados por la mayoría de Estados.

Como consecuencia, cuando las contradicciones entre el discurso y la práctica se agudizan al punto de poner en evidencia las fisuras del sistema, resulta inevitable la acumulación de rabia y frustración entre los sectores afectados y es cuando se abandonan los diálogos y se invaden las calles. Durante los años recientes se ha visto a las multitudes expresar su protesta en manifestaciones masivas cada vez más nutridas, a todo lo largo y ancho del planeta. Sin embargo, y a pesar de la pertinencia de sus demandas y la urgencia de medidas de corrección, los sólidos e inamovibles centros de poder se mantienen incólumes gracias a sistemas concebidos, diseñados e impuestos para blindarse contra cualquier amenaza de cambio. 

Una de las facetas más perversas de esta ideología del estatus quo ha sido la estrategia de dividir mediante conceptos insertos en el inconsciente colectivo, modulando la percepción de lo “nuestro” como diferente a partir de estructuras culturales definidas por los centros de poder económico y político. Es decir, se nos ha educado para considerar como positivas las actitudes de sumisión por clase, por etnia y por género. También se ha impreso de manera indeleble la visión de un orgullo nacional prefabricado el cual, entre sus máximas expresiones públicas, se traduce en desfiles de arrogante potencia militar, aplaudidos y admirados por la misma ciudadanía a la cual, llegado el momento, reprimirán con extrema violencia.

Por eso no es de extrañar la visión lejana y ajena de nuestros pueblos sobre las masivas protestas contra el racismo que se desarrollan actualmente en Estados Unidos. Es como seguir una serie televisiva que no nos toca fibra alguna. Sin embargo, nuestros países del cono sur se encuentran sumidos desde los inicios de su historia en los genocidios de pueblos originarios, desde el extremo sur -con la extinción de etnias completas por los colonos europeos y criollos chilenos y argentinos para dominar esas tierras- hasta los cometidos contra indígenas en México y Centroamérica, prácticas usuales de predominio económico en todo el continente, avaladas por las más altas autoridades religiosas y sus mejores promotores: las familias poderosas. 

La rabia de los otros es también –o debería ser- nuestra rabia. Las políticas de violencia racista en el país del norte no son más que un espejo de las nuestras, asumidas por la fuerza del miedo como parte inevitable de nuestro devenir; pero, más lamentable aún, aceptadas como parte integral de los procesos de desarrollo de nuestros países: el “blanqueamiento” propiciado por las clases dominantes como valor fundamental en la búsqueda de un progreso basado en el exterminio. 

Los estallidos contra las prácticas racistas son también nuestra rabia.

AUDIO:

http://www.carolinavasquezaraya.com

elquintopatio@gmail.com

Fábulas de un gallinero

Era la más suculenta y todos querían apoderarse de ella. Era la gallina de los huevos de oro.

Entre errores y palos de ciego, el virus invisible y mortífero se fue deslizando, sin mayores obstáculos, por todos los resquicios de este enorme patio de gallineros en donde vivimos, gracias a la oportuna confusión de los ignorantes mandamases del lugar. Digamos que están confusos ante este enemigo que nadie logra capturar, porque afirmar que lo hayan introducido a propósito –aunque algo de eso se rumora en algunos círculos- constituye una afrenta contra el buen espíritu y la transparente conciencia de los amos del planeta, lo cual ha sido aclarado ante los medios en un tono de justa indignación. En fin, el asunto es que ahora ya nadie está fuera de peligro. El bicho innombrable logró introducirse sin mayor problema hasta en las cortes celestiales y mandó a la cama a príncipes y ministros, pero también a millones de aves menos afortunadas.

El gallo más altanero e impertinente aprovechó su gran influencia y, aunque la prensa no le soporta sus arrebatos, consiguió suficiente audiencia para emitir con absoluta seguridad toda clase de hipótesis, a cual más descabellada. Comenzó afirmando su convencimiento de tener información fidedigna sobre el origen del mal y luego prometió una vacuna “exprés” para antes de fin de año. Es decir el bicho, según este arrogante plumífero, tenía su origen en un gallinero enemigo por allá muy lejos de sus territorios. Después lo negó, pero el daño ya estaba hecho y todos repitieron el cuento hasta cansarse, a pesar de los esfuerzos de otros gallos más sabios para detener especulaciones peligrosas y la maledicencia de las cortes. Sin embargo, poco a poco y en una confusión absoluta, los gallitos menores comenzaron a repetir las consignas del gallo mayor y en todos los gallineros reinó una total confusión porque nadie sabía con certeza cuál era el camino a seguir.

