El Juez Gálvez y su cita con la Historia

La misión de un juez guatemalteco cuyo compromiso con la justicia reta a las mafias.

La captura del Estado del Guatemala, perpetrado por las mafias en el poder, es total y pública. Los tres poderes -Ejecutivo, Legislativo y Judicial- ya han sido invadidos por quienes pretenden transformar una débil democracia en una dictadura, pero no con el propósito de gobernar, sino con la perversa intención de destruir por completo su institucionalidad en pleno. Para ello, cuenta con un sicariato organizado desde oscuras huestes militares y empresariales, cuyo empeño consiste en revivir los violentos tiempos que llevaron a ese país al conflicto armado interno que duró más de 36 años.

Las amenazas contra quienes todavía intentan detener esa debacle, cruzan todos los espacios públicos con un absoluto descaro; y los atentados contra la vida de operadores de justicia, periodistas, activistas sociales y organizaciones civiles son parte de un nuevo orden de cosas. Como consecuencia inmediata está el exilio de muchos de ellos, obligados a abandonar su hogar y su país para salvar su vida.

En medio del caos, el honorable juez Miguel Ángel Gálvez se ha transformado en uno de los últimos bastiones del estado de Derecho en Guatemala. Armado con su sólido conocimiento de las leyes, una rectitud a toda prueba y un profundo compromiso con la justicia, enfrenta algunos de los procesos de mayor impacto de los últimos años. Entre ellos, los dolorosos casos de las mujeres indígenas violadas en Sepur Zarco y del Diario Militar -el archivo de la muerte con las fichas de miles de detenidos, desaparecidos y asesinados entre 1983 y 1985- los cuales involucran a ex miembros del Ejército y constituyen estremecedoras evidencias de los horrendos crímenes cometidos por el Estado con la complicidad de la cúpula empresarial, ante el silencio de la comunidad internacional.

El hecho de ligar a proceso a un grupo importante de ex militares de alta graduación representa un acto de valentía extrema en un país invadido por las mafias en todas sus instancias, pero especialmente en aquellas como el Ministerio Público y las Cortes de justicia, desde donde se apaña la corrupción y la impunidad. Esto ha significado la condena a muerte -hecha pública por uno de los allegados al poder- para un juez íntegro como Miguel Ángel Gálvez, así como significó el exilio de operadores de justicia cuyo impecable desempeño puso en evidencia a las redes de corrupción que socavan al estado de Derecho.

La pérdida de las bases institucionales no ha sido totalmente evaluada por la ciudadanía. Si los sectores de mayor poder y los estratos urbanos de clase media creen que con la impunidad y la vía libre para perpetrar toda clase de actos de corrupción el país puede sobrevivir, están equivocados. Las últimas dos administraciones rompieron récord y acabaron con cualquier posibilidad de retorno de la democracia. 

Lo que ahora corresponde es una rotunda reacción ciudadana ante semejante pérdida. Acompañar al honorable juez Miguel Ángel Gálvez es un deber ciudadano. Este Quijote de la justicia ha tenido más de una cita con la Historia durante el desempeño de su difícil labor como jurista, dejando la marca indeleble de la honorabilidad, la ética y el amor por el país. Para Guatemala, la posibilidad de su exilio sería como cerrar el último capítulo, declarar oficialmente la muerte del Estado y entregar así todo el mando a sus peores enemigos.

El honor reside en el compromiso, la ética y la convicción de hacer lo correcto.

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La brevedad de la vida

Lo que las estadísticas no muestran: los efectos duraderos de la pobreza extrema.

América Latina es un continente rico. Eso lo sabemos cuando los medios nos enseñan la prosperidad de los más poderosos y del modo mañosamente legalizado como se apropian de aquellos recursos vitales -como el agua, las tierras y los minerales- para explotarlos y construir sus grandes imperios. Todo ello, sostenido por la dependencia económica de los sectores más necesitados. Los gobiernos, por su parte, son sus aliados incondicionales al haberse apoderado de los centros de control político gracias a leyes casuísticas en las cuales no figuran límites al financiamiento de sus campañas ni a la manipulación de la justicia. Agazapadas en la oscuridad, las organizaciones criminales se benefician de este singular sistema.

En estos paraísos de corrupción, los más afectados son los niños, niñas y adolescentes cuya existencia no marca prioridades en las agendas políticas. Utilizados como instrumento emocional en las propuestas electorales, son relegados al último lugar de los programas gubernamentales porque, obviamente, no tienen voz ni voto como miembros de la sociedad. Este abandono tiene consecuencias de largo plazo; una de ellas es cómo miles de niños y niñas, condenados a la desnutrición, a la pérdida de sus capacidades físicas y mentales, a la violencia derivada de sus entornos de miseria, son expuestos a una vida breve.  Además de aquellos que perecen por falta de nutrientes, hay muchos más quienes, como resultado de esa condición, terminan sirviendo de mano de obra barata sin posibilidad alguna de progresar en la vida.

