13 años después

El tiempo no reduce la enormidad de la ausencia. Tampoco aplaca el dolor ni la impotencia.

El destino de Cristina Siekavizza, una mujer cuya desaparición la transformó en ícono de la violencia feminicida en un país cuyas estadísticas de asesinatos de mujeres lo coloca entre los más peligrosos del ranking mundial, sigue como caso no resuelto.

Por ella y otras miles de víctimas cuyos expedientes acumulan polvo en las instancias judiciales, vuelvo a publicar esta columna escrita hace 12 años:

Un grito al vacío

Es un terrible desasosiego, una sensación de náusea, un golpe en pleno esternón. Es la falsa solidaridad, el desinterés de los demás por el destino de una persona conocida o desconocida pero persona al fin y al cabo, una vecina amable y educada que saludaba por las mañanas al salir hacia el trabajo. ¿Cómo no dudar de si este conglomerado humano tiene un corazón que late bajo esa coraza de indiferencia?

Las noticias aparecen, se repiten durante algunos días abundando en detalles nuevos y luego nada. Simplemente hay otra impactante como la anterior, minuciosamente descrita con ese lenguaje profesional que practicamos a diario los periodistas elevándolo a las alturas de la perfecta esterilización emocional. Todo pasa y el olvido se instala pronto. ¿Acaso tenemos la culpa de haber anestesiado la conciencia colectiva?

A veces insistimos. No quiero olvidarme de Cristina ni de Mindy, estoy agobiada por la imagen casi perfecta de Nancy, tan delicada e inteligente. No conocí a ninguna de ellas, pero no puedo evitar recordarlas. 

A veces resurge la esperanza al ver los esfuerzos de una magistrada dedicada con ahínco a construir un sistema capaz de dar a las mujeres el sitio que les corresponde y reducir las cifras. Pero son esfuerzos aislados. Es una cuña y quizás rompa el peñón, quizás no sea más que un paliativo.

No tengo idea si la indiferencia se instaló durante el conflicto o inmediatamente después, pero tengo la impresión de que llegó cabalgando a lomo de caballo con los colonizadores para fijarse como con pegamento a las costumbres. Ha de ser así, una cuestión de clase, color o tono de voz, un rasgo del carácter o un gen oculto en un minúsculo infinitesimal cromosoma, porque de otro modo sería simple maldad.

Nadie escucha, nadie oyó los gritos de auxilio, nadie quiso enterarse. Son líos privados, uno no se mete en esas cosas, ya se las arreglarán solos, los gritos y los golpes, los insultos y luego ese silencio. Vamos a dormir porque no es asunto nuestro. 

¿Es que esta pequeña comunidad humana –como muchas otras alrededor del mundo que tampoco se meten en asuntos ajenos- sabe lo cara que resulta la indiferencia? ¿Serán conscientes las 14 adolescentes rescatadas de una red de trata que había vecinos conscientes de su situación pero no se metieron porque no era asunto suyo? ¿O acaso ellos creían que las niñas se prostituyen por gusto? ¿Quizás pensaban que les pertenecían a los criminales que las explotaban así como otros creen que los niños abusados les pertenecen a los padres que los torturan?

La denuncia no es una cultura socialmente aceptada. La idea de tener responsabilidad en la construcción de una sociedad justa no termina de calar en esas mentes ni esos corazones almidonados de prejuicios. Ha de ser una decisión imposible tomar el teléfono y llamar para pedir que otros acudan a rescatar a una mujer a punto de ser asesinada, porque de otro modo habría muchas menos víctimas. Mucho más fácil es hacerlo para reclamar por el estruendo de una fiesta. Menos comprometedor. Mucho menos.

elquintopatio@gmail.com

Leave a comment