A todo esto, las pobres aves habitantes de los niveles inferiores de los gallineros, comenzaron a darse cuenta de que pasaba el tiempo y nadie sabía con certeza qué hacer para parar los contagios y salvarse de morir asfixiadas. Las encerraron, separaron a las contagiadas, ordenaron el confinamiento con horarios estrictos, las obligaron a cubrirse el pico y les impidieron salir a comer. Nada de eso funcionó y, entonces, preocupados los mandamases por la pérdida de ingresos, relajaron las restricciones pero sin haber investigado si servían de algo o no. En fin, que pasaron los meses y no había manera de saber cómo manejar la crisis.

A todo esto, los más ricos y poderosos empezaron a perseguir a la gallina de los huevos de oro: la vacuna. Conscientes de la importancia de esa faena, no dudaron ni un instante en establecer tratos e iniciar conciliábulos para negociar los beneficios más ventajosos de esa prometedora empresa. Que siguieran cayendo los pollitos y las ponedoras no representó preocupación alguna para estos grandes emprendedores, quienes vieron en la fabricación de la vacuna el negocio del siglo y decidieron agenciarse la exclusividad y, por supuesto, con ella los enormes beneficios de este posible y trascendental descubrimiento.

En fin, la vacuna inexistente ya ha causado revuelo de plumas por aquí y por allá con la promesa de una inmunidad no garantizada y la cual ¡qué duda cabe! será tan cara como para resultar inaccesible a las capas pobres. Así las cosas, es fácil deducir cómo serán los meses futuros y quizá los años venideros mientras los gallos más gallos se siguen recetando todos los privilegios gracias a que tienen -y siempre han tenido- la sartén por el mango.

Las capas más pobres serán siempre las más desprotegidas.

AUDIO:

elquintopatio@gmail.com

http://www.carolinavasquezaraya.com

 

Callar y obedecer

El tiempo transcurre y seguimos sumidos en una total incertidumbre.

El confinamiento impuesto para controlar la peor pandemia de la historia moderna ha cercenado de tajo nuestras libertades esenciales, cercándonos con un muro de imposiciones surgidas desde centros de poder, los mismos que hace apenas unos meses eran objeto de fuertes manifestaciones de protesta a lo largo y ancho del planeta. A decir verdad, el ataque de este virus desconocido y aparentemente indestructible ha venido a crear un estado de impunidad muy conveniente para aquellos gobiernos que hasta no hace mucho vacilaban en la cuerda floja. Esto, sin embargo, no es nuevo; las tragedias y catástrofes, naturales o no, han servido siempre como excusa para facilitar el acceso a mecanismos extremos de poder político a individuos y grupos cuyo desempeño, tarde o temprano, les hubiera costado la pérdida de autoridad.

Nuestra realidad se ha reducido de pronto a callar y obedecer, no importa cuán desatinadas sean las órdenes superiores dictadas e impuestas por medio del miedo y la represión. En la mayoría de nuestros países, a la población se la acorrala y reduce a una obediencia humillante mediante la fuerza de las armas, con ejércitos patrullando las calles y policía agrediendo sin compasión a los más pobres, premunidos de una autoridad capaz de transformar en delito actos tan elementales como la búsqueda de medios para sobrevivir. De modo inexplicable, el simple hecho de salir de casa es hoy un acto subversivo merecedor de un castigo ejemplar; y, aún cuando el confinamiento sea una medida acertada y necesaria para detener la pandemia, el modo de imponerlo ha significado, en muchos países, la abolición –mediante la violencia- de derechos garantizados por la Constitución y las leyes.

Callar y obedecer parece ser la consigna del momento. Por un razonamiento lógico (detener los contagios y evitar la pérdida de vidas humanas) se mantiene a la ciudadanía incapacitada para disentir y se la deja a merced del criterio de otros, quienes decidirán su vida y su futuro. En realidad y fuera de toda lógica, los sectores más poderosos, es decir, esos “otros” que han atrapado el poder mediante la corrupción y el pillaje, han logrado el estatus soñado: tener a la sociedad en un puño.

