Miedotenango

¿Por qué la sociedad se encierra en su burbuja?

 Parece que la violencia criminal no fuera suficiente motivo para sacudir la modorra social. Cada nuevo hecho de violencia provoca un cierto burbujeo que dura lo que permanece la noticia en los medios, ni un día más. Luego, se calma; cada quien regresa a su rutina mascullando frustración y finalmente todo se disuelve en la nada, hasta el estallido noticioso de un nuevo crimen excepcionalmente perverso.

Las muertes por asfixia, ataque armado o tortura, violación y desmembramiento coexisten con las cuentas por pagar, el precio de la gasolina y las dificultades para encontrar estacionamiento. Parecen ser parte del estilo de vida en Guatemala y los países vecinos, con los cuales comparte esta horripilante costumbre de vivir bajo amenaza.

Pero los seres humanos no son inmunes a este ataque psicológico constante. En unos, la atmósfera de incertidumbre –(¿viviré lo suficiente para amanecer mañana?)- se manifiesta en un tono de agresividad que impregna toda su vida diaria, dirigido contra quienes le rodean: su familia, sus amistades, sus compañeros de trabajo y, sobre todo, los transeúntes o automovilistas que se cruzan en su camino, como aquel pasajero de bus que vació la tolva de su pistola matando a un hombre inocente solo porque el piloto no aceleró lo suficiente. En otros, en cambio, se convierte en puro y simple miedo de salir a la calle.

El denominador común es la impotencia. Habría que analizar a fondo cuáles son los mecanismos que liberan este sentimiento tan agobiador de no encontrar respuestas ni salidas a una situación extremadamente adversa. Pero no cabe duda de que una persona atrapada por la falta de satisfacciones a su necesidad de seguridad se convierte en un ser desequilibrado en más de un sentido.

Con estas características no hay sociedad que avance hacia sus objetivos, si es que los tiene. Se transforma en una comunidad humana apática, frenada por la atmósfera de intimidación en la cual transcurre su vida diaria y cuya visión de futuro –algo indispensable en todo conglomerado social- está siempre en duda. La familia normal en estos días invierte la mayor parte de su energía en protegerse de las amenazas, latentes o explícitas, en lugar de desarrollar su potencial y avanzar en sus logros con cierta certeza de que su vida no está en peligro.

Lo curioso es la manera como este ambiente ya pasó a ser normal. Quienes disfrutan de algún reducto seguro en el cual sus hijos salen a jugar sin peligro o tienen la dicha de pasear sin temor a ser asaltados, se consideran privilegiados. Eso que antes fue norma es ahora la excepción y todos aprendieron a aceptarlo como parte de su realidad.

No es extraño, entonces, observar una fragmentación cada vez más acentuada en la sociedad. Aun cuando se producen pequeñas explosiones de rechazo al estado de cosas, son apenas burbujas más grandes y ruidosas, sin llegar a la envergadura de una protesta colectiva ni una demanda de cambio. ¿Salir a las calles a manifestar el repudio contra la corrupción y la violencia? No. Eso aquí no sucede.

(Publicado en Prensa Libre el 26/01/2013)

El mundo perdido

La Humanidad está en retroceso, empujada por su propia voracidad.

 “No existió el genocidio”, dicen. “No hay que detener el desarrollo”, dicen. “Las organizaciones sociales son retrógradas y se oponen a la inversión privada, ¿qué tienen en contra de la minería y las hidroeléctricas?” “¡En ellas está el futuro!” Perversa manera de disfrazar la cruda realidad de la apropiación de las riquezas del planeta para el enriquecimiento de un puñado de empresas sin rostro humano.

El mundo que conocimos desaparece ante nuestros ojos. Sus bosques, su agua, su fauna y la riqueza del subsuelo ya tienen dueños, mientras las comunidades humanas que habitan los territorios son exterminadas por la violencia armada -y legalizada además por gobiernos corruptos- o simplemente por el hambre y la destrucción de sus medios de subsistencia.

