Cuando era pequeña dormía en la habitación en donde mi abuela tenía su máquina de coser. Era un cuarto pequeño, sin ventanas y daba a su dormitorio. Pero tenía un tragaluz. No era un gran tragaluz muy grande pero ahí, cada cierto tiempo que nunca pude calcular, aparecía una luna enorme y bañaba todo mi espacio con su resplandor.
Cuando eso sucedía, yo aprovechaba para tomar un libro de cuentos y leer bajo esa luz blanquecina que parecía formar parte de la fantasía.
Es, nada más, un recuerdo de tiempos muy lejanos en la vieja casona de tres patios.