Si hay algo más peligroso que un virus mortal, es el miedo y la desinformación, capaces de anular la capacidad de las personas para retomar las riendas de su libertad y decidir sobre su vida. Callar y obedecer es hoy y ha sido siempre una mordaza amarga impuesta a lo largo de la historia. Es un precepto capaz de debilitar de golpe las bases de las democracias incipientes y largamente anheladas por los pueblos latinoamericanos, tras innumerables golpes de Estado y atentados constantes contra los derechos humanos, políticos y económicos.

Callar y obedecer es lo que ha incapacitando a grandes sectores por medio de la explotación y la pobreza, impidiéndoles acceder al conocimiento y transformando las leyes en instrumentos propicios para obstaculizar su derecho a la participación ciudadana, activa y consciente. Callar y obedecer es la anti democracia por excelencia y el virus la impone con todo su poder letal, amparándose en el miedo a la muerte pero, sobre todo, en esa sensación de impotencia ante la capacidad de otros para apoderarse de nuestro destino. El silencio y la obediencia, después de todo, son producto de esa larga secuencia de abusos a los cuales estamos tan acostumbrados como para seguir eligiendo a lo peor de la oferta política para administrar nuestro presente y empeñar, con total descaro, nuestro futuro.

A medida que el silencio se impone, nuestros derechos retroceden.

AUDIO:  

elquintopatio@gmail.com

http://www.carolinavasquezaraya.com

 

A través de la ventana

La nueva experiencia de un encierro obligado comienza a hacerse sentir.

En el principio, todo fue alarma sin mayores perspectivas. Hoy, después de tantas semanas de confinamiento, se comienza a sentir la diferencia hasta en los huesos. Todo aquello que dábamos por sentado: las infinitas posibilidades de hacer cosas, de movernos por el mundo –aunque no lo hiciéramos, pero ahí estaba, en potencia- de salir de casa, de pronto nos fueron cercenadas por un bicho microscópico y por una cúpula de autoridades cuyo poder no ha sido suficiente como para reunir el conocimiento y la sabiduría necesarias para enfrentarlo.

La frustración y las carencias para las mayorías están socavando la moral ciudadana. No bastan las medidas aparentemente humanitarias de algunos de los países más desarrollados para enfrentar el empobrecimiento repentino de sus trabajadores. Solo son paliativos que no llegan a las raíces del problema y no cambian en nada la situación de millones de familias sin perspectivas de empleo y con deudas impagas, esperanzadas en una cura milagrosa o en salir indemnes de esta pesadilla.

Hoy tenemos la obligación de destruir los estereotipos con los cuales hemos vivido en un ámbito íntimo de falsa seguridad, para construir todo un nuevo sistema de valores, empezando por la erradicación de ese clasismo inveterado, inyectado a la fuerza en nuestro subconsciente y disfrazado de “buenas costumbres”. Es algo así como regresar con el pensamiento a la escuela primaria y aprender todo de nuevo con un silabario en donde no existen categorías.

Este artículo lo escribí ayer: el Día de la Madre. Mientras navegaba por las redes y leía los mensajitos de WhatsApp llenos de buenas intenciones, no podía menos que pensar en el nuevo escenario que nos plantea esta pandemia. Millones de mujeres alrededor del mundo expuestas a la violencia machista y a embarazos no deseados porque, en estas condiciones, los pocos avances en derechos sexuales y reproductivos quedan prácticamente anulados. El romanticismo alrededor de un día más destacado por su valor comercial que por su naturaleza intrínseca resulta, por lo tanto, destrozado por una realidad cruel y concreta.

Una de las sensaciones más potentes en esta experiencia desconocida es una progresiva pérdida de la realidad y una peligrosa caída en un estado depresivo solapado y oscuro, algo así como si tuviéramos una pesada capa que no podemos sacudirnos de encima. Si esto se produce en personas razonablemente saludables y con recursos de supervivencia, imaginemos a una madre soltera con un número inmanejable de hijos, desprovista de un ingreso fijo y enfrentada a una situación tan injusta. Es en esa situación de vulnerabilidad extrema en donde vemos el retrato de nuestra nueva condición.

No importa cómo salgamos de esto. Nunca seremos los mismos porque el virus nos enseñó por las malas a entender la relación tan precaria con nuestra naturaleza, con nuestros semejantes y con nosotros mismos. Echamos una mirada a través de la ventana y observamos a nuestros vecinos por primera vez con un sentimiento de solidaridad porque, no importando quiénes sean ni cuánto posean, estamos emparentados frente al misterio de un futuro desconocido, manejado desde las alturas por unos seres también desconocidos.

