Cuenca, España, con esa luz dorada y transparente

El derecho a no estar

Hoy estuve pensando en cuán lejos hemos llegado en esta obsesión por hacer coincidir nuestras auténticas necesidades y la oferta del mercado. Es decir, mientras nuestra absurda ambición por tener cosas parece no tener límites, nuestro espacio personal se jibariza, se reduce a la cuasi nada y nos vamos perdiendo entre objetos y cualidades adquiridas gracias a un estilo de vida que tiene tanto de vida como de estilo.
A propósito de esto escribí, hace ya mucho tiempo -de cuando mi primer celular parecía una vieja tortuga que pesaba toneladas y me costaba una fortuna- algo respecto a la puerta que hemos abierto a la invasión de la privacidad. Obviamente, somos incapaces de controlar los elementos externos, al igual que hemos sido incapaces de controlar el engaño y las trampas en las que nos hace caer la publicidad a cada rato. Pero releyendo ese artículo, me doy cuenta de lo lejos que me encuentro de esos inicios del desastre comunicacional de hoy…

05/07/1999

No sólo hemos perdido parte del espacio vital, sino estamos siendo invadidos por aparatos que ponen en serio peligro nuestro derecho a la privacidad.
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MI DERECHO A NO ESTAR
Al principio fue el teléfono. El desquiciante riiing riiing, insistente e impositivo, nos obligaba a contestar aunque no quisiéramos, porque quizás era urgente aunque en el fondo sabíamos que lo más probable es que se tratara de una llamada sin importancia y sólo nos quitaría tiempo.
Ahora ya no es únicamente el teléfono. Es el localizador electrónico que suena todo el día y que, cuando no lo estamos oyendo, de todos modos sabemos que ya debe tener una larga fila de mensajes en espera de respuesta. Y además el celular que nos persigue porque se lo permitimos. El aparatito que al principio, cuando comenzó la moda, nos daba estatus, porque… ¡no podíamos dejar de tener uno!, ahora nos condiciona la vida entera.
Si damos el número, en el fondo sabemos que nos comprometemos a estar localizables las veinticuatro horas del día para cualquier insignificancia que se le antoje al depositario de tal desproporcionada muestra de confianza. Si no lo damos, al menos otorgamos el privilegio de ser localizados a través del biper como una concesión de segunda categoría, o al número directo de la oficina que, a estas alturas de la intimidad comunicacional, a nadie parece interesarle.
Pero la cosa no se detiene ahí. También está la sutil intromisión del correo electrónico, que ya tenemos en casa y en la oficina porque es preciso revisarlo con suficiente frecuencia para que no se nos vaya a escapar ni un solo mensaje, pese a que ya nos han incluído en listados de información sobre compras de helicópteros franceses o para ofrecernos información sobre la legislación laboral del Kurdistán y alguno que nos trae noticias frescas de la asociación de pescadores con arpón. No quiero decir con esto que el correo electrónico sea malo, en absoluto. Reconozco que nos permite mantenernos en contacto con mucha gente a la que no le escribíamos desde que dejó de funcionar el correo, y eso ya nos remonta a la prehistoria.
Es, simplemente, que el email se ha transformado en una peligrosa dependencia comunicacional más a la que tendremos que encontrarle pronto el antídoto, antes de que nos engulla por completo. Ahora resulta que ha salido al mercado un servicio nuevo, ofreciendo todo este hermoso abanico de comunico-condicionantes en un solo flamante paquete de alta tecnología. Así, nos pondremos a la punta de la vanguardia –aunque aún no tengo una idea muy clara de para qué queremos estar en esos superpoblados extremos del espectro- para recibir mensajes de biper, correo electrónico y teléfono celular y, encima, contestar a todos los que nos llaman, conocidos o desconocidos, simplemente accionando un diminuto teclado incluído en el mismo mágico aparatito.
¿No será mejor comenzar a recuperar el espacio privado y simplemente dosificarnos, como lo hacíamos cuando la fiebre llegaba a un nivel normal de dependencia? Quizás si volvemos a contestar el teléfono en casa y en la oficina, a las horas normales para estar en casa y para trabajar en la oficina, logremos recuperar la cordura.

Esto sucedia en el 99

El comercio de niñas y niños es una de las actividades más rentables de las organizaciones de traficantes que actúan al amparo de su increíble poder económico.

NIÑOS PARA LA VENTA
Cualquier niña o niño podría caer bajo sus garras. Ni siquiera es necesario que sea un pequeño abandonado, sino simplemente alguien que carezca de formación y criterio suficientes para defenderse de las maniobras de reclutamiento creadas por el crimen organizado.
Promesas de una vida mejor, de un estatus social atractivo, de una aventura prohibida y quizás de grandes beneficios económicos encandilan a pequeñas víctimas que ni siquiera imaginan el destino que les espera al ingresar a las redes de prostitución. Pero no sólo se utilizan estos métodos. También, y cada vez con mayor frecuencia, se practica el secuestro para engrosar las masas de niñas y niños que se destinarán como carne de matadero a satisfacer los instintos de millones de hombres ávidos de sexo y pornografía.
Si esto sucediera en estratos sociales de cierto nivel, el escándalo no hubiera dejado que fructificara el negocio. Pero las víctimas son por lo general niñas y niños de escasos recursos, provenientes de familias que apenas tienen cómo subsistir, hijos de padres que no cuentan con los contactos indispensables para que las autoridades respondan a sus llamados de auxilio y que, por lo general, desconocen los alcances de la ley porque apenas pueden leer y escribir.
Esto sucede en todos los países del tercer mundo, pero en los últimos años Guatemala ha adquirido un deshonroso sitio entre los que presentan mayor incidencia de tráfico de menores y pornografía infantil. ¿Por qué? No cabe duda de que para encontrar una explicación plausible a esta inconcebible situación, es indispensable profundizar en las condiciones en que vive la mayoría de los habitantes de las áreas marginales, rodeados de miseria e insertos en un contexto en el que se disputan el territorio el tráfico de drogas, el contrabando, la prostitución y el latrocinio. Y en el que, para terminar de rematar el cuadro, no existe un mínimo de asistencia educativa ni de seguridad para la población menor de quince años, que sufre con mayor fuerza el embate de las bandas organizadas.
La prostitución infantil no es un fenómeno aislado del panorama general de la criminalidad. No es una actividad independiente, sino que representa un macabro “side line” del negocio en el que se disputan el liderazgo el tráfico de drogas, el secuestro y el robo de vehículos. Por lo tanto, para combatirlo y acabar con esta lacra, es preciso tener la voluntad de acabar también con aquello que le proporciona recursos y oxígeno, y de paso aplastar las férreas estructuras del tráfico de influencias que ha constituido uno de los peores escollos para alcanzar el desarrollo en nuestros mal administrados países.
Ya no es cuestión de que las niñas y niños son el futuro de la patria. Eso quedó atrás cuando se convirtieron en algo más cercano a la esperanza de supervivencia de la democracia misma.

Otra de esas que permanecen en un album olvidado