La respuesta a una cuestión tan obvia la tiene el sistema político y la manera como se administra el Estado. La perspectiva, desde los estamentos políticos, no ha alcanzado la madurez suficiente para consolidar políticas públicas fundamentales y presenta fuertes deficiencias en su visión humanitaria o como quiera se le llame al más elemental sentido de responsabilidad con respecto de las obligaciones hacia la población más necesitada de ayuda. Por lo general, el típico discurso político sobre la desnutrición infantil se reduce a enseñar cifras y a mostrar satisfacción si el porcentaje es uno o dos puntos menor que el año anterior; así, el hecho de señalar avances insignificantes les parece un éxito aún cuando el número de niños muertos no tenga visos de desaparecer.  

Se supone que luego de tantos estudios elaborados por los organismos internacionales, las secretarías, las comisiones y los expertos contratados para ejecutar los planes, a estas alturas podría existir programas bien estructurados de tolerancia cero contra la desnutrición crónica a nivel continental, así como asignaciones eficaces y transparentes de recursos con acciones orientadas hacia mejorar políticas de desarrollo sostenible en las áreas de mayor incidencia. 

Los parámetros de desarrollo -en países con riquezas tan enormes como sus sectores de pobreza- deberían estar sustentados en indicadores válidos y técnicamente correctos sobre políticas para erradicar la desnutrición crónica infantil. Para ello, los programas de asistencia alimentaria deben independizarse de las estrategias propagandísticas gubernamentales y funcionar de manera conjunta con organizaciones de la sociedad civil que les sirvan de aval. La sociedad, si se involucra y desecha sus prejuicios, sería capaz de cambiar esta atroz realidad de la infancia. 

El hambre no es una maldición, es producto de la corrupción de los gobernantes.

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La mujer marcada

La intolerancia religiosa impuesta a las mayorías asemeja otra forma de fascismo.

La condena a 30 años de prisión contra una mujer salvadoreña por un aborto involuntario, revela de modo explícito el profundo desprecio de un Estado -bajo régimen dictatorial- por los derechos de una parte mayoritaria de su población. El solo hecho de marcar una administración con el sello del autoritarismo extremo, persiguiendo a los jóvenes y castigando a las mujeres, constituye una peligrosa señal para otras naciones latinoamericanas que siguen esa tendencia.

En nuestro continente, el tema del aborto ha ido imponiéndose en las agendas como un modo de rescatar los derechos de las mujeres, tradicionalmente sometidos a la imposición machista e intolerante de las instituciones eclesiásticas y legislativas. Pero, sobre todo, como un intento de colocar el tema en la agenda de salud pública que le corresponde, en países en donde supuestamente existe separación entre iglesia y Estado. Sin embargo, el poder inquisitorial de estos sectores ha permeado en otras instancias y va dejando su huella en un debate ciego, según el cual ninguna mujer es dueña de su vida ni de su cuerpo. 

Foto: Niña con globos, de Linda Forsell

Ya lo afirmó hace tiempo el obispo de San Cristóbal de las Casas, Felipe Arizmendi, quien aseveró en un documento oficial que: “Es una aberración y una ignorancia culpable, afirmar que la mujer es dueña de su cuerpo y que se puede deshacer del feto que lleva en su seno. Este no es responsable de los deslices de la madre”. Con ello, el obispo Arizmendi automáticamente asume varios conceptos, dándoles el carácter de válidos e irrebatibles.  El primero, es que la mujer no es dueña de su cuerpo. De ese modo, el religioso legitima toda política de sometimiento de la mujer como sujeto de la sociedad a un papel subordinado, negándole por principio su derecho al libre albedrío y al goce de todos los derechos inherentes al ser humano sin distinción de sexo, raza ni condición social. Y luego, que el embarazo es producto de un “desliz”.

El debate sobre la despenalización del aborto, por tanto, polariza a las sociedades por el poder emanado de los púlpitos, estableciendo un vínculo estrecho entre las doctrinas religiosas y las leyes que rigen a las sociedades desde sus textos constitucionales. De este modo, se pretende establecer de manera tajante la condición subordinada de la mujer como ente reproductor, sin mayores derechos sobre su propia existencia como ser humano.