Aprovechemos el tiempo para reconstruirnos –de adentro hacia fuera y sin compasión- con los elementos residuales del feroz ataque contra nuestra cotidianidad; al final del día, contamos con la capacidad siempre poderosa para reinventarnos y hacer frente a las carencias. Quizás sea esta la oportunidad para salir fortalecidos y triunfantes.

Aprovechemos esta vez la oportunidad para reinventarnos.

AUDIO:

elquintopatio@gmail.com

http://www.carolinavasquezaraya.com

 

El demonio en casa

La violencia doméstica, esa amenaza adicional contra miles de niños, niñas y mujeres.

Un solo golpe en la puerta tiene el poder de transformar una sensación de paz y seguridad en un ataque de pánico. Así ha de haber sucedido en Quilmes, Argentina, en donde de acuerdo con las revelaciones de una jueza de ejecución penal se conoció la liberación de 176 violadores en una cárcel de esa localidad. Ante esta aberración judicial es casi imposible imaginar los sentimientos de las víctimas al enterarse de la liberación de quienes las agredieron, pero además la impotencia de la población al enterarse de tan absurdo hecho y constatar cómo, quienes están supuestos a garantizarles un entorno seguro en medio de la pandemia, han ignorado con tal desprecio la necesidad urgente de protección de niños, niñas y mujeres en situación de extrema vulnerabilidad y, por lo tanto, abandonadas a su suerte.

En plena cuarentena, con estrictas restricciones de movilidad y con las instituciones del Estado enfocadas en controlar los efectos de la pandemia, se han disparado alrededor del mundo los indicadores de violencia doméstica, en cuyo rápido incremente desde el inicio de la cuarentena se demuestra la persistencia de la desigualdad de género en el goce de derechos, pero también la escasa capacidad de los organismos de seguridad para brindar protección a las potenciales víctimas. De hecho, este fenómeno revela de manera indiscutible la falta de solidaridad y conciencia humanitaria de los entes políticos, judiciales y policíacos cuyas decisiones dejan a niñas, niños y mujeres a merced de sus agresores mientras a estos les ofrecen garantías de impunidad.

La violencia doméstica es una práctica nefasta que permea a la sociedad de punta a punta. Gracias al aura de permisibilidad auspiciada por las doctrinas religiosas y por el sistema patriarcal instaurado desde los centros de poder económico, social y político, se ha condenado a las mujeres de manera tan injusta como perversa a tolerar un esquema de sumisión y marginación solapado y lleno de trampas morales, erigiendo en torno a ellas y a sus hijos todo un entarimado de obstáculos para impedirles –usando para ello violencia extrema- el goce de sus derechos.

El resultado ha sido un muro de obstáculos establecido por el sistema, contra el cual luchan de manera sostenida movimientos feministas y de derechos humanos cuya labor ha quedado grabada en la historia de la Humanidad. En el interior de los hogares, sin embargo, las posibilidades de defensa y protección contra las violaciones sexuales, el maltrato físico, psicológico e incluso económico, se topan con los estereotipos de género grabados a fuego en la mente de las víctimas, cuya formación las condiciona muchas veces a aceptar sin discutir la preeminencia de la autoridad masculina y la sumisión absoluta ante sus dictados.

A ello, contribuye de manera implícita la actitud de los entes institucionales ante las denuncias por violación y agresiones, la cual muestra de modo tajante la discriminación y revictimización en los procesos durante los cuales niños, niñas y mujeres agredidos son sujeto de nuevos y más severos interrogatorios que sus agresores. Esta actitud, patente en los entes policíacos y judiciales, es una de las peores lacras del sistema patriarcal, hoy en absoluta evidencia con la liberación de reclusos condenados por violación y agresiones dentro del seno familiar, con el supuesto propósito de protegerlos de la pandemia y reducir la saturación carcelaria. Una vez más, el destino de niños, niñas y mujeres no preocupa a autoridades, convencidas de que el feminicidio y la violencia de género no son más que daños colaterales.

La amenaza por violencia doméstica es peor que la contaminación por virus.

AUDIO:

elquintopatio@gmail.com

http://www.carolinavasquezaraya.com