De nada sirve quejarse

Si el Ejecutivo estaba consciente de que se produciría el estallido de la crisis alimentaria, ¿por qué no hizo algo para prevenirla?

El Presidente luce muy mal al atacar a la prensa con sarcasmos, aduciendo que los periódicos repiten cada año la misma cantilena del hambre y la desnutrición con el sólo fin de hostigar a las autoridades. Tampoco le hace ningún favor su cinismo al declarar que técnicamente en el país no hay hambre porque las abarroterías y supermercados están llenos de alimentos –“el problema en el país es falta de ingresos”.
Entonces, de acuerdo con su razonamiento, el hecho de que las familias no tengan ingresos suficientes para adquirir alimentos no significa que haya hambre en el país, sino responde a la falta de responsabilidad de los padres de familia por no haber previsto que habría sequía. Dice el Presidente: “es un problema estructural” y tiene razón en esto, ¡claro que es un problema estructural! Y, si alguien conoce a fondo esa situación, es él, que durante años visitó cada rincón del país y tuvo la información de primera mano.
Por lo tanto, ya debería haber un plan de contingencia pero, sobre todo, un programa coherente de desarrollo para sacar de la pobreza extrema a esa gente que hoy, de acuerdo con estimaciones del Relator Especial de la ONU sobre el Derecho a la Alimentación, alcanza al 63 por ciento de la población guatemalteca.
Celso Cerezo, el cuestionado ministro de Salud, insiste en negar los alcances de la crisis, aduciendo que la desnutrición crónica es un problema endémico con el cual hay que vivir. Es decir, acostumbrémosnos a ver pasar por las pantallas y la prensa escrita cada cierto tiempo a esos cadáveres vivientes de niñas y niños abandonados a su suerte, ya que no responden más que a las características endémicas del país, así como los lagos, las montañas y las ruinas mayas.
Por supuesto, el hambre del pueblo no se relaciona con el derroche ni la corrupción escandalosa en la administración de los fondos públicos ¡qué va! Para ejemplificar, ahí están las denuncias de las cuentas bancarias de Portillo, a las cuales fueron a parar los fondos destinados a la alimentación escolar, además de otras muchas partidas que supuestamente beneficiarían a los sectores más necesitados. Pero no hay que ir tan lejos, hay que exigir transparencia en los contratos de las obras públicas, entre ellas la multimillonaria inversión en la Transversal del Norte.
Olivier De Schutter, el relator de la ONU, se muestra alarmado por el índice de desnutrición en Guatemala. Sin embargo, su alarma no mueve ni un ápice al aparato gubernamental, cuyos representantes parecen haberse blindado contra todo cuestionamiento. Las declaraciones del ministro Cerezo, del vicepresidente y del propio Colom son toda una apología del absurdo: En Guatemala, todo está bajo control.

Eso de las comparaciones…

El ministro de Salud, Celso Cerezo, afirmó que en Guatemala no hay desnutrición aguda. Lo que hay, según el funcionario, es desnutrición crónica.

