Requisitos mínimos

No importando quién llegue a los puestos públicos, será imposible lograr avances mientras no exista un sistema administrativo coherente.

Una de las características de los burócratas del Estado es creer que al ser nombrados para un puesto, éste ya les pertenece. Es decir, los posee desde el principio una especie de delirio de grandeza que les provoca fiebres, alucinaciones y pérdida del sentido de la realidad, no importa si el puesto es de ministro o de oficial cuarto de alguna dependencia de tercer orden.
La carrera administrativa no existe en Guatemala, por lo tanto tampoco existe historia. Los archivos pueden destruirse o abandonarse a criterio del jefe de turno, y todos saben que cada cuatro años habrá despidos y contratación de empleados nuevos, más o menos entrenados, más o menos agradecidos de estar allí por pertenecer al partido oficial, pero muy conscientes de que el privilegio durará lo que dure el presidente en el cargo.
Una dependencia oficial sin carrera administrativa es una especie de barco al garete en un mar embravecido y en medio de los arrecifes. Es decir, va directo al desastre. Por eso resulta un poco excesivo señalar las fallas de ciertos funcionarios al mando de una de estas máquinas infernales llamadas ministerios. En cierto modo, la responsabilidad de la ineficiencia del aparato estatal viene desde hace mucho, fincada en el concepto erróneo de que el Estado pertenece al partido político que ganó las elecciones, para que haga con él lo que le venga en gana y decida quién se queda y quién se va.
El país necesita con urgencia una operación de reingeniería capaz de construir un sistema de estructuras funcionales y de largo alcance. No es posible alimentar esperanzas de desarrollo en un contexto de improvisación constante, pero sobre todo donde la posibilidad de hacer carrera esté condenada desde el principio y lo único que prevalezca sea el impulso de aprovechar al máximo el momento para hacerse de bienes y privilegios.
Contrario a lo que proponen algunos extremistas del libre mercado, el Estado es fundamental y debe ser fortalecido. No existe un solo país desarrollado que no posea un aparato estatal sólidamente estructurado, fuerte, capaz de atraer a los mejores especialistas en cada área del conocimiento, altamente tecnificado y en control de todos los procesos concernientes a sus funciones.
La mala reputación de los cargos públicos es, por lo tanto, una consecuencia más de la degradación de los sistemas político y administrativo locales, cuyos vacíos y deficiencias propician el compadrazgo, el nepotismo, el clientelismo, la corrupción y la mediocridad. Los funcionarios, ya sean o no de rango ministerial, deberían llenar requisitos mínimos para tener el privilegio de servir a su pueblo. Porque, por si no se han enterado, para eso están donde están.

La mirada ajena

Tragedias como los ataques de Israel en la franja de Gaza toman un lugar pioritario en la atención pública, desplazando lo que nos toca de cerca.

La indignación por la agresión que sufre el pueblo palestino es una reacción legítima que sacude a millones de ciudadanos en el mundo entero. Marchas de protesta se multiplican y marcan una actitud cívica en contra de las muertes de civiles provocadas por uno de los ejércitos más poderosos del planeta, cuyas acciones tienen el respaldo implícito de casi todos los Estados que conforman el primer mundo.
El protocolo de la guerra –si es que existe tal monstruosidad jurídica- ha sido violado consistentemente por las naciones poderosas. Los tratados internacionales referentes a la protección de la población civil, el respeto a instituciones como la Cruz Roja o las brigadas de la ONU, así como el trato a los prisioneros de guerra, ya nada significan a la hora de atacar un objetivo o borrar del mapa a un adversario, al cual previamente se ha calificado de terrorista.
Además, el poder se manifiesta en el control de la comunicación en todos los niveles, desde la propiedad de algunas importantes cadenas de noticias hasta la influencia económica en los consorcios mediáticos y, por supuesto, las campañas a través de la red diplomática.
Razones para una guerra siempre abundan, sobre todo cuando están en juego la integridad territorial, el control de los recursos naturales y las supremacías militar, política y religiosa. El problema es que se utiliza como instrumento de presión el ataque indiscriminado contra civiles atrapados en medio del fuego y la destrucción de la infraestructura sin discriminación: el fuego cae certeramente sobre convoyes de ayuda humanitaria, escuelas, hospitales y áreas residenciales.
Los argumentos que esgrimen los agresores, en este caso Israel, se basan fundamentalmente en la necesidad de detener los ataques del grupo Hamas, al cual se atribuyen la mayoría de los actos de terrorismo más sangrientos que ha sufrido el pueblo israelí. Sin embargo, se borra la sutil frontera entre lo que se podría calificar como acciones preventivas o de defensa y puro terrorismo de Estado, cuando la mayoría de las víctimas son niños, mujeres y otros civiles indefensos sobre cuyos refugios y hogares cae todo el poder bélico de sus poderosos vecinos.
No hay, entonces, argumento válido capaz de justificar semejante carnicería. Tampoco lo hay para arrogarse el derecho de impedir el acceso a instituciones de ayuda y a la prensa internacional, a un territorio que ni siquiera les pertenece. Todo eso lleva a especulaciones y conjeturas que en nada favorecen sus esfuerzos por legitimar esta guerra y respaldar las afirmaciones de su gobierno en su campaña mediática.