(Publicado en Agosto de 1998)
En mis andanzas por la magia del altiplano…
Caminamos un rato por el laberinto de casas irregulares, sobre un suelo de tierra extrañamente desigual. Era como si nunca hubieran intentado aplanarlo. Grandes piedras surgían por aquí y por allá, rompiendo la regularidad de la caminata y amenazando con torcernos los tobillos.
Finalmente, alguien nos indicó la casa. Una como otra cualquiera. Metida hasta el fondo en un terreno plano, a veinte centímetros bajo el nivel de la calle. Eso era lo que la hacía parecer tan chaparra. La precedía un patio delantero, donde correteaban unas gallinas que desaparecían por las puertas oscuras donde se adivinaba la actividad doméstica. Era temprano, pero ya había olor a masa y a comal caliente.
No vimos ninguna señal que hiciera sospechar que allí estaba el santuario. Excepto, quizás, los vendedores que se habían instalado alrededor y que ofrecían candelas de colores, relicarios de trapo, ataditos de papel celofán con semillas y polvo de ajo, botellas con líquidos y ungüentos (sospechosos de ser mágicos), montones de estampitas del santo enmarcadas en latón con volutas y adornos de plástico, en todos los tamaños y ramitos de xilca para la limpia.

A la entrada, sobre una banca de madera desvencijada que había pasado ahí mismo unos cuantos inviernos, dos hombres del pueblo que apenas hablaban español, nos indicaron con la cabeza que teníamos que avanzar por un corredor de tierra apisonada, techado de mazorcas que daban al sitio un tono dorado.
Poco antes, nos habían pedido dos quetzales por persona, quizás porque nuestra cara de extranjeros los había hecho sospechar que nuestro compromiso espiritual no sería con el santo. Para los locales, es gratis.
El culto de Maximón no es cualquier cosa. Abundan las versiones sobre su origen y su connotación pagana, pero eso en nada disminuye la enorme influencia que ejerce su presencia sobre los habitantes del altiplano. Creen en él, y le temen. Tejen a su alrededor toda un aura de misterio y poderes que compiten con ventaja contra aquellos de los santos tradicionales, y le confían sus más recónditos pensamientos en quekchí, cakchiquel, mam o español, que no importa porque entiende de todo.
El cuarto se reducía a cuatro paredes y una ventana muy pequeña al fondo. Por la misma puerta por la que entraba la gente, apenas salía el humo que invadía el recinto y hacía el aire irrespirable y la atmósfera irreal.
Sentado en una silla de madera, Maximón dominaba la escena. Vestido con su precioso traje de Zunil, soportaba impertérrito el chorro de invocaciones que salían de los labios de sus feligreses. Asistía a este su culto intenso con una naturalidad que subrayaba aún más la carga emocional que invadía la estancia.
Es frecuente que junto a Maximón se vean más mujeres que hombres. Esa mañana también. Fumando puros, tomando guaro, quemando candelas y todo eso al ritmo de la cantilena interminable de sus dolores y sus angustias y totalmente ajenas a nuestra presencia que, a estas alturas, era más bien una burda intromisión.
A pesar de que recién comenzaba la mañana, el suelo ya estaba cubierto de cera de roja para el amor, blanca para los niños, azul para la prosperidad, verde para el trabajo, negra para los maleficios, amarilla para la salud. Y nosotros, extraños y con la incómoda sensación de violar un espacio ajeno, parados en un rincón, aspirando el humo mezclado de vapores de aguardiente que volaba por sobre los hombros de los fieles, éramos testigos mudos con los ojos irritados y la piel erizada de tanta magia, de tanta fé, de tanta intensidad…
No, no se puede decir que las tradiciones mueren por inanición. Al menos, no todas. No después de haber entrado al santuario de Maximón y haber presenciado su modesta pero contundente manifestación de poder.