Muchas han sido las evidencias de su nobleza, su capacidad de aguante, su generosa entrega y su buena disposición.
Como cualquier hija de vecino, tengo un origen mezclado de raíces europeas con ramajes indios, cultura cosmopolita, arrestos de dilettante, gustos caros pero necesidades de poca monta. Y así como yo hay miles, millones de seres humanos que se creen únicos e irrepetibles y actúan en consecuencia como si el sol les alumbrara en exclusiva.
Lo que resulta difícil de aceptar es la realidad simple y cruda de ser un número más entre los miles de millones de entes contaminadores en este planeta pequeño y frágil que nos tocó para nacer, vivir y reciclarnos. Desde la cuna hemos recibido el mensaje falso del dominio humano sobre los elementos, sobre la tierra, el mar y el firmamento, sobre la luna y los planetas –de hecho, nos repitieron hasta la saciedad la escena del alunizaje para grabar en nuestra mente esa noción de superioridad divina que gobierna la conciencia.
Y nos lo hemos creído a pies juntillas, rechazando todo cuanto limite nuestro indiscutible poder sobre el espacio que ocupamos y del cual nos creemos los dueños absolutos. Y así, haciendo gala de nuestro derecho de propiedad, hemos sembrado de basura los mares, convertido vergeles en desiertos áridos e inhóspitos, coronado de laureles y honores a los peores depredadores de las riquezas naturales adjudicándoles el dudoso mérito de generar desarrollo económico, agotado las reservas de agua, talado los bosques y exterminado a insectos, aves, peces, reptiles y mamíferos –por deporte, con saña y porque sí- como si en ello nos fuera la vida.
Hoy vemos con desolación que las advertencias apocalípticas sobre el deterioro ambiental, a las cuales tachamos de exageraciones sin fundamento o pura histeria de unos pocos idealistas, se han transformado en huracanes e inundaciones, sequías, hambre, miseria, epidemias y un futuro cargado de incertidumbre.
Hoy hacemos desfiles para celebrar el Día de la Tierra sobre ciudades contaminadas y contaminantes, sin reparar en nuestro aporte personal a la muerte segura de un mundo que ofreció tanto que, sin nosotros saber apreciar su maravilloso y sutil equilibrio, decidimos explotar hasta su extinción en un afán arrogante por transformarlo todo en objetos desechables.
Así como yo, muchos nos hemos alejado de la sagrada regla de la egolatría humana. Personalmente, no creo ni un ápice en el cuento de la superioridad. Más bien me he convencido con pruebas en mano de que el ser humano en su versión actual y en su promedio más común, no es más que una enfermedad. La única especie viva capaz de destruir su propio hábitat y de ese modo, negar la vida a su propia progenie.