Los escenarios varían, van de uno a otro continente. En Tanzania los hacendados avanzan con su maquinaria arrasando todo a su paso, tal como sucede en la Amazonia brasileña y en el gran territorio del Petén. Las reservas naturales y las grandes extensiones de bosques, algunas de cuyas funciones son proveer de oxígeno al planeta, depurar su atmósfera y brindar un hábitat adecuado a millones de especies de fauna y flora, se han convertido en el objetivo económico de los grandes consorcios explotadores y su exterminio crece de manera exponencial.

Pero esto, aun cuando no es nuevo, ya está marcando de manera directa la vida de los habitantes con sus efectos sobre el clima y la salud humana debido a la manipulación genética e industrial de los alimentos como una de las estrategias comerciales más exitosas de las últimas décadas, y por un desmedido afán de privatización.

Hoy, en un simple plato de pollo o cocido -alimento recomendado por ser saludable hace más de 20 años- una persona podría consumir altas dosis de hormonas, preservantes, colorantes y antibióticos cuyo efecto sobre el cuerpo se desconoce debido a la falta de controles de los organismos sanitarios de los países, así como gracias al magistral trabajo de cabildeo de las grandes empresas con los sectores políticos y su generosidad para conseguir una legislación que las proteja.

Ese es apenas un ejemplo. La industria de alimentos y el cartel farmacéutico mundial son el epítome de la deshumanización de la industria, cuyas estrategias se dirigen de manera explícita a la acumulación de riqueza y poder y no a propiciar la salud y el bienestar de la población de la cual obtienen esos inmensos beneficios.

La adición de vitamina A en el azúcar y de yodo en la sal constituyen medidas obligatorias por ley, destinadas a prevenir enfermedades de enorme impacto para las grandes masas de población de bajos ingresos. Sin embargo, ¿se sabe con certeza si esas medidas aun se respetan o algunos productores se ahorran ese gasto por su impacto en sus ganancias? En cuanto a sus consecuencias, tampoco existe en la sociedad una gran preocupación por conocer los efectos de la falta de esos nutrientes en la población infantil, cuyos indicadores de desarrollo revelan el abismo de carencias en el cual crecen las nuevas generaciones ¿Que el genocidio no existe? Por lo visto, eso depende de las interpretaciones.

 (Publicado en Prensa Libre el 21/01/2013)

Un día aciago

Seis cuerpos sin vida, seis mujeres asesinadas y un país a la deriva.

 Los datos de la violencia en Guatemala parecen indicar que las estadísticas deben analizarse por períodos prolongados para establecer una curva más o menos real. Si se tabulan anualmente, como ha sucedido hasta ahora, esas ínfimas oscilaciones a la baja tienden a utilizarse para justificar políticas y hacer creer en la consecución de avances.

Pero en esto de las estadísticas también existen problemas de fondo. Sin un organismo oficial confiable, capaz de proporcionar la información real sobre los indicadores de país, se carece de una herramienta vital para diseñar políticas públicas y establecer prioridades sobre distintos temas de gran impacto social, como son los de seguridad y justicia.

Sin embargo, cuando se habla de femicidio no se trata de un simple asunto de números. Detrás de la violencia contra la mujer existe toda una cultura de opresión no reflejada en cifras. De hecho, la inmensa mayoría de abusos jamás se denuncia ni mucho menos es sujeto de sanción. Es ahí precisamente en donde reside uno de los grandes obstáculos para el avance de la democracia y la igualdad de derechos para el mayoritario segmento de la población femenina.

El vil asesinato de dos niñas, capítulo estremecedor para cualquier persona decente, pone una vez más en evidencia la falta de protección de la niñez en Guatemala. Y entre esa niñez desprotegida, son las niñas las más vulnerables. En ellas se refleja la imposición del patrón patriarcal de esta sociedad, al remitirlas al último peldaño de la escala del valor humano. Porque ellas no solo sufren abuso y carecen de mecanismos legales efectivos para defenderse por ser menores, sino también experimentan la discriminación adicional por su condición femenina, socialmente desvalorizada y, por tanto, relegada a una posición de completa marginación.

Una de las medidas políticas más urgentes es un masivo ataque contra la criminalidad que tiene a la población en vilo. Pero no mediante ejecuciones extrajudiciales como sugieren algunos ciudadanos indignados, sino por medio de la investigación oportuna y la aplicación efectiva de la justicia. Si estos individuos supieran que les espera un castigo seguro, sin duda lo pensarían dos veces antes de cometer las atrocidades a las cuales ya se han habituado, tanto como se han habituado a la impunidad.