Lo que se deduce de las afirmaciones del titular de la cartera de Salud es que el país no está tan mal, después de todo, porque la desnutrición aguda “ni siquiera llega al 1 por ciento”. La perspectiva del funcionario es del todo burocrática, basada en cifras y estadísticas, excluyendo el factor humano, físico y tangible, el cual nos indica que en Guatemala la mayor parte de la niñez muere de hambre, rápida o lentamente.
Los argumentos oficiales no sirven de nada a la población del corredor seco del oriente del país, cuyas carencias han saltado a las primeras planas con imágenes pavorosas de niñas y niños moribundos, con la piel arrugada y pegada al esqueleto.
Es importante subrayar que aún cuando la ayuda llegue y esos niños logren recuperar la salud, hay otros indicadores –de cociente intelectual, talla y peso según edad- que nos traen de regreso a la brutal realidad: el desarrollo de la población chapina está en una fase de retroceso sostenido.
La casta política y sobre todo el gran poder económico de esta Nación ya debería mostrar su preocupación por el estado de cosas en el país y no seguir buscando excusas en números no siempre claros y transparentes. Esto debe aplicarse en todos los ámbitos de la realidad nacional donde se evidencia la falta de iniciativas acertadas para reducir los graves indicadores actuales, que identifican al país en términos comparativos con los más pobres del planeta.
El ministro Cerezo debería ir a decirle a las madres del corredor seco, a las familias de Huehuetenango, a las comunidades indígenas del altiplano, que “el país no está tan mal”. Tiene que explicarles cómo es posible que miembros de la directiva del Congreso de la República hayan hecho desaparecer 82 millones de quetzales, o que ciertos funcionarios se birlaron otra millonada del Instituto de Previsión Militar y del IGSS, sin que hasta la fecha se haya recuperado un dinero que habría sido más que suficiente para proporcionar alimento, educación y seguridad habitacional a millones de niñas y niños en la etapa más importante de su desarrollo.
También tiene explicarles qué hay en el trasfondo de esas políticas públicas incapaces de resolver los asuntos más urgentes y por qué muchas de las decisiones de alto nivel tienen más que ver con las cuotas de poder para los partidos políticos que con las ingentes necesidades de la población.
Al final, las comparaciones quizás resulten útiles para medir la efectividad de los programas sociales en países mejor organizados, bajo el liderazgo de gobernantes con mayor incidencia en los cambios que un país necesita para transitar por el camino del desarrollo y la auténtica democracia.

Mi vida, mi mundo

Vivimos en un país sin sociedad, en medio de un gran conjunto de individuos conectados a su medio a través del interés propio.

Una sociedad es un conjunto organizado de seres humanos que comparten una cultura, un sistema de valores y conviven en un territorio determinado, trabajando en función del bienestar general. Esto es porque, en teoría, la riqueza compartida significa prosperidad para todos.
Aún cuando es una fórmula idealizada, muchas son las naciones que se esfuerzan por lograr la cohesión de sus integrantes a través de la construcción de idearios compartidos y de un refuerzo constante por consolidar su identidad nacional. En Guatemala, sin embargo, no parece haber preocupación por el bien común. Aquí predomina el interés de pequeños grupos, cuando no se trata de la búsqueda del beneficio a nivel individual.
El ejemplo más palpable de esta disociación con el conglomerado social es la indiferencia de la masa –y no digamos de las instancias políticas- ante las dramáticas desigualdades en la repartición de la riqueza. El hecho de que en este país tan rico en recursos la mitad de la población sobreviva bajo la línea de la pobreza no estremece la conciencia de las clases más privilegiadas, cuya pasividad se ampara en la creencia de que la pobreza extrema depende del destino de cada quien.
La resistencia a tributar, una de las posturas más recurrentes en los sectores de mayor poder económico, es parte de esta carencia absoluta de concepto de Nación y, por ende, de la ausencia de ciudadanía. En un país donde la inversión pública tiende a concentrarse en proyectos favorables a los grandes terratenientes y a los industriales más poderosos, es imposible que el resto de la población tenga la menor oportunidad de prosperar.
Las comunidades indígenas y rurales tienen que conformarse con lo que sobre, si es que sobra algo, para tener acceso a servicios de salud, educación e infraestructura que representan la más vergonzosa evidencia de la corrupción y el racismo.
En este esquema desigual colaboran todos quienes han tenido, en algún momento, ingerencia en las decisiones de Estado. Incluso aquellas organizaciones de la sociedad civil que sólo persiguen protagonismo y compiten absurdamente entre sí, en lugar de aunar esfuerzos y luchar por una causa común que es la de la justicia, la igualdad y la búsqueda del bienestar para todos, sin discriminación.
En esta incalificable forma de individualismo a ultranza que afecta a los habitantes de este territorio privilegiado, se pierden valiosos esfuerzos, oportunidades y vidas humanas. Las niñas y niños que nos miran desde las páginas de los periódicos y las pantallas del televisor también son guatemaltecos con derechos, tanto o más ciudadanos como quienes los han condenado a muerte.