Uno de los pretextos para condenar el aborto es calificarlo como una “solución fácil”, para eliminar los resultados de una vida de excesos, o como un método de control de la natalidad, pasando un conveniente borrador por las escandalosas cifras de pedofilia, violaciones sexuales de niñas, adolescentes y mujeres, víctimas de trata y de otras formas de violencia. Tampoco parece tener un espacio, en las reflexiones de los sectores más conservadores, la escandalosa cifra de abortos inseguros en Latinoamérica, que según la OMS alcanzan a 3 millones 700 mil cada año. 

La negación del derecho de la mujer sobre su cuerpo es un tema antiguo y de enorme impacto social. Unos de sus más reveladores capítulos fueron los ensayos sobre reproducción obligatoria con el propósito de “perfeccionar” la raza, perpetrados contra víctimas inocentes durante el régimen nazi en Alemania. Pero no son los únicos. La postura radical y absoluta contra la práctica del aborto -sin distinción de causales- en algunos de nuestros Estados, no se aleja mucho de esa imposición, también ella dictada bajo el amparo de la ley.

La separación entre Iglesia y Estado es una condición fundamental en la democracia.

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La cultura del olvido

El cerebro humano posee un mecanismo capaz de eliminar el recuerdo del dolor.

Durante el transcurso de los años, los acontecimientos más decisivos de la historia de la Humanidad van adquiriendo el tinte sepia de las viejas fotografías. Se transforman poco a poco en leyendas o, en el mejor de los casos, en acontecimientos aislados a los cuales se ha desprovisto de su impacto en la realidad actual. Así es como se los enseña en las clases de historia, quizá con el propósito de aislarlos en una cápsula de tiempo para esterilizar su trascendencia. 

Sin embargo, esos hitos representan momentos en los cuales la ruta se ha torcido para marcar un camino nuevo, aunque no siempre mejor. En la medida como las sociedades avanzan presionadas por los desafíos de la supervivencia, sus momentos de dolor y de pérdida van quedando rezagados en una bruma propicia para el olvido, lo cual representa el enorme riesgo de repetir el ciclo una y otra vez abandonando, a lo largo de esa huella, los sueños y ambiciones de crear sociedades más justas y humanas. Es la cultura del olvido, una enfermedad colectiva que, como un virus maldito nos ha condicionado a dejar atrás las lecciones más valiosas.

Una de las consecuencias de este fenómeno colectivo es el rebrote de movimientos marcados por el racismo y la violencia fascista en países que experimentaron lo peor del nazismo durante las mayores y mas crueles cacerías humanas de la historia, pero también extendidos al resto del planeta. Es un ejercicio de poder y perversión cuyo germen pareciera estar presente en el núcleo mismo de la especie humana, tal y como se manifiesta en otras cacerías, perpetradas bajo unas reglas que segmentan a las comunidades entre quienes poseen el derecho de vivir y quienes han de ser exterminados.

Un proceso similar se produce frente al agotamiento de los recursos, la destrucción de los ecosistemas y la mortal indiferencia de quienes tienen el poder de intervenir para cambiar el curso de los hechos. Las comunidades humanas -parte del problema y también de la solución- solo observan, con actitud escéptica y conformista, cómo se destruye su mundo. Las evidencias sobre la extinción de especies, consecuencia del afán de riqueza y poder, van de la mano con las imágenes de civiles -convertidos en “daños colaterales” en medio de ataques bélicos de enorme magnitud- cuyo único propósito es el control económico y geopolítico para quienes tienen el poder.

Los mecanismos de eliminación de la memoria se activan en cuanto la realidad comienza a estorbar nuestro pequeño mundo cotidiano y a causarnos molestias en la conciencia. Es la manera de sacudir de nuestra mente algo sobre lo cual no tenemos modo de incidir; es el mecanismo del cangrejo que busca una concha vacía en la playa para esconderse de sus depredadores y seguir adelante con su vida. El problema es que no tenemos un refugio para protegernos de la destrucción de esos elusivos marcos de convivencia en los cuales hemos basado nuestra confianza. Entre ellos, la idea purificada y abstracta del significado de democracia.

En la ruta del olvido y la conformidad hemos terminado por abandonar nuestro papel activo como miembros de sociedades organizadas. Nos han cambiado las reglas del juego y seguimos jugando sin conocer los trucos del adversario, porque tampoco sabemos quién es. Como el cangrejo, buscamos el refugio precario en el olvido. Y, como el cangrejo, nos creemos inmunes al ojo entrenado de los depredadores que nos rodean.

   Estamos expuestos a los efectos del pasado cada vez que intentamos olvidarlo.

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