El miedo de esta sociedad se hace más y más evidente a medida que avanzan los días. Ya se levantan voces exigiendo la pena de muerte, sugiriendo linchamientos y otras medidas de violencia extrema a través de las cuales se percibe un profundo escepticismo sobre la eficacia de las fuerzas de seguridad y de los administradores de justicia. La población ha dejado de creer en sus instituciones y ese constituye un portal propicio para la anarquía y las desviaciones oportunistas de los sectores de poder.

El miércoles fue un día aciago. No solo por los asesinatos de estas dos criaturas inocentes aun sin identificar, sino por el significado detrás del hecho mismo como una declaración de guerra, como la ratificación del poder supremo del crimen organizado sobre la vida y la muerte de la ciudadanía. 

(Publicado en Prensa Libre el 19/01/2013)

Sutileza lingüística

El uso de las palabras correctas sigue siendo una ciencia oculta.

 Crimen pasional. Esa fue la conclusión preliminar de los investigadores en los asesinatos de una pareja en Amatitlán. También se desliza el concepto en la investigación asesinatos de mujeres, así fue en el crimen de monseñor Gerardi y en el polémico escándalo Rosenberg. De fácil uso, la palabrita se cuela recurrentemente en los reportes policiales pero también en las notas de prensa sin ser objeto de cuestionamiento alguno.

La excusa del crimen pasional está muy bien elaborada. Sirve de maravilla para justificar un hecho de sangre -la muerte de un ser humano- facilitándole al criminal el pretexto de haberse encontrado bajo el efecto de fuerzas superiores que lo llevaron a cometer el asesinato aun en contra de su voluntad. Los celos, la rabia extrema, el despecho, aparecen como impulsos irrefrenables ante las cortes de justicia.

Bien adornados por los abogados defensores, estos motivos muchas veces logran desviar las sentencias, reducir penas y culpas para, finalmente, librar a un asesino sádico de pagar por su crimen.

El problema, sin embargo, no es solo el manejo irresponsable y descuidado de los conceptos por parte de las fuerzas del orden y los investigadores del sector judicial, también lo es la relajada actitud de los medios de comunicación al aceptar, sin mayores reservas, esa clase de explicaciones por parte de sus fuentes informativas. 

El reportero rara vez cuestiona tales afirmaciones y no obliga a sus fuentes ni a sus lectores a profundizar en el análisis. Entonces la nota se traslada a la sociedad con un deformante concepto cuya validez quedó obsoleta ya desde el siglo pasado.

En la mayoría de femicidios, la primera versión es el crimen pasional. Aun si se aceptara esa definición -lo cual no debería suceder- queda en la oscuridad el tipo de pasión al cual se refiere el suceso en cuestión. Por ello es mejor recurrir al diccionario en el cual pasión es definida, entre otras acepciones, como “cualquier perturbación o afecto desordenado del ánimo” (Drae, 21.a edición) y no necesariamente como un amor intenso e incontrolable que empuja al individuo a cometer un acto irreflexivo aun en contra de su voluntad, como se pretende hacer creer a un público ávido de emociones.

Crímenes perversos como la tortura, violación o asesinato de una mujer nunca son crímenes pasionales motivados por el amor, un sentimiento noble cuya ausencia es la nota más evidente en la escena del crimen. El uso común de esta explicación, por lo tanto, debería ser erradicado para siempre del lenguaje jurídico y policial por inexacto y contradictorio con los hechos investigados.

Utilizar las palabras correctas no es cosa fácil, pero en ámbitos cuyos límites son precisos y de enorme relevancia para la aplicación de la justicia, este debe ser un requisito obligatorio para todos sus representantes, desde el primer agente de policía que llega a la escena del crimen hasta el juez que dicta la sentencia.

No se debe permitir a los criminales el privilegio de disimular sus actos de violencia detrás de un sentimiento noble. Es así como se burlan de la justicia y hacen mofa de sus víctimas. 

(Publicado en Prensa Libre el 12